EL PAíS

Lilíada

El martes 31 murió en Buenos Aires Lilia Ferreyra, tras una larga enfermedad. Luego del velorio en la Biblioteca Nacional fue trasladada a su Junín natal. Su amigo Horacio Verbitsky escribió en 1997 esta semblanza reveladora de la persona que Lilia era y que excedía con mucho su carácter de compañera en los últimos diez años de vida de Rodolfo J. Walsh.

 Por Horacio Verbitsky

Escritores y artistas de generaciones y escuelas que no suelen coincidir en filias, en fobias ni en lugares acompañaron a Lilia Ferreyra el 22 de mayo de 1997 a pedir a la Cámara Federal la restitución del cuerpo de Rodolfo Walsh y “de sus obras secuestradas, las que forman parte del patrimonio cultural de la sociedad por la que vivió y murió”. La compañera del escritor asesinado el 25 de marzo de 1977 y su abogada Alicia Oliveira se cruzaron en la mesa de entradas con Laura Damianovich de Cerredo, la única jueza en la historia de los tribunales argentinos destituida por haber asistido a sesiones de torturas a detenidos, a raíz de una denuncia de la propia Oliveira y de la también jueza Carmen Argibay. “Yo no estoy con ningún grupo. Vine a ver un expediente”, chilló, temerosa de ser confundida. En la puerta del edificio, Osvaldo Bayer, Luisa Valenzuela, Leónidas Lamborghini, José Pablo Feinmann, Laura Yusem, Rodrigo Fresán y Charlie Feiling ya se habían topado con las testigos dichas y desdichas en el caso Cóppola. “Lo mejor y lo peor” dijo Fanny Mandelbaum en el noticiero de canal 11. Un camarógrafo de Crónica TV preguntó a quién enfocar. “Y... al grupo. Son todos intelectuales. No los conoce nadie”, respondió el cronista. Cuando el medio centenar de acompañantes solidarios desembocó en la puerta del tribunal, los custodios preguntaron alarmados: “¿Quién es el jefe de ustedes?”. Al salir, Lilia les agradeció su presencia, mientras León Rozitchner y David Viñas se perdían en un ascensor que en vez de bajar subía.

La presentación detalló la obra de Rodolfo robada en la casa que compartía con Lilia en San Vicente:

Cuentos:

- “Juan se iba por el río”, que comenzaba con el párrafo “Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina; y su mujer, Teresa”, donde narra la historia de ese personaje a quien caracterizó como “el argentino derrotado del siglo pasado” y al que ubica en el contexto de hechos de la historia del país, como el desembarco en el puerto de Buenos Aires de los restos del general José de San Martín. Juan y su amigo Ansina, un mulato, habían formado parte de los ejércitos del general Mitre. Ya viejo y sentado en un banquito frente al río, Juan navega por su memoria de paisano y de soldado en guerras que no eran las suyas. Rodolfo empezó a escribir la versión final en enero de 1977, alternando con la redacción de la Carta a la Junta Militar. Recuerdo que el 22 de marzo de 1977, tres días antes de su asesinato, lo ayudé a pasar en limpio el último borrador de este cuento. (Lo que no dijo es que Teresa era el nombre de encubrimiento que Rodolfo había elegido para ella).

- “El 27”, año del nacimiento de Rodolfo, sobre la memoria de su padre y de su propia infancia en el campo.

- “Ñancahuazú”, basado en un reportaje que Rodolfo realizó en Bolivia al mayor Rubén Sánchez, quien fue prisionero de la guerrilla del Che Guevara;

- “El aviador y la bomba”. Cuento sin título definitivo (penúltimo borrador) sobre la historia de uno de los aviadores navales que bombardearon la Plaza de Mayo en junio de 1955. Cada texto estaba en una carpeta distinta junto con los informes y notas que había utilizado para su elaboración. En la carpeta del cuento sobre el bombardeo estaba la nota titulada “2-0-12 No Vuelve” que había publicado en los años cincuenta en la revista Leoplán, y varias páginas referidas a su hermano Carlos Walsh, quien llegó a ser comandante de la Aviación Naval y que Rodolfo recreó como personaje en ese texto porque también fue uno de los pilotos que volaron sobre la Plaza.

– borradores de proyectos de otros textos literarios;

– textos de sus memorias organizadas en tres temas: su relación con la política, con la literatura y con la dimensión afectiva de su existencia que tituló “Los Caballos”;

– carpetas con páginas de su diario personal;

– carpeta con una selección de sus notas periodísticas, preparada para una próxima edición;

– carpeta con borradores de una novela, que había empezado a desagregar en cuentos. “Juan se iba por el río” es el primero.

– carpetas para trabajos de investigación;

– carpetas con material de archivo periodístico;

– documentos internos de la Organización Montoneros.

Entre esos escritos se encuentra una carta que Rodolfo escribió a su hija María Victoria Walsh después de haber escuchado la noticia de su muerte, que una detenida-desaparecida en la ESMA pudo sacar del campo de concentración; carta al militar que condujo el operativo para que “usted, coronel, sepa quién era la joven de 26 años que ustedes mataron”, y copias de la Carta Abierta a la Junta Militar.

Lilia también pidió que se llame a declarar a Massera, a los marinos Alfredo Astiz, Jorge Acosta y Jorge Radice, a los periodistas que colaboraron con la Armada Lapegna, Castellanos y Aronin, al subcomisario Weber; al suboficial Juan Carlos Linares y al mayor del Ejército Juan Carlos Coronel. Aunque sólo saben mentir, los marinos de la ESMA no saben mentir bien. En la causa iniciada a raíz de los recursos de hábeas corpus presentados por Lilia y por la hija de Rodolfo, Patricia Walsh, el capitán Acosta dijo que los materiales que varios prisioneros declararon haber visto en el campo de concentración habían sido recogidos por el grupo de tareas en una casaquinta que Walsh alquilaba en el Delta. Agregó que entre esos papeles “recuerdo claramente la ‘Carta a mi hija’ y documentos de la Organización Montoneros”. Le responde el escrito de Lilia: “Resulta imposible que allí estuviera la Carta a Vicki, porque ella murió en septiembre de 1976, es decir en fecha posterior al allanamiento en el Tigre”, que ocurrió en julio.

