EL PAíS › OPINION

Una reforma en proceso

Un debate profundo, la primera virtud de la reforma. La postura opositora, entre el silencio y el statu quo. Se vota en el Consejo, una polémica con historia. Los avances indiscutidos y las molestias de la Corte. Lo que falta en los proyectos oficiales: el servicio a los ciudadanos y el juicio por jurados. Reflexiones sobre avisperos y tableros pateados.

 Por Mario Wainfeld

“Cuando se sabe qué va a pasar es que no va a pasar nada.” Fútbol, dinámica de lo impensado.
Dante Panzeri

La polémica pública sobre el Poder Judicial, que incluye un principio de cisma entre sus cuadros, es la derivación más virtuosa del planteo de “Democratizar la justicia” lanzado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en diciembre de 2012. Hablar de “Justicia” es un impropio lugar común, compartido por tirios y troyanos: de un poder del Estado se trata, no de algo que casi nunca se logra en los Tribunales.

La respuesta sectorial sacudió el silencio corporativo. Sacó a jueces, fiscales y funcionarios judiciales del cono de silencio, catalizó un fascinante estado de asamblea. El primer saldo memorable ya se insinúa. Una revuelta cultural, un desafío inmenso y promisorio. Cuestionar a los popes del derecho y la magistratura, poner en entredicho su arrogancia, su jerga críptica, su caja de herramientas aristocráticas, sus privilegios antirrepublicanos, la elusión impositiva, la distancia con la gente del común. El oficialismo abrió una caja de Pandora en un cementerio privado, he ahí su mayor mérito. Muchos integrantes del Poder Judicial, abogados y estudiosos (para nada autómatas, esbirros o seguidores sin pensamiento propio) intervienen en el juego que, a fuer de democrático y pluralista, no tiene un final definido de antemano.

Desde la vereda de enfrente se propone el quietismo, la resignación absoluta al penoso statu quo. Se acusa al kirchnerismo de buscar ventaja política, que es proceder habitual de cualquier partido democrático. Sus adversarios, contradictoriamente, hacen centro en un argumento de oportunidad: recusan cualquier cambio (aun aquellos que consideran pasables o necesarios) alegando que el kirchnerismo sacaría rédito de ellos. Se resignan o se entusiasman con un programa conservador (o paralizante) al extremo por temor a que el kirchnerismo tenga más muñeca o poder que ellos. Las reformas virtuosas, según este discurso, deberán esperar hasta que el contingente oficialismo sea vencido en las urnas. El daño se considera menor a un virtual aprovechamiento del kirchnerismo. Son puntos de vista, acaso encubridores de un conservadurismo que no se franquea.

En paralelo, los medios dominantes y la oposición auguran una catástrofe electoral inminente del Frente para la Victoria (FpV). Y, al mismo tiempo, vaticinan que se quedará con una mayoría avasallante en el Consejo de la Magistratura merced a esos votos. No es un relato muy coherente que digamos, lo que tal vez explica que se enuncie a voz en cuello, para disimular.

Vamos a por otra incongruencia. Los senadores opositores se quejan porque no se abre el debate de los proyectos enviados por el Ejecutivo al Congreso. Y ratifican su profecía, hurtando el cuerpo. Ya lo hicieron con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LdSCA), siguiendo directivas expresas del Grupo Clarín. Fue un papelón, improductivo por demás. Los diputados de la oposición, atinadamente, ya discuten si no es más sistémico y racional discutir en comisiones y recinto. Ojalá prime el tino y sumen sus razones a la controversia, que siempre esclarece, aunque no consigan frenar las leyes.

El oficialismo suma su ración a la estridencia de la polémica con apologías exorbitantes sobre un conjunto de leyes de dispar valuación que son insuficientes.

Los integrantes de “Justicia legítima” se siguen autoconvocando y reuniendo. Sus próximos pasos, si son coherentes, serán “ir por más”. Validar lo que suman los proyectos que ya tienen estado parlamentario y remarcar que, para ese cambio cultural y político, sigue faltando lo esencial.

