EL PAíS › OPINION

Diccionario teológico político

 Por Horacio González

Para la arquitectura, una bóveda no es una cripta. Pero para la teología política, ellas se confunden. Para las creencias religiosas, una profanación puede ser una blasfemia y un perjurio, pero para la teología política es el recurso central del insulto perpetuo. ¿Es el macrismo un órgano político de persecución? La pregunta es inquietante y debe hacerse con cuidado. La “persecución política” no es concepto fácil, y sin duda, ninguno lo es. Por eso a veces se prefiere tomarlo ligeramente, así podemos seguir hablando con menores implicancias que las que deberíamos asumir si nos diéramos a las palabras en su verdadero peso. En primer lugar hay que observar la plasticidad y el carácter reversible de las palabras, cosa que descubrimos cuando éramos chicos, al responder ante cualquier ofensa: “el que lo dice lo es”. La forma en que el mero hablar nos impregna, siempre revierte sobre el hablante la carga de lo que dice. Por eso, muchos políticos que han aprendido estas pequeñas astucias, suelen decir en televisión, “esto que usted dice habla más de usted que de mí”. Se trata del caso en que son agraviados o tratados con improperios, lo que ya resulta la norma, no la excepción. Una sociedad “cerrada”, como hacia la que desgraciadamente marchamos, tiene palabras unívocas. “Crispación” significaba hace años locura (de la ex Presidenta) y “Corrupción” vuelve a significar locura (de la ex Presidenta).

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Volviendo a la difícil pregunta: ¿es el macrismo persecutorio? Como ya insinuamos, todo concepto plano, normal y ya trivializado por su uso político, tiene un reborde interno, como una entretela teológica. Lo observaron así los grandes maestros del pensamiento histórico: cuando hablaban de la creciente secularización de las sociedades, no querían decir que un pasado “sagrado” quedaba atrás, sino que ambas dimensiones convivían haciendo más difícil, no más fácil la vida. Lo secular siempre progresa con su funda interna de índole venerable, cultual o litúrgica. Esto introduce variadas dificultades en el análisis político. Ya la simple crítica política, el planteo de una diferencia o la contra argumentación más meditada, pueden ser tratados como ataques de un descerebrado. En esas brumas, surge el profanador. Por eso, palabras como crispación, locura y corrupción hay que volverlas la lenguaje real, el que describe hechos, los valora y permite la crítica, obviamente la conversación.

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Por otro lado, el efecto contaminante que ejercen las imágenes (nunca bien estudiados, pues parecen fugaces y se inscriben en el telar interno de los arquetipos silenciosos de la conciencia) se ha extendido casi como la única facultad de juzgar con la que cuenta la sociedad. Todos los que apoyamos al gobierno anterior somos vistos, como en la “Invención de Morel”, en imágenes multiplicadas y repetitivas, como si estuviéramos eternamente tirando infinitos bolsos sobre humedecidas paredes de monasterios. El imprudente patán de la calle puede pensar lo mismo que el atildado coordinador de una emisión televisiva. Las imágenes, decimos, son contaminantes, parecen despojadas de espesura, pero casi son la vuelta precaria al platonismo. Generan verdades inmediatas (inmediatistas), aunque como meras sombras chinescas. Son vestimentas que nos ponemos, ficticias sastrerías, infinitas cadenas de imitación. Muy pocos gestos computamos contra esta desgracia: la fiscal Fein negándose a ser “imitada” en un programa televisivo. No se lo puede definir fácilmente: esas imitaciones hacen reír, pero corroen la percepción pública de lo que toda noción de persona. En los viejos circos se lo sabía, por eso, la burla no era letal, estaba el payaso que en el acto final cargaba sobre sí todo el sarcasmo de la vida. La inmediatez es el signo de aquellas imágenes, su montaje invisible, la costura que no se ve y se fusiona con el traje policial con casco de combate destinado al indiscutido réprobo, el genérico funcionario corrupto, junto a la faja púrpura del obispo, el policía “de verdad” enfundado en su bufanda antinarco y el narco presuntamente asesino que no quiere que lo maten otros presuntos asesinos. A estos temas llegamos gracias a la versión grotesca de nuestro inconsciente colectivo, arrastrando toda una constelación de cuestiones que ya casi no tratamos, e incluso ésta, que más que tratarla la hacemos parte de una égloga, un rezo o una puteada. Ese casco de guerra es la utilería chantajista sobre toda la sociedad.

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La idea de persecución ya no es la de Walsh, quien había dicho que escribía “con la certeza de ser perseguido”. Con ese tilde de cristiano primitivo en sus escritos de despedida, pensaba en su muerte sacrificial, sin duda no querida, pero intuida en un recodo oscuro de la conciencia. La idea de persecución tiene así innegable grandeza. Incluso puede “desearse” ser perseguido si se anda en busca de una verdad. La noble historia del perseguido precisa de la estupidez del perseguidor. Figura, que además, es muy compleja. ¿Quién no recuerda el perseguidor de Cortázar? Allí lo que se perseguía era la verdad imposible del tiempo y del arte. Se vivía perdidamente para eso. Pero acá lo que queremos significar es que el macrismo (o como se llame luego, en el futuro mediato o inmediato), se está situando en un nivel de persecución que adquiere una ecuación profanadora. No se trata (tranquilos los que creen que exageramos) de que persigan entes sacros, un gobierno anterior aureolado por óleos inmaculados u augustos. No. Pero si aquel acto de bajar un cuadro en el Colegio Militar no era profanatorio, sino ascéticamente justo, lo que ahora se muestra es que hay voracidad, insaciabilidad y avidez en la persecución. La “profanación” no ocurre porque el perseguido atente contra lo sagrado, sino por mera expresión de su fanatismo destructivo, confundido con una “necesidad política”. Con una “selfie” perseguimos; con otra “selfie” nos protegemos de la persecución. Todo parece simple. Nuevas metodologías. En su carta, Cristina llama a esto “violencia de época”. Un posible concepto para empezar a hablar.

