EL PAíS › A TREINTA AÑOS DE LA ASUNCION DE HECTOR J. CAMPORA

Recuerdos del 25

Fue aquel día en que el sol del 25 venía asomando. Alejandro Agustín Lanusse, después de un largo juego de ajedrez político perdido con Perón, cerraba su dictadura y entregaba el poder al delegado del exiliado en Madrid. Un día de alegría, gases y balazos que inauguró una era de 49 días.

 Por Miguel Bonasso

Aunque inquietantes nubarrones habían poblado el cielo en la noche de la víspera, el sol del 25 cumplió el papel preestablecido y asomó a las siete y media de la mañana, para regocijo de los muchachos de la Juventud Peronista que se habían pasado la noche en vela, acampando en la Plaza de Mayo y en la vereda del Banco Nación.
A esa hora, el doctor Héctor José Cámpora, que había dormido mal pero tenía la adrenalina a mil, acomodó prolijamente las puntas del pañuelo blanco que asomaba en el bolsillo superior de su traje azul oscuro (no había querido jurar de jaquet) y colocó la estampita del padre Pío de Pietralcina como marcador del voluminoso discurso de asunción que le habían preparado los equipos técnicos y había redactado un grupo de brillantes periodistas. Luego salió de su departamento de Libertad 1571, donde lo aguardaba una formidable caravana de decenas de autos y 26 motociclistas de la Policía Federal. Antes de subirse al convertible negro que lo llevaría en triunfo hasta el Congreso, saludó con la V de la victoria a la multitud delirante que esperaba su salida.
Había llegado, a sus 64 años, a la máxima jerarquía con que sueña todo político y estaba profundamente conmovido, pero tenía perfecta conciencia de que el cargo –y la suma del poder político– le pertenecían al “señor general” al que había servido lealmente durante más de treinta años. El delegado ocupaba el lugar de Juan Domingo Perón, porque los militares habían proscripto al Jefe. No tenía nada que reprocharse, al contrario. Pero le preocupaba mucho que el General no estuviera presente en la transmisión del mando presidencial. Un mes antes, había enviado a su sobrino Mario Cámpora para entrevistar a Perón –que se encontraba circunstancialmente en París– y rogarle que lo acompañara el 25. La respuesta del viejo líder exiliado había llenado de zozobra al enviado.
–No voy a ir para no robarle el show al doctor Cámpora... yo iré después y entonces el balcón será para mí.
–Por la metáfora que ha usado –le dijo Mario a su tío– yo tengo la impresión de que quiere ser presidente.
Sin vacilar, el Tío sentenció:
–Bueno. Acá se hará lo que el General quiera. Nosotros estamos para cumplir su voluntad.
La respuesta no tranquilizó a Mario: sabía que en Madrid, en la intimidad de la quinta “17 de octubre”, un oscuro astrólogo y una mujercita histérica intrigaban para desacreditar al presidente vicario y enemistarlo con el Jefe. Tampoco estaba tranquilo el joven secretario general del Movimiento Nacional Justicialista, Juan Manuel Abal Medina, que había prevenido a Cámpora de las intrigas palaciegas para hacerlo caer en desgracia. Confiado en su amistad con Perón, seguro de que él nunca lo traicionaría, el Tío había desoído las advertencias de dos de sus hombres de confianza, pero igual rumiaba su preocupación por la gran ausencia.
El sol, la calle, el colorido de la muchedumbre peronista que le tiraba besos y lo alentaba con el continuo ¡dale, Tío! bastaron para aventar las sombras. Se alzaba en el auto convertible para saludarlos de mano o dirigirles el gesto del abrazo. En la esquina de Corrientes y Callao lo aguardaban los granaderos a caballo que lo escoltaron hasta el Congreso.
En el recinto, en ese recinto que le traía recuerdos de sus años como presidente de la Cámara de Diputados, lo esperaban cientos de invitados, que lo recibieron de pie, con una ovación que copiaba el grito predominante de la calle: “¡Pe-rón, Pe-rón!”. Entre los mandatarios extranjeros, sobresalían dos presidentes latinoamericanos que habían concentrado la atención de los enviados especiales y el cariño de la calle enfervorizada: el chileno Salvador Allende y el cubano Osvaldo Dorticós. La dictadura saliente, presidida por el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, no había querido invitar a los cubanos y los vietnamitas, peroCámpora había ido al Aeroparque Jorge Newbery a saludar a Dorticós con todos los honores, como lo ordenaba en un télex el propio Perón: “Usted debe recibirlos y agasajarlos oficialmente como se merecen: son amigos leales”.