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Un Consejo indefendible: Para analizar las modificaciones al Consejo de la Magistratura es forzoso recorrer su breve y frustrante historia. La Constitución de 1994 lo creó, resultó un Frankenstein, errático y torpe: jamás funcionó bien. Desactivar esa quinta rueda del carro, un injerto de la experiencia europea, exigiría una reforma constitucional. Esa perspectiva es entre difícil e imposible en la actual correlación de fuerzas y (tal parece) en la que dejarán las elecciones de octubre. Así las cosas, hablando del tablero real para variar, sólo quedan como recurso disponible las reformas legislativas. Se trata, convengamos, de ensayo y error. El anterior intento kirchnerista no produjo un Consejo dinámico y eficaz. Entre otras variables, apunta con agudeza el joven jurista Lucas Arrimada, “implicó que la Corte concentrara (o retuviese) más poder del que constitucionalmente le corresponde administrar, debilitando –aún más– al Consejo de la Magistratura”. Dicho en idioma llano, tan exótico al universo de las togas: antaño se puso en manos del Tribunal (o por ser más precisos de su presidente Ricardo Lorenzetti) una caja interesante. Un presidente re reelecto, con caja, es siempre un actor poderoso. El proyecto que entró al Congreso quiere revitalizar al Consejo en ese aspecto. Corre un eje de poder público, lo que escuece a los cortesanos aunque nadie lo sincere. Hablar de plata y de su relación dialéctica con el poder es feo y poco refinado, sobre todo para quienes dominan el escenario.

El oficialismo quiere politizar el Consejo, al cronista esa iniciativa le parece válida y hasta lógica. Designar y remover a los jueces fue siempre una función política en la tradición argentina y en muchas otras. El recurso al voto popular es novedoso y por lo tanto es un enigma cómo resultará. “Lo que hay”, el término concreto de comparación, es decepcionante.

En la experiencia comparada hay ejemplos con ciertas similitudes. Por ejemplo en España, el órgano similar se llama “Consejo Superior del Poder Judicial”. Sus integrantes son todos abogados. Su mecanismo de integración es acaso demasiado intrincado para esta reseña pero se puede subrayar que salvo el presidente (que es el titular de la Corte Suprema) son elegidos por las dos cámaras del Parlamento, por un método indirecto. Hay propuestas de corporaciones en algunos casos pero lo que dirime es la votación de los parlamentarios, con mayorías muy exigentes (tres quintos del total). El Consejo, chimentan por ahí, funciona a disgusto de casi todo el mundo.

La votación popular, en principio, enaltece. Al cronista no le da asquito y le parece más representativo en tendencia que una camarilla de pocos miles de letrados, por lo que pide disculpas. La intervención ciudadana no es garantía de eficiencia, pero compite con la nada misma. Las alertas sobre una ofensiva feroz e inminente deberían ser teñidas con un baño de realismo. La reforma, seguramente, deberá pasar la prueba ácida de demandas de inconstitucionalidad, como la padece la LdSCA. En el Foro no se niega a nadie un vaso de agua, un faso, una cautelar o una sentencia berreta de inconstitucionalidad. El itinerario, cabe inferir, será largo. En el mejor de los casos para el oficialismo, comenzará recién en 2014, al borde del final del mandato de la presidencia.

Sumar académicos no letrados es un añadido original. Se trata de personas versadas y no del craso populacho, no se capta por qué tanto encono, si el furor no es mero reflejo corporativo. Si se lee en proyección y con un mínimo olfato político y cultural: no será tan sencillo que esos consejeros actúen como soldados al servicio del oficialismo “de turno”. Pensar que psicólogos o científicos afamados tengan la disciplina partidaria de un Carlos Kunkel o un Gerardo Morales es muy aventurado, insinúa este cronista.

Para redondear, retocar al Consejo es imperioso. La Constitución acota el marco de reformas posibles. Apostar al cambio es la única vía posible. El tiempo discernirá si el forzado y estrecho camino elegido fue funcional. Tal vez el saldo sea imperfecto, pero es bien posible que no sea el Apocalipsis o la dictadura revivida. No lo fueron la eutanasia de las AFJP, los canjes de la deuda pública, la reestatización de YPF, la “malvinización de las relaciones internacionales”. Habrán sido buenas, regulares o malas, cada quien dirá. Pero ninguna fue el fin del mundo.

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A vuelo de pájaro: Las propuestas del Ejecutivo no pueden ser desmenuzadas en una sola columna. Por eso, se repasan las demás a vuelo de pájaro, para reingresar en ellas en otras notas.