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La pasión secreta del perseguidor es así profanatoria. Excava dilatadas planicies, hace buracos en la tierra, tiene una legión de canes que olfatean sacristías. Su atracción proviene de un arcaísmo de ultratumba. En eso, aunque parezca increíble, son pre informáticos, pre digitales, pre Panamá paper. Están antes dela electricidad, del motor a explosión, de los ascensores a pistón, del dólar a futuro y de los paraísos fiscales. Mejor dicho: son los Panamá Papers bajo el secreto goce de imaginar enterradores y sepultureros de dinero en osarios de la periferia. López tiene el atractivo añejo del bolso húmedo, la sensualidad del billete ensalivado, del tesoro ojival. Pero… ¿No se dieron cuenta que del lado de acá, como diría Cortázar, ya condenamos a López y a todo lo que López implica? ¿Y que por triquiñuelas que imaginaron y revierten sobre ellos, son precisamente ellos los que impidieron condenarlo en el Parlasur? ¿No perciben que precisan a López como si fuera su creación misma? ¿No tienen un minuto de calma para verse en la sensatez de percibir que una entera ciudad, una metrópolis de acontecimientos no puede ser juzgada por un episodio específico? Que es de gran contundencia, es claro; tampoco es algo aislado, carente de ramificaciones ni de graves implicancias. ¿Escuchan que también decimos esto? ¿No lo dijimos, no lo oyeron declarado por voces autorizadas, que son todas aquellas que ante la historia, no suelen juzgar a Shakespeare por una mala resolución en Tito Andrónico ni a Proust por la fastidiosa extensión que tienen las reuniones en el salón de Guermantes? El escrache: la palabra es incómoda, justicia ruda que pidió ser justificada en otros tiempos. Cierto. Pero ahora es el encuadre televisivo el que busca ajustar el diafragma sobre el primer insulto que suelte cualquier pasajero de un avión abrumado, alzando cadalsos en el pasillo de un Boeing en nombre de la Humanidad.

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Cuando se realizaron las grandes manifestaciones sobre la ley de medios, recuerdo haber visto en Tribunales afiches con el rostro de periodistas contrarios a este instrumentos legal, al fin no aplicado. Me generó cierta inquietud. Ese afichaje no me gustó. Los increpados, por cierto, tenían cómo defenderse en los órganos comunicacionales de masas donde trabajaban. Pero no, no me gustaron. No lo dije entonces. Mal. Lo digo tarde, ahora. No se inauguraba un método, pero se daban argumentos basados en el tan poco sólido engrudo de un cartel anónimo con unos rostros muy connotados. ¿Y esto que pasa ahora? Auspiciados por errores preliminares, se multiplican los ataques a figuras del gobierno anterior, ataques no importa si montados en equivocaciones antiguas (muchos ya lo dijeron, por ejemplo, haber corrido a Colón) para redoblar el extravío que ahora vemos. Todo cae bajo la piqueta de los arquitectos demolicionistas: los cuadros de la Casa Rosada, el monumento de Juana Azurduy, las películas que financió el Incaa, los actores y actrices con compromisos públicos. En el sueño infamante de los héroes macristas todos ya estamos escenografiados con cascos de la bonaerense en la testa. Todos saliendo por el desfiladero que prepararon los hombre de la cámara, respetables operadores de los medios, cuyo trabajo saludamos, pero no filman precisamente para que un Dziga Vertov use esos materiales sino para colaborar involuntariamente con el vía crucis de las imágenes cuyo desenlace es la gran profanación.

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Describimos simplemente el nuevo diccionario teológico-político que embargó la conciencia gobernante. No estamos asustados. Las graves denuncias no son eximidas de su honda gravedad por el hecho de que también digamos que ellas no están en condiciones de arrastrar ni de juzgar todo un período histórico. Bien lo dijo Agustín Rossi en su vibrante discurso en el Parlasur. Y para terminar, un ejemplo antiguo de discusión política: el estilo de Mitre, que era contenidamente virulento, pero no sostenido por las retroexcavadoras demolicionistas y las imágenes manejadas por “el mundo grúa”. Se dirá que sus enemigos eran otros hombres de su alcurnia y no un Báez o un López. Pero sí, algo hay. Mitre, en 1881, discutía con un López. Con López, Vicente Fidel, hijo del autor del himno y padre de Lucio, muerto en duelo. Fue una de las grandes polémicas argentinas, sobre cómo escribir la historia. En un artículo que titula Los Bibliófagos, Mitre se extiende gravosamente sobre López sin mencionarlo. Es obra de gran sentido de la ironía y el fino sarcasmo, que esconde su dolida sospecha de que López es un historiador contra el cual, en el fondo, él no puede, no podía. Billetito para algunos redactores de La Nación: López. Ya se ve, el apellido no es trasladable, no obliga a pensar en otros López. Nos permite tanto poner tabiques y muros no conventuales sobre cada realidad donde corresponde, tanto como indagar a fondo en el López de aquella madrugada, “el Hombre que vio el Pollero”, como diría Arlt, y en nosotros mismos, contemporáneos, testigos, gente escarnecida por los mismos que se eximen de preguntarse ahora por sus propias deshonras.

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Imagen: Télam
 
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