Washington, que miraba con profunda desconfianza el retorno del peronismo al poder tras 18 años de proscripción, había destacado al secretario de Estado adjunto, el cauteloso William Rogers. Entre la numerosa comitiva del alto funcionario venía, en calidad de “asesor económico”, el futuro jefe de la CIA, William Casey.
El general que está solo
y espera
Mientras el “compañero presidente” se disponía a prestar el juramento constitucional, el presidente de facto apenas podía ocultar su irritación y amargura ante ese ruidoso traspaso del poder que lo sacaba de la escena: su viejo enemigo, Perón, contra el que había complotado y perdido en 1951, le había ganado nuevamente la partida. En 1955, cuando salió de la cárcel en el sur para hacerse cargo del Regimiento de Granaderos a Caballo, pensó que lo habían derrocado para siempre. En 1971 tuvo que admitir que el exiliado era más popular que nunca y comenzó a maquinar una estrategia para comprar al líder justicialista y llegar a la presidencia constitucional con los votos peronistas. El general con votos coqueteó con el general con botas para ganar espacios de legalidad y luego lo fue encerrando con una estrategia que incluía alianzas políticas, movilizaciones, huelgas y acciones directas a cargo de “las formaciones especiales”, que acabaron por dejar sin aire al aristocrático jefe de la Caballería.
Por la mañana, el arrogante “Cano” había paseado su imponente humanidad en la ceremonia tradicional de todos los 25 de mayo. Los manifestantes, irritados por la provocativa presencia militar, les gritaban “ya van a ver, ya van a ver, cuando venguemos los muertos de Trelew”. Los policías militares sacaron las armas de sus cartucheras y abrieron fuego. Al finalizar la movilización se contabilizarían treinta heridos de bala, entre ellos un niño.
No sería el único incidente sangriento de la jornada: al comienzo de la tarde, jóvenes peronistas insultarían al almirante Coda y sus custodios responderían a balazos provocando dos muertos. Uno de los muchachos caería envuelto en la bandera que alzaba. Por la tarde el dirigente juvenil Juan Carlos Dante Gullo le mostraría el lienzo ensangrentado al “compañero presidente”.
A Lanusse, encerrado en el “despacho chico” que se había hecho construir, le preocupaba la masividad de la manifestación –algunos cronistas llegarían a calcular después medio millón de personas– y el repudio unánime a todo lo que portara uniforme. La muchedumbre había hecho correr a la banda de música de la Escuela de Mecánica de la Armada y se había trepado sobre carriers del Ejército diciendo simplemente: “Ahora mandamos nosotros”. En algún momento se hizo evidente para el poder que se iba y para el poder que llegaba que no existía la menor posibilidad de llevar a cabo el tradicional desfile de las tres armas.
El sobrino del general Justo, el hijo de la vieja oligarquía que Rogelio García Lupo denostaba llamándolo “general de ganadería”, recibía informes cada vez más inquietantes mientras esperaba en su rincón, acompañado por el general Jorge Calcagno, el nuevo comandante en jefe designado por el presidente Cámpora. Cuando su exasperación llegó al límite mandó buscar al doctor Esteban Righi, que horas después juraría como ministro del Interior del gobierno democrático, para decirle que debía ordenar la represión a las fuerzas policiales. Righi se negó en redondo, argumentando que le correspondía al gobierno en ejercicio asegurar que el traspaso de mando se produjera sin incidentes. Pero esa tarde el orden, curiosamente, no sería asegurado desde el palacio como solía suceder, sino desde la propia calle.
Un discurso muy actual
En el recinto, al que llegaba el bramido oceánico de la multitud, Héctor Cámpora leía su histórico discurso ante legisladores, jefes de Estado e invitados especiales. Algunos tramos parecen escritos en este 25 de mayo de 2003:
“La Argentina se ha convertido en un campo de saqueo de los intereses extranjeros. Al tiempo que los empresarios nacionales se hayan postrados, jaqueados por la quiebra y por la desigual competencia de los monopolios, el Estado asiste impávido al triunfo de lo extranjero sobre lo nacional.”