Las referidas a la democratización para el ingreso a la carrera judicial son un logro. Habrá que ver cómo se implementan para redondear el juicio favorable. También lo son las reglas referidas a mejorar la información y a transparentar la evolución patrimonial de los servidores públicos. A los magistrados no les agradan ni medio tamaños pasos adelante: los visibilizan y les recortan poderes internos. Pero no tienen cómo alegarlo y entonces callan o se suman, monosilabeando, a los merecidos plácemes.

Hasta acá llegan, a su ver, las normas que innovan tomando riesgos, regulando situaciones, instituciones o prácticas que son regresivas en sesgo. O sea, el costado virtuoso de las reformas.

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El efecto rebote: La restricción a las medidas cautelares es un reflejo defensivo frente a abusos conocidos y chocantes. “Todos” los reconocen, la discrepancia se centra en los plazos y restricciones fijadas. Se excluyen las medidas para demandas que conciernan a la vida, la libertad, la salud, derechos alimentarios o ambientales. Con esas excepciones, el cronista no atisba una inconstitucionalidad gruesa y general. Los jueces pueden mantener cautelares durante un año: no es un lapso irrisorio. Pero es bien factible imaginar juicios particulares (no de corporaciones poderosas) en los que las nuevas restricciones importen una denegación de justicia. Es un proyecto de virtud dudosa, por ser piadoso.

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El flanco ausente: El flanco más débil o, mejor, ausente son medidas referidas al acceso a los tribunales de los ciudadanos de a pie. Los pleitos contra el Estado tienen gran importancia política, pero el gran escenario de la Justicia son los juicios de ciudadanos comunes. Un consenso bastante extendido muestra que los juicios son disfuncionales y caros. Que los trámites escritos y largueros priman sobre la oralidad, que debería ser la regla. Que faltan tribunales de cercanías para asuntos de baja monta. Que hay abusos de prisión preventiva (66 por ciento de los presos en la provincia de Buenos Aires son procesados sin condena). Que el juicio por jurados (sin ser una solución mágica) sería una forma genuina de acceso de los ciudadanos al Poder Judicial, empoderados como protagonistas. Que, hoy y aquí, hay demasiados juzgados vacantes u ocupados por jueces subrogantes, lo que ralenta al paroxismo los trámites. El Ejecutivo, que está en mora con los nombramientos, es principal responsable de la falencia.

Este punteo parafrasea, con criterio propio, una de las mejores notas publicadas en estos días. La publicó el jurista Alberto Binder en el portal mdza on line. Se titula “Promesas grandes, plan pequeño”. El cronista no comparte plenamente el escepticismo del enfoque ni lo discutirá. Pero destaca la calidad del análisis. Sugiere su lectura íntegra. Citemos un párrafo, distante del ditirambo o de la desolación republicana: “El plan que ha presentado el Poder Ejecutivo nacional es una versión pobre, escuálida y timorata de ese proyecto. La reacción de la oposición es previsible, funcional al empobrecimiento del debate y sin muchas ideas. La sociedad se queda, en consecuencia, sin chicha ni limonada”.

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Gente que busca gente: El cronista, que fue abogado y aprendió mucho de derecho penal siendo periodista, asume que estos temas son áridos y difíciles para divulgar. Los especialistas repudian las simplificaciones, los lectores promedio abominan contra la jerga y el internismo de los “letrados”. En pos de trazar un puente acude a ejemplitos sencillitos, apenas imaginarios.

La causa Clarín es importante, por ahí esencial, pero no es lo único que ocurre en el Foro. Es un juicio de una corporación contra el Estado, todos los que actúan son profesionales.

La sal de los tribunales vive en otros pleitos, protagonizados por gentes sencillas. Como, digamos, “Kramer contra Kramer”. Una pareja que se divorcia, afronta problemas con los hijos y el patrimonio. Necesita jueces atentos y humanos, decisiones veloces plenas de sensibilidad. Tal vez asesoramiento de especialistas. Presteza y calidad. No abundan.

