EL PAíS › OPINION

Cacerolas, representación y liderazgo

 Por Edgardo Mocca

Las marchas de protesta del 8 de noviembre fueron más numerosas que las anteriores del 13 de septiembre. El dato no es en sí mismo ni novedoso ni sorpresivo; es un producto del atractivo de una iniciativa exitosa y de enorme repercusión mediática. No indica necesariamente el vuelco de nuevos contingentes hacia una posición contraria al Gobierno, sino un mejor clima de movilización, un mayor entusiasmo en el interior de los sectores sociales ampliamente predominantes en la composición de estas acciones.

Un poco más significativo es, en cambio, el mayor grado de organización fácilmente perceptible en la puesta en escena de la protesta. Más moderación en las consignas que portaron los carteles y menos agresividad en los estribillos que se cantaron. Contra el lugar común tecnocéntrico que exalta el prodigio espontáneo del que son capaces los navegantes de las redes sociales, el hecho revela la existencia de formas muy concretas de dirección política del movimiento. La moderación, como se cansaron de aconsejar los “espontáneos” ámbitos donde se elabora el guión de estas manifestaciones, es necesaria para evitar la construcción de una imagen de odio e intolerancia factible de ser aprovechada por el Gobierno y sus adeptos. Nada que tenga por qué escandalizar a nadie: las nuevas configuraciones comunicativas pueden producir muchos milagros, pero no logran eximir a la acción política de la necesidad de contar con estructuras que las sustenten y les provean orientaciones generales. Claro que asumir la existencia de nodos centrales con roles de conducción en el idealizado universo de las redes sociales resulta incómodo para aquellos que construyen sistemáticamente la irreconciliable antinomia entre lo político como manipulación y lo espontáneo como expresión pura de la voluntad de “la gente”.

El repertorio de las consignas transitó, entonces, el último jueves el territorio de lo políticamente correcto. La libertad, la unión entre los argentinos, la democracia, el respeto por la ley ocuparon un curioso lugar en una manifestación claramente inscripta en una batalla cuyo único sentido conocido es la expresión del rechazo al gobierno nacional. Es decir, una movilización claramente antagonística, envuelta en el ropaje de valores abstractos, casi imposibles de contradecir desde la perspectiva de un ánimo de convivencia social civilizada. No faltó un cartel que rezara “basta de matar”, en lo que constituía de modo evidente un alegato dirigido a los autores de homicidios: el Estado puede, en el mejor de los casos, mejorar el nivel de protección de sus ciudadanos, pero de ningún modo eliminar el crimen. En el terreno de la demanda política sobresalió el reclamo contra la inflación y contra la inseguridad, en términos tan abstractos que difícilmente se pudiera estar en desacuerdo. En el mismo sentido, se demandó “libertad de expresión”, pero, curiosamente a pocos días de la fecha en que caducan las medidas cautelares tramitadas por el Grupo Clarín, no hubo ninguna mención a la ley de medios audiovisuales. Parece que los organizadores consideraron imprudente un encolumnamiento tan explícito con las huestes de Magnetto. Igual que, como decía Borges, el Corán no necesita de la presencia de camellos para adquirir color local, la marcha del jueves podía prescindir de una definición sobre la ley que estaba implícita en su contenido. Todo esto, claro está, no tiene sentido para quien siga creyendo que las marchas no tuvieron organizadores.