“El ahorro de los argentinos dejó de estar al servicio del crecimiento propio, del sostenimiento de la empresa nacional y de la multiplicación de las fuentes ocupacionales. La captación del ahorro nacional por sucursales de los bancos extranjeros aumentó notablemente, y bancos de capital argentino pasaron a ser controlados por compañías extranjeras.”
“Tenemos así al desnudo una de las facetas de la dependencia. El control del sistema financiero por el interés externo determina que los planes de expansión de la economía argentina y los planes sociales de asistencia popular, queden rezagados a favor de la penetración del capital extranjero. Se plantea así, por una parte, la escasez del ahorro interno para financiar el desarrollo y, por la otra, ese magro ahorro va a incorporarse al capital de giro de empresas no nacionales que eluden traer recursos financieros genuinos. En la cúspide del sistema, los argentinos estamos financiando a las grandes corporaciones multinacionales, el poder de las cuales es, a veces, superior al del propio Estado. Todo ello se agrava con el elevado monto de la deuda externa y la sangría en divisas que significa, año tras año, solventar el servicio de la misma.”
“El hombre argentino sabe, en carne propia, de la explotación a que es sometido por el régimen. Mientras avanzaban la concentración de la riqueza, la desnacionalización de nuestra economía y el endeudamiento, la participación de los asalariados en el ingreso nacional disminuía drásticamente.”
“Los monopolios y las oligarquías fueron los beneficiarios directos de esta explotación del trabajo humano. De la misma manera los beneficios de la mayor productividad del trabajo no fueron a manos de los trabajadores. Por duro contraste, la productividad del trabajo aumentó y los salarios reales descendieron. Lo que sí creció fue la desocupación.”
“Este país debe retornar al camino de su grandeza. Ello no puede ser la obra de sólo una fuerza política aunque sea mayoritaria. Puede y debe ser tarea de todos, pues no cabe disenso en la opción entre construir la Patria grande o admitir la Patria sojuzgada.”
“(...) Somos conscientes de las dificultades del proceso. Cada medida transformadora que adoptemos habrá de levantar las resistencias de los intereses que, desde afuera y desde adentro, se oponen a la política de cambio.”
“(...) Prometemos al país un camino en el cual la voluntad de todos los argentinos, vengan de donde vinieren, piensen lo que pensaren, tengan el pasado que tuvieren, se temple en la batalla por un futuro de independencia económica y justicia social.”
“Esta multitudinaria confluencia de voluntades conforma un caudal revolucionario, y es promesa y certidumbre de liberación nacional.”
“Sólo quedarán marginados aquellos que ponen su interés personal por encima del interés de la Nación. Aquellos que sirven de puente para la penetración colonialista. Aquellos que son servidores genuflexos de los monopolios apátridas. Aquellos que lucran con la entrega del país y aquellos que son instrumentos de la perpetuación del privilegio”. Cámpora duró cuarenta y nueve días en la Presidencia, en el medio le produjeron la masacre de Ezeiza. Treinta mil argentinos desaparecieron para siempre. El país perdió treinta años y se rezagó, en la miseria y el dolor, hacia los tiempos decimonónicos: los tiempos del cólera. Treinta años más tarde, los sueños de ese hombre bueno y humilde que llegaba a la Presidencia diciendo la verdad y “sin usar al pueblo como estribo para escalar el poder” tienen más vigencia que nunca.
La JP restablece el orden
Una historiografía nada inocente, una crónica periodística al servicio de “los servidores genuflexos”, ha pretendido presentar el 25 de mayo de 1973 como el punto de arranque de “la violencia irracional”, como el bautizo del pretendido demonio ultraizquierdista. La verdad histórica no tiene nada que ver con ese Billiken para fascistas con que han intoxicado a la opinión pública.
Algunas crónicas redactadas en ese mismo momento corroboran que ésta no es una afirmación sesgada por la subjetividad. Mario Diament, que entonces integraba la planta del diario La Opinión y no simpatizaba precisamente con Montoneros, escribió en la edición del día 26 de mayo:
“En el momento en que la acción de las fuerzas represivas amenazó con desatar una ola de pánico de consecuencias imprevisibles, la serena actitud de los dirigentes de la Juventud logró controlar la situación. (...) Quienes debían desfilar para marcar la significación del día no eran militares, era esa juventud madura, consciente, política, que hizo posible que la Argentina recobre su lugar entre los pueblos del mundo que tienen capacidad de dirigir su propio destino”.