O, ya que estamos, “Argañaraz contra McDonald’s”. Un laburante echado de una multi que crea un régimen especial, a menudo ilegal, bien amañado en lo formal. La asimetría de las partes se agrava si el juicio se alarga: facilita que la patronal (y a menudo el Tribunal) chantajeen al acusado ofreciéndole la opción del mal arreglo contra un juicio eterno. Los tribunales nacionales del Trabajo están a un tris de colapsar por falta de nombramientos. Adivinen quién gana en ese contexto.

O, imaginemos, “López contra ART avara”. El trabajador se enferma o accidenta, la ART le liquida una incapacidad menor a la real. López está apretado: o acepta la capciosa oferta o tendrá por delante un largo proceso, de resultado incierto. De acuerdo con una ley reciente, deberá competir de visitante ante los tribunales civiles, un referí sospechado de bombero. El Gobierno denuncia con razón que hay fueros que favorecen indebidamente a una de las partes y defiende al Estado de esas contingencias. Pero en paralelo, desguarnece a un trabajador sometiéndolo a un fuero individualista y pro patronal en consecuencia.

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“Justicia” para pobres: Las contiendas entre particulares son un mundo, un hito en la vida de cualquier persona. Quienes han transitado sus pasillos oyeron “n” veces “jamás entré a Tribunales”, dicho por personas forzadas a hacerlo. Seguramente lamentarán el debut: serán desdeñados, maltratados, desoídos, invisibilizados y se retirarán insatisfechos. Las propuestas del Ejecutivo nada abordan ese universo, que es la sal y la pimienta del servicio judicial: los ciudadanos, que votan y que requieren satisfacción de sus derechos.

En las causas penales, supone el cronista no especializado, los acusados o las víctimas litigan a menudo contra el Estado, contra la máquina que combina jueces, policías, fiscales y una prensa salvaje. Cargos amañados, pruebas dibujadas, aislamiento del acusado. En ese territorio, los pobres pierden. Su libertad es un bien poco valioso. Su tiempo, un factor ignoto.

No ha de ser casualidad que la mayoría de los participantes en “Justicia legítima” estén ligados al derecho penal.

Que el pueblo sea el sujeto central en la democratización de la Justicia no depende sola ni esencialmente de los megajuicios contra el Estado ni de las medidas cautelares, ni de avances en la formación de los elencos, que llevarán años.

Sí de la batalla cultural que comienza, de la erección de nuevos juzgados, de códigos procesales que propendan a la celeridad y la inmediación (jueces que vean a las partes y no se escuden en la actividad de los empleados).

Las nuevas Cámaras de Casación merecen un abordaje complejo. Pero hay un hecho indiscutible: prolongarán la duración de las causas. Todo lo contrario de lo que requiere un sistema plagado de papel y de recursos que eternizan los trámites.

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Juego abierto: La frase de Panzeri, en rigor una cita del filósofo español Julián Marías, alude a una característica del kirchnerismo: la propensión a patear avisperos, a remover aguas estancadas, a arriesgar en los cambios. El futuro, en una sociedad poliárquica y movilizada como la argentina, jamás se conoce. La cuestión es mover el tablero e intentar conducir desde la primacía política.

Cuando el entonces presidente Néstor Kirchner cambió la Corte menemista por la actual, prefirió los eventuales costos de la innovación a la certeza. Pudo haber designado jueces con formación y con “cultura política” más afín con el Gobierno. Digamos, como León Arslanian o, para otro “palo” Ricardo Gil Lavedra. O como lo fue Juan Carlos Maqueda, para el ex presidente Eduardo Duhalde. Son figuras valorables, más predecibles que las actuales. Kirchner, es casi seguro, esperaba de los nuevos cortesanos más afinidad pero optó por arriesgar con la novedad. Líder nada ingenuo, ansiaba otro desarrollo pero no podía ignorar a lo que se exponía.

Como con la ley de medios, el matrimonio igualitario, la muerte digna, el Gobierno se hizo vanguardia de demandas existentes, promovió el debate.

Las consecuencias posteriores no están pautadas ni dependen solo de la voluntad oficial.

Las propuestas que hemos sobrevolado defraudarían si fueran el final del camino. Es más lógico tomarlas como parte de un proceso que suma protagonistas, demandas, contradicciones. La sociedad civil y los sectores del Poder Judicial que han salido a escena ayudarán a definir lo que vendrá. Pueden, deben y desean hacerlo. El cambio recién empieza.

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