EL PAíS › OPINIóN

Eso de la pausa del Mundial

 Por Eduardo Aliverti

Un criterio unánime, incluso entre quienes no son futboleros, señala que, de piso, el Mundial impone una pausa. Y no parecen ser pocos los que se animan a afirmar que el destino de la Selección argentina habrá de tener relación con el del Gobierno. Una relación directa o indirecta, coyuntural o alargada, consciente o inconsciente, pero relación al fin.

Ambos criterios, el de la pausa y el del enlazado entre suerte futbolística y política, se reiteran en forma calcada cada cuatro años. Entre los argentinos fue siempre así, o casi. La novedad es –o semeja ser– entre el gobierno de Dilma Rousseff y el malhumor de su pueblo, también dicen o parece que en una porción gruesa. Como si fuera poco para alentar teorías conspirativas, 140 millones de brasileños elegirán el 5 de octubre próximo quién presidirá el país hasta 2019. Los medios opositores del vecino, cuyo grado de concentración transforma en alfeñique al que rige en Argentina, agigantan hasta límites de suspicacia las protestas sociales contra el despilfarro económico del Mundial. El colega brasileño Eric Nepomuceno escribió para Página/12 la columna “¿Qué es lo que pasa en Brasil?”, el 13 de mayo pasado. Refería a la huelga de conductores de colectivos habida el jueves anterior en Río de Janeiro. La ciudad quedó paralizada, con 473 ómnibus apedreados por un grupo de 300 empleados que contrariaron la decisión de su sindicato. Un escenario análogo se dio en estos días con el paro de trabajadores del subte de San Pablo, que motivó embotellamientos más impresionantes que los habituales en una ciudad donde, de por sí, el uso del transporte es una experiencia metafísica. El gobierno paulista está en manos de la oposición conservadora, y el sindicato lo maneja un partido de esas izquierdas que gustan denominarse revolucionarias. Son unos 1500 trabajadores de una de las urbes más grandes del mundo. La huelga afectó solamente a las tres líneas estatales. La restante está concesionada a privados y no fue alcanzada por el paro. Nepomuceno decía que los grandes conglomerados de comunicación destacan, con énfasis cada vez mayor, tanto la violencia urbana (ligada a la criminalidad narco) como la irritación extendida a todo el país. Esos medios son unísonos en sus críticas al gobierno de Dilma y al PT, e insisten “de manera enfermiza en disparar señales de alarma que luego resultan infundadas o exageradas”. Y agregaba, sólo para ejemplificar, que “algo raro pasa cuando 300 empleados paralizan (de un día para otro) los colectivos de una ciudad (Río) de cinco millones de habitantes; cuando los diarios alardean de lo que no existe; cuando la violencia criminal brota como brotan los hongos en el bosque después de la lluvia. Algo muy raro”. Tras dos gobiernos de Lula y uno de Dilma, quien va ahora por la reelección, el Partido de los Trabajadores totalizará más de una década de poder, en la que unos 40 millones de brasileños fueron sacados de la pobreza estructural e incorporados a estándares de vida de clase media y media-baja. Es cierto que esa vida mejoró mucho más adentro que afuera de la casa, en un país-continente con graves deficiencias en infraestructura, salud y educación públicas, políticas de vivienda. Pero lo hecho supera la perspectiva más optimista que pudiera haberse imaginado, en una sociedad que todavía pone en cuestión relaciones esclavistas, y al cabo de una dictadura de más de 20 años, cuya burguesía fue sindicada como desarrollista, aunque jamás se haya propuesto niveles mínimos de inclusión social. Efectivamente, en Brasil pasa algo muy raro –o quizá muy obvio– si toda la derecha, con sus medios de comunicación en la cima del podio, se junta para denunciar corruptelas. Y para alentar que la gente rompa todo, a menos de cuatro meses de elecciones presidenciales.

Entre nosotros, la dichosa pausa que impone el Mundial llama a poner lupa en cuánto de trascendencia popular tienen los temas centrales –ventilados hasta agotar, por alguna prensa– que entran en hibernación durante el mes de la cita ecuménica del fútbol. Graciela Caamaño, diputada de habitual enfrentamiento contra el Gobierno y hoy ubicada en la cajita feliz de Sergio Massa, dijo que en la calle nadie habla de la situación judicial de Amado Boudou. Sostuvo, y habría de suscribírsela, que únicamente importan la inflación y la inseguridad. Caamaño no es lo que se dice un referente opositor de primera línea. Pero sus declaraciones sirven para subirse a la pregunta de si acaso el estadío judicial del vicepresidente, los embates que sufre, y la defensa que él sostiene con mayor o menor credibilidad, no serán un asunto de microclima entre Clarín/La Nación/Perfil y sus contendientes. ¿Es el affaire Boudou un caso de clamor popular? Y vaya si antes que eso, porque tampoco es cosa de otorgar a lo que le interesa a “la gente” un carácter de sentencia religiosa: ¿lo que se dictamine sobre inocencia o culpabilidad de Boudou cambiaría en algo aquello que las grandes franjas populares ya estiman acerca del global del kirchnerismo, a favor o en contra? La pausa también impondría sus condiciones a lo que establezca la Corte Suprema de los EE.UU. en el litigio de unos buitres financieros contra Argentina. ¿Cuánto de trascendente es, como para que el desarrollo del Mundial pueda relegar lo que digan los supremos del Imperio? No está diciéndose que no sea importante. Está ensayándose que podría no serlo tanto, o no tanto como para que sea improbable pilotear un fallo adverso. Si fuera lo contrario, si de ese dictamen dependiera el rumbo nacional, no habría pausa mundialista que valiera.