Diament, que actualmente escribe para La Nación desde Miami, aludía al hecho central de aquel 25 de mayo: el restablecimiento del orden en la Plaza por parte de los principales dirigentes de la JP, como Dardo Cabo, Leonardo Bettanin, Juan Carlos Dante Gullo, Jorge Obeid, Ismael Salame, Guillermo Amarilla.
Al mediodía se hizo evidente que Cámpora y Solano Lima no podrían desfilar en el coche presidencial desde el Congreso hasta la Casa Rosada como estaba previsto en el protocolo de ceremonial. Para llegar, tendrían que ir en helicóptero.
También resultó claro que los invitados a la ceremonia no podrían acceder fácilmente a la Casa de Gobierno. Este cronista, que estaba en el interior de la Rosada, fue testigo de una escena colosal, digna de una película de Einsenstein, cuando la ola humana comenzó a presionar sobre los altos portones que dan sobre la explanada de la calle Rivadavia, pretendiendo ingresar a “su” casa junto con los altos dignatarios enviados. Adentro, rodilla en tierra, una compañía de Granaderos a Caballo apuntaba sus armas hacia las hojas de acero entreabiertas. Tuvo que ser desarmada a los gritos por el ex teniente primero José Luis Fernández Valoni, actualmente diputado del cavallismo. También pudo presenciar cómo un desquiciado comisario de policía sacaba su pistola 45 y apuntaba hacia la muchedumbre que pugnaba por entrar. Ese inconsciente fue desarmado por los gritos inapelables del “Canca” Gullo. “Si hubieran disparado (él o los granaderos) –rememoró Gullo muchos años después– los ‘morochos’ entraban y quemaban todo. Si parecía una de esas películas como Gunga Din, donde pasan por encima de los que están tirando. Nadie sabe qué hubiera pasado entonces.”
No le falta razón: el momento era la encarnación exacta de la frase de Antonio Gramsci: el viejo régimen no alcanzaba a morir y el nuevo no alcanzaba a nacer. El poder picaba como una pelota solitaria frente al arco, mientras un presidente esperaba para irse y otro esperaba para llegar. Entonces, aunque no mediaba orden alguna de represión por parte del nuevo ministro del Interior, la Policía Federal cargó con furia sobre una multitud en la que había mujeres, ancianos y niños. Hubo una avalancha y las clásicas corridas por los gases y los tiros con balas de goma, pero los manifestantes, enfurecidos, volvieron sobre sus pasos e hicieron retroceder a los represores. Los dirigentes juveniles hablaron a los manifestantes desde el balcón del general, mientras abajo, tres mil cuadros con los brazaletes rojinegros de la JP formaban cordones para que los invitados pudieran ingresar a la Rosada. Los periodistas registraron una escena jamás vista: los policías que habían gaseado a la gente comenzaron a retirarse de sus posiciones, custodiados por Dardo Cabo y otros dirigentes juveniles que los preservaron de la ira popular.
A ese curioso fenómeno aludía la crónica de Diament.
Hasta un cronista de la revista Gente anotó en su libreta: “Por los altoparlantes se informó que la Juventud Peronista se encargaría en adelante de mantener el orden”. Lo cual no obstaría para que en los años siguientes, en crónicas y libros de fotos escritos al dictado de los servicios de informaciones, Gente y otras publicaciones de la misma laya pusieran el acento en los grandes carteles de Montoneros, que efectivamente dominaban el paisaje ardiente de la plaza. Para que destacaran aquella célebre pintada (“Casa Montonera”) garabateada con aerosol en uno de los muros del Palacio. Para editorializar sobre el “desborde subversivo” de aquella fiesta que, como muchas otras fiestas populares, sólo se tiñó con la sangre de los jóvenes manifestantes.
A la derecha liberal le había molestado el orden más que el desorden, la madurez antes que el delirio, y no tardó en comprender que ese fenómeno organizativo era muy peligroso. También lo entendieron sus aliados de la derecha peronista que comenzaron a diseñar, muy pronto, la cacería de brujas que iba a desembocar en la masacre de Ezeiza.