Terminado el trámite, Lilia se sentó en un bar a tomar un café y fumarles encima a su abogada, a su compinche de redacción y de exilio Luis Bruschtein, a Rogelio García Lupo, el más antiguo amigo y compañero de Rodolfo de cuantos se habían reunido, y a mí. Dijo que había cruzado la angustia de la noche anterior a la presentación releyendo los últimos cantos de La Ilíada de Homero, que devoró por primera vez en su adolescencia y a la que vuelve en momentos especiales. Siempre empieza diciendo que ella no es una oradora ni una narradora y después mantiene a cualquier audiencia en vilo con un relato de cuya atmósfera se tarda más en salir que lo que cuesta entrar. Le pregunté por qué no lo escribía para el diario y dijo que necesitaría más tiempo porque, claro, cree que tampoco es una escritora. Entonces le pedí que me lo repitiera para escribirlo yo por ella. Con el viejo tomo encuadernado en tela roja sobre la mesa, fue leyendo y comentando los cantos del poema dedicados a la recuperación del cuerpo de los muertos, al duelo y las honras fúnebres luego de la guerra librada entre aqueos y troyanos.

Aquiles, el de los pies ligeros, se había retirado del campo de batalla. Su amigo Patroclo fue muerto por Héctor, el campeón de los troyanos. El cuerpo de Patroclo es despojado de la armadura y Héctor se dispone a arrastrarlo para que los gusanos lo descompongan. Los aqueos vuelven al campo de batalla pero el objetivo de la guerra ha cambiado. Aquiles está dispuesto a recuperar el cuerpo de Patroclo para rendirle los honores fúnebres. Aquiles clava su lanza en el cuello de Héctor y mientras agoniza lo apostrofa: “Creíste, Héctor, cuando despojabas el cadáver de Patroclo que ya nada tenías que temer porque yo estaba ausente. Insensato. Quedábale un vengador más fuerte que él en las cóncavas naves. Quedábale yo, que he quebrantado tus rodillas. Los perros y las aves van a destrozarte vergonzozamente y en cambio Patroclo recibirá de los aqueos los honores fúnebres”. Con la punta de la lanza asomando por la nuca, Héctor le ruega “por tu alma, tus rodillas y por tus padres que no permitas que los perros me despedacen y me devoren”. Aquiles lo rechaza: “No me supliques, perro, y ojalá que mi furor y mi coraje me dieran valor para comerme tu carne cruda a cambio de los agravios que me has inferido”.

Aquiles conduce los dos cuerpos al campamento de los aqueos. Ata el de Héctor al carro de combate y con él da vueltas alrededor de la pira formada para las ceremonias fúnebres de Patroclo. Le hará lo que Héctor intentó hacerle a su amigo. En el último canto, Príamo, padre de Héctor, inquiere a Hermes, mensajero de los dioses, si “está aún el cuerpo de mi hijo junto a las naves o lo destrozó ya el hijo de Peleo para arrojarlo a los perros”. Hermes informa al anciano que “ni los perros ni las aves lo han devorado todavía. Doce días transcurrieron desde su muerte y el cuerpo está aún incorrupto y no le comen los gusanos que enseguida se apoderan de los cadáveres de los guerreros que perecen combatiendo”. Cada nuevo día, “Aquiles lo arrastra en torno de la tumba de Patroclo, pero aún así no se desfigura, tú mismo te verías admirado de ver cuán fresco se mantiene. Su sangre ha sido lavada, no tiene pues, mancha alguna, y cuantas heridas le infirieron están cerradas. De tal modo cuidan de tu hijo los inmortales aún después de muerto, porque les era querido”.

Hermes hace abrir todas las puertas y sorteando guardias y consignas conduce a Príamo hasta la misma tienda de Aquiles, quien entiende que los dioses lo han socorrido. “Afligidos por la pena lloraron ambos”, cada uno por sus muertos. “No me pidas que repose, cuando aún está Héctor insepulto en tu tienda. Entrégame su cadáver para que pueda yo contemplarlo”, implora Príamo. “Ah desdichado, cuán numerosos son los infortunios que en tu corazón has sufrido. Pero ¿cómo te has atrevido a venir solo hasta las naves aqueas y a soportar la presencia del hombre que dio muerte a tantos de tus valerosos hijos? De hierro es tu corazón”, le responde Aquiles, el de los pies ligeros, antes de llamar a las esclavas y ordenarles lavar y ungir el cuerpo de Héctor. Luego de envolverlo en una túnica y un manto y colocarlo en el carro pregunta a Príamo de cuántos días desea disponer para las honras fúnebres. “Durante este tiempo permaneceré inactivo y contendré al Ejército”, le promete. Príamo pide nueve días para llorarlo, el décimo para enterrarlo, el undécimo para erigir el túmulo. “Y al duodécimo volveremos a combatir si es necesario.” Aquiles asiente: “Se hará según tu deseo”.

Esta mera transcripción sólo procura que los lectores puedan compartir los sentimientos más profundos sobre la vida y la muerte que el género humano expresó en un poema hace dos mil seiscientos o tres mil años, y que Lilia nos devolvió a tres privilegiados en esa mesa de café, a metros del lugar más prosaico de la tierra más desprendida de la épica.

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