La gran pregunta sobre el 8N no es sobre el número de sus participantes, ni sobre su condición social predominante ni sobre el carácter organizado o no de su presencia: son muchos, su composición es de modo abrumadoramente mayoritario de clases altas y media-altas y el contenido de la actividad está organizado. El enigma es cómo impacta en el sistema político. En este punto, el sentido común mediático ha ido trazando su esquema interpretativo: se trata de una masa sin representación política, es necesario que surja un liderazgo que pueda expresarla y dirigirla. Algo así como un movimiento por etapas en la que a la iniciativa “espontánea” se van agregando las condiciones necesarias de representación y liderazgo. Por el tono de las expresiones que pudieron recogerse en la calle –contrariando la orientación de los organizadores de no hablar con el periodismo para no prestarse a la manipulación kirchnerista de sus dichos– la cuestión de la representación y el liderazgo de los movilizados no se presenta tan sencilla ni tan evolutiva. Lo que luce como el punto de unión más verosímil del estado de ánimo de esas multitudes es un ánimo de sospecha respecto de la política. Un rechazo que no es fácil atribuir a la falta de correspondencia de sus reclamos con el discurso público de la oposición: todo el universo antikirchnerista habla un lenguaje muy parecido al de los manifestantes a los que nos fue dado escuchar. Se oponen a la reforma constitucional y a la re-reelección, fogonean el clima de la inseguridad ciudadana, se rasgan las vestiduras con el problema de la inflación, agitan la cuestión de la corrupción en sus episodios reales, más o menos reales, o fugazmente inventados por algunos medios de comunicación, hablan del aislamiento argentino del mundo... No hay ningún desajuste importante a la hora del diagnóstico de las calamidades que estaríamos viviendo y, a pesar de eso, ninguno de los líderes opositores aparece hoy en condiciones de ejercer un liderazgo real sobre el movimiento.

Es que la cuestión del liderazgo aparece reducida a algo así como una tarea de selección de personal empresario, analogía que borra lo específico de la política. Liderar un proceso político es establecer un corte, construir un límite, un recorte de las fuerzas que actúan en una situación concreta. No alcanza para conseguir el sitio del liderazgo, el propósito de agregar aritméticamente voces diferentes que en su suma mecánica inclinarían la balanza en una dirección determinada. Justamente en la palabra “dirección”, en su pluralidad de significados, parece radicar una clave del problema: no hay una dirección dada del movimiento de la marcha hacia la cual tenga el líder que ponerse al frente. No hay una hoja de ruta a cuyo frente haya que colocarse. El líder es el que puede crear esa hoja de ruta. No, claro está, crearla de la nada sino a partir del material que la propia masa provee de modo inorgánico. El liderazgo es un atributo de la hegemonía. Significa la voluntad y la capacidad de construir rumbos, de fijar estrategias y tácticas, de establecer la amplitud y los límites de la unidad a alcanzar. El líder no tiene temor a cortar el cuerpo de la política: no busca el equilibrio mecánico de todo el arco de fuerzas que potencialmente puede seguirlo; más bien pone en tensión ese arco, de modo tal de asegurar las condiciones para dirigir al conjunto. El líder –esto es lo básico– no puede depender de ninguna fuerza ajena para establecer las consignas y los tiempos: es políticamente soberano o no es.

El país vive un liderazgo político específico; es el que nació del vacío y la confusión de nuestro comienzo de siglo. El kirchnerismo es el emergente hegemónico de la indignación de otras cacerolas, de aquellas que en diciembre de 2001 confluyeron con otras urgencias de otros sectores sociales golpeados por el múltiple derrumbe del neoliberalismo. Con el heterogéneo material que proveía la indignación del ahorrista de clase media estafado por el corralito y la desesperación del desempleo y las carencias básicas construyó el fundamento discursivo de su emergencia política. No hizo la suma mecánica de las muchas crisis que estallaron dentro de la gran crisis –la de la moneda, la de la producción, la del federalismo, la del orden político, entre tantas otras– sino que acudió al patrimonio de una añeja tradición política, el peronismo, para darle una inteligibilidad práctico-política a la crisis general. Es decir, no una interpretación académica ni tampoco una simple carta de reivindicaciones sectoriales, sino un relato histórico-político, capaz de darle sustento a una política de reparación de la emergencia y, a la vez de nutrirse de la experiencia transformadora, pensada, cada vez más, como parte de un proceso regional y mundial.

Ningún liderazgo es eterno. La historia, tarde o temprano, los agota, los supera y los sustituye. Pero la sucesión de liderazgos no es un acto arbitrario. Un nuevo liderazgo presupone un nuevo proyecto de país. Un proyecto que puede nacer solamente desde el reconocimiento del país real sin las anteojeras propias de la exaltación de los intereses particulares. Por ahora el movimiento de masas opositor carece ostensiblemente de esa brújula. Luce mucho más capaz de contribuir a la generación de climas de inestabilidad, funcionales a determinados grupos empresarios, que a constituirse como un gran actor colectivo de la democracia. Para el Gobierno, su emergencia es una gran oportunidad para mejorar sus dispositivos políticos y culturales en busca de su autosuperación.

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