Mientras todos festejaban, un hombre muy sagaz, que también tenía ganas de festejar pero prefirió quedarse en su casa, rastreaba con su radio la frecuencia policial convencido de que allí estaban, listos para reprimir. En la calle las multitudes coreaban una consigna que también nos acerca al 20 de diciembre de 2001:
“Se van, se van, y nunca volverán”.
El hombre sabio, de pelos alborotados y anteojos de armazón gruesa que monitoreaba la radio policial, se llamaba Rodolfo Walsh.
“Libertad a los
combatientes”
Meses antes de aquel 25 de mayo, en medio de la accidentada campaña del Frente Justicialista de Liberación, el autor de esta nota pudo comprobar que el doctor Cámpora no era ese “gil de San Andrés de Giles” que ha vendido durante años la historia oficial. El que esto escribe era entonces secretario de prensa del Frejuli y estaba preocupado por las continuas provocaciones que procedían del poder y por los crecientes rumores sobre nuevos intentos proscriptivos por parte de los militares de la línea dura. En una charla informal en el edificio de Oro y Santa Fe, el veterano político tranquilizó al joven e inexperto militante: “No se preocupe, el 25 de mayo usted va a ver cómo Lanusse le pone la banda presidencial a su amigo Cámpora. No tienen espacio para otra cosa o este país vuela por los aires”.
La profecía se cumplió y Lanusse le tuvo que poner la banda. En un hecho inédito en la historia del país autoritario, Dorticós y Allende firmaron el acta de traspaso como testigos de honor. William Rogers, en cambio, no pudo llegar a la Rosada debido al acoso de los manifestantes. Un fotógrafo de Gente captó “la odisea menuda del embajador norteamericano, John Davies Lodge”, a quien la custodia asignada, preocupada centralmente por la seguridad de William Rogers, dejó “abandonado a su suerte”. El embajadorno tuvo más remedio que caminar hasta el Bajo para tomar un taxi. La embajada diría luego en un comunicado oficial que el señor Rogers se había “indispuesto” y por ese motivo no había concurrido a la ceremonia de transmisión del mando en el Salón Blanco. Por suerte para el embajador norteamericano, la calle ya estaba calmada por los jóvenes de los brazaletes.
Mientras Cámpora asumía la presidencia, el poeta Francisco “Paco” Urondo trabajaba en una celda de Villa Devoto grabando el testimonio de otros tres presos emblemáticos, los sobrevivientes de la masacre de Trelew Ricardo René Haidar, Alberto Camps y María Antonia Berger. A su alrededor, los otros presos políticos de la dictadura militar, pertenecientes a las distintas organizaciones guerrilleras, se preparaban para una libertad que presentían inminente. Aunque varios funcionarios preferían liberarlos a través de una amnistía decretada por el Congreso, pesaba sobre sus miembros la promesa realizada durante la campaña electoral, cuando la JP reclamaba que no hubiera un solo día con presos en el gobierno popular.
Cuando cesaron las actividades en la Plaza de Mayo, gruesas columnas de manifestantes se dirigieron a Villa Devoto “a liberar a los combatientes”. A esas horas, Rodolfo Walsh dejó de lado las escuchas y coincidió con el autor de esta nota frente a Villa Devoto, donde Juan Manuel Abal Medina se había subido al techo y hablaba a la multitud con un megáfono, alternando las arengas con llamadas telefónicas al ministro Righi para que esa misma noche firmaran el indulto.
La escena que presentaba la cárcel parecía un óleo de David: la multitud encrespada, el penal, geométrico y fantasmal contra el cielo negro, y en las ventanas de todo un sector, llamaradas que favorecían la ilusión óptica (e histórica) de una Bastilla ocupada e incendiada.
Cámpora firmó el indulto y los prisioneros salieron a la calle. Allí venía Paco Urondo, con el pelo largo, un saco azul gastado y en un bolso las grabaciones de la masacre de Trelew, que luego se convertirían en el libro La patria fusilada.
Cuando ya habían salido, algunos grupos desorbitados intentaron tirar abajo el portón y comenzaron los tiros de los guardiacárceles. Hubo otros dos muertos y varios heridos. Con Walsh y su compañera Lilia Ferreira concluimos el 25 de mayo transportando a un militante a un hospital.
Había felicidad, intriga y temor por el porvenir, pero sobre todo una sensación que sería barrida durante las dos décadas siguientes: la convicción de haber participado de la Historia. Con mayúsculas.

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