EL PAíS › OPINIóN

Economía y cultura

 Por Horacio González *

Una “ley de mecenazgo” para permitir la deducción de impuestos a empresas que co-participen en proyectos artísticos puede juzgarse por los resultados diversos que ya se han registrado en Brasil y Chile, países donde hace tiempo se ha aprobado. En el primero de ellos hace más de veinte años, durante el gobierno de Collor de Melo, impulsado por quien fuera su ministro de cultura, Sergio Paulo Rouanet, un respetable abogado con inclinaciones filosóficas, difusor de la obra de Walter Benjamin en Brasil y por eso distinguido con el Premio Goethe. Evidentemente, una ley de este tipo, paradójicamente está muy poco relacionada con el espíritu de la obra de Benjamin, y por eso, aunque no solo por eso, merece un examen riguroso y una discusión responsable. En Chile, una ley semejante, fue aprobada muy rápidamente porque se la insertó –no sin habilidad poética– en el cuerpo de una ley general presupuestaria, y así pasó. Quien lo hizo fue Gastón Valdés, en la década del 90, en ese momento presidente demócrata cristiano del Senado. En la Ciudad de Buenos Aires rige una ley de patrocinio cultural que se basa en similares principios de estímulo al arte sobre la base de empresas que contribuyen y descarga de ahí sus gravámenes. En el proyecto que comentamos se menciona la problemática expresión “mecenazgo”, pero el título del proyecto tiene una pomposidad de aspiraciones totalistas que envidiarían Federico de Prusia y el propio varón etrusco que protegió, dio aliento y vivienda al gran poeta Virgilio. He aquí el sorprendente nombre del boceto oficial: Sistema Nacional de Desarrollo Cultural.

En principio la proponen personas que actúan en el ámbito cultural –uno es el ministro del ramo, como suele decirse–, pero que provienen del contorno empresarial, con todo el “packet” que ello supone, tanto en materia de ideología como de procedimientos. Desde luego, no valen aquí objeciones fáciles ni son esas las que deseamos hacer. Las evidencias del funcionamiento de esa ley en Brasil arrojan todo tipo de resultados, desde la producción de obras genuinas avaladas con mayor o menor mirada marketinera por grandes empresas (que en su publicidad institucional obtienen el reconocimiento de que son “amigas de la cultura”), hasta algunas derivaciones oportunistas en la que las empresas dan el subsidio, se les descargan impuestos, y en una más o menos astuta combinación, el grupo actuante le devuelve parte del dinero obtenido (caso leído en la Folha de São Paulo hace dos semanas), o directamente sirve para los llamados “mega-eventos” como Rock in Rio, que