EL PAíS › ELISA CARRIO CULMINA LA CONSTRUCCION DE PARTIDO Y CANDIDATURA

“Te pregunto si me vas a acompañar”

Es una frase de la adolescencia que la pinta de cuerpo entero. Un retrato de la primera mujer que llega a competir por la presidencia sin un aparato, un marido o padre ilustre, y sin compromisos con ningún sector.

 Por Marta Dillon

Alguna vez dijo, con los ojos brillantes de los grandes discursos, que se sentía como una adolescente embarazada de su propia candidatura que, preparada o no, debería afrontar la crianza del hijo. Hoy es el día de parto, entonces, para esta mujer de rodillas vencidas por el sobrepeso que en sus siete años de vida política ha perdido familia, amigos y dinero en un continuo que a veces la hace lagrimear en público pero que también es su carta de presentación. Porque ella asume que esa soledad, ese despojo, es el costo de ser mujer y disputar, en una carrera cuerpo a cuerpo, la presidencia de la Nación sin padrinazgos ni aparato; sin haber recibido para su campaña ningún aporte mayor a los mil pesos. Y eso se paga: con prejuicios –se la ha cuestionado por gorda, porque no se lava el pelo, porque abandonó a sus hijos, está loca o es mística–, con desconfianza -no va a poder gobernar–; y con una raquítica campaña hecha casi de boca en boca. Con todo, Elisa Carrió es la mujer posible y ese mérito le pertenece.
No le debe nada a nadie, al contrario. En los largos meses de la gestación de su candidatura ha roto con la mayoría de sus aliados políticos, históricos o circunstanciales, esgrimiendo ese argumento: los demás quieren cargos, dice. Ella no tiene por qué pactarlos. No es una mujer que esté dispuesta a conceder. En sus escasos siete años de experiencia política no tuvo tiempo de ejercitar la muñeca ni en negociaciones ni en la necesaria ingeniería para construir una fuerza. O directamente no quiso hacerlo.
“Yo no te pregunto si estás de acuerdo, te pregunto si me vas a acompañar”, le dijo una vez a su madre cuando a los catorce años se plantó ante ella y le comunicó su decisión de rendir libre un año de la secundaria para terminar el ciclo antes de cumplir los 16. Fue una rebeldía inaugural a la que le siguieron muchas: su casamiento a los 17, después de haber terminado el primer año de la facultad, con un hombre doce años mayor, el divorcio seis meses después, sus romances escandalosos en una provincia conservadora y aburrida como el Chaco. Comer con voracidad hasta volver irreconocible un cuerpo que los hombres deseaban. Su renuncia como secretaria del Superior Tribunal de Justicia chaqueño cuando parecía que tenía frente a sí una promisoria carrera. Hasta su acto inaugural en la vida política fue manifestar una rebeldía: la había convocado la UCR, el partido de su padre, como candidata a convencional constituyente en 1994, después de que Raúl Alfonsín firmara el pacto de Olivos. Su discurso, el 2 de junio de ese año, no sólo fue en contra del pacto sino que conmocionó a tal punto a la Convención que al día siguiente hasta se especuló con desatar el Núcleo de Coincidencias Básicas que ataba la reelección presidencial (a la sazón, de Carlos Menem) a otras reformas menos coyunturales.
¿Y esa cruz gigantesca que le hunde el pecho? ¿No es también un acto de rebeldía para una intelectual, lectora voraz, declaradamente agnóstica hasta esa tarde de 1998 en la que dice que entró a la Iglesia de la Virgen del Valle de Catamarca y sintió “que (la) tiraban del caballo”? Desde entonces exhibe su fe religiosa como una bandera que no está dispuesta a arrear aunque ponga en fuga miles de votos progresistas que no terminan de digerir, además, su cerrada postura en contra de la despenalización del aborto. No le importa, está convencida de que el rechazo a su experiencia mística es otro prejuicio machista. Es pura incapacidad de reconocer al “otro”, una categoría que incluyó en su primer acto público y sigue habitando en sus discursos. Y ese reconocimiento es central, según ella, para reconstruir la república.
Esa intransigencia en seguir sus propios pareceres, de todos modos, es la armadura que necesita su íntima fragilidad. Sólo puede confiar en su propio criterio, si duda, tambalea. Lo demostró cuando encabezó la Comisión Legislativa de Lavado de Dinero. Fue su máxima cruzada: poner al descubierto la complicidad del Estado y los sectores privados para fugardivisas durante los últimos treinta años. Pero no pudo construir el consenso necesario dentro de la comisión para avalar denuncias que no pueden prosperar sin legitimidad política. Tan poco se permitió dudar Carrió que terminó denunciando al entonces ministro Cavallo con documentación que resultó falsa. Su voracidad se comió también esa operación y así la investigación, deslegitimada por la falta de consenso y la contradenuncia de Cavallo fue borrada de la agenda. Aunque los periodistas del establishment –Daniel Hadad al frente– la siguieron acusando de haber desestabilizado el sistema financiero que cayó con De la Rúa. Por algo será.
Fueron días de una altísima exposición los de agosto de 2001, antes y después de haberse rodeado de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo para hacer pública esa investigación que surgía de unas famosas cajas con documentación sobre la conexión argentina del lavado de dinero. Kilos y kilos de papeles que el Senado de Estados Unidos le envió a Carrió y a quien ahora es su compañero de fórmula, Gustavo Gutiérrez, el primero en denunciar las maniobras del Citibank con el banquero menemista Raúl Moneta. Carrió hacía tiempo que se había acostumbrado a las cámaras. Desde que llegó a Buenos Aires como diputada nacional, en 1995, sus denuncias contra la corrupción y ese discurso que tan bien había entrenado como profesora universitaria habían hechizado la pantalla. Ella siempre necesitó de los auditorios atentos, la televisión además los convertía en masivos. El tamaño de sus adversarios –el establishment financiero, por ejemplo– le daba categoría de David.
Su protagonismo político creció desde la disidencia, aun cuando el partido que la apadrinó –el partido de su padre muerto en 1994, a quien ella reemplazó simbólicamente– llegó al gobierno con la Alianza. Fue una de las oradoras principales en los actos de campaña de Fernando de la Rúa, así se hizo conocida en el interior, pero antes de que éste cumpliera un mes de mandato acusó al nuevo gobierno de no querer cambiar el modelo impuesto por Carlos Menem. Entonces fueron sus propios correligionarios los que más belicosamente la acusaron de loca, mística y petardista. Mientras ella les entregaba materia prima para esos motes con sus metáforas apocalípticas sobre el fin del régimen, los huracanes y los partos. Metáforas que todo el mundo terminó usando después de la debacle.
Llamarse una adolescente embarazada de la posibilidad de ser presidente es asumir también un deseo contradictorio. La presión de ser la única dirigente visible de un partido que hace un año no existía la agota, pero no puede delegar. A veces se imagina abandonando todo y dando clases en una secundaria junto al mar. Pero cree que antes tiene “que poner el cuerpo” a esas aspiraciones mínimas a las que alude en sus discursos: “una mesa bien tendida para todos”, educación popular y salud en manos del Estado, progreso, ascenso social. Los ideales de la clase media, en definitiva, a la que orgullosamente pertenece. Tal vez Carrió no quiera exactamente ser presidente, pero más allá del resultado, ella puede anotarse a su favor el hecho de ser la primera mujer que construyó un liderazgo propio, reivindicando su pertenencia al género, sin deberle nada a nadie.

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