En cuanto a la relación entre resultados futbolísticos y macropolítica, no hay ningún antecedente que dé la razón a los gustosos de esa conjetura. Está claro que Alejandro Sabella no goza de las simpatías del establishment, no ya del periodismo deportivo sino, directamente, de las corporaciones mediáticas opositoras. Su cercanía ideológica con el Gobierno logró que lo denuesten de modo marcado, más por eso que por las dudas enormes respecto del arquero, la defensa y el desequilibrio entre mediocampo y ataque. Sabella no merece, ni de cerca, ser acusado de acomodaticio. Cualquiera que repase archivo se encontrará con que siempre fue un hombre de posturas progresistas. Pero lo determinante es la frivolidad de suponer que, por su cercanía al kirchnerismo, el Gobierno recibirá un duro golpe si a la selección le va mal. Y el favor de los dioses si termina viento en popa. En 1978, a juicio de este periodista, fue repugnante adherir a la organización del Mundial de la dictadura y a la propia conquista del equipo argentino. Pero lo sobrevenido, en efectividad conducente, distó de tal apreciación moral. Argentina ganó ese Mundial de fútbol, los genocidas se sintieron en anchas invencibles y al poco tiempo debieron inventar un escenario bélico con Chile; en abril de 1979 sufrieron la primera huelga general; enseguida se logró el título en el torneo juvenil de Japón, con Videla en el balcón de Casa Rosada, y menos de un año después, con la caída del Banco de Intercambio Regional, empezaría a consumarse el acabóse para el imaginario clasemediero de la plata dulce, el uno a uno con el dólar, el paraíso importador de Martínez de Hoz. Este sábado, 14 de junio, se cumplieron 32 años de la rendición en Malvinas. La noche de esa jornada fue el comienzo del fin de la dictadura, con mucho pueblo en las calles estallado de indignación. Un día antes, la Selección nacional había perdido contra Bélgica en el debut mundialista español. Era un equipazo, que habría de recuperarse en la primera ronda para después caer ante Italia y Brasil. Los interrogantes son contrafácticos, pero valen: si aquella Selección de 1982 hubiera salido campeona, ¿la dictadura se habría recuperado? En México ‘86, el equipo ganó el campeonato contra todos los pronósticos. Maradona, imparable y nada menos que frente a los ingleses, hizo uno de los goles más tramposos de la historia del fútbol y, al rato, uno de los más colosales. Volvieron con el título, de nuevo al balcón de la Rosada y más luego se precipitó el declive de Alfonsín, con su economía de guerra contra el salario, las Felices Pascuas en Semana Santa del ‘87 y finalmente el golpe de mercado y la hiperinflación. Hay que dar saltos al solo efecto de abreviar lo obvio. Si la selección de Bielsa no se hubiera quedado en primera ronda, en Corea/Japón 2002, y hubiese sido la banca que todos le auguraban, ¿habría cambiado el panorama argentino desolador, consumado en diciembre de 2001? Y en 2010, ¿no era que tras el baile del 4-0 alemán se venía a aprovechar el desquicio futbolístico, junto con la victoria gauchócrata y la derrota oficialista de 2009? Cristina ganó en 2011 con el 54 por ciento.

Da cosita desarrollar y rematar una nota periodística consignando justamente esto: obviedades. Pero pareciera necesario, a estar por la cantidad de analítica fútil y operadores mediáticos que apuntan hacia otro lado. Lo que vaya a ocurrir en nuestra escena política lo será porque el kirchnerismo no encontrará, o sí, el liderazgo imprescindible para sucederse; porque la oposición hallará, o no, la forma de dejar de ser una bolsa de gatos; porque la política continuará imponiéndole algunas condiciones a la economía de los ricos, sus grupos y sus gerentes, o porque volverá a ser al revés; porque será Scioli para conservar un poquito; porque será otro con el sello K para dignificar lo mucho, aunque se pierda en las urnas; porque el mundo nos irá para acá o para allá según sea nuestro modo de relacionarnos con él. Porque vencerá lo gorila o lo progre.

En ningún caso será, y nuevamente disculpas por lo elemental, según cómo le vaya a la selección en Brasil.

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Imagen: AFP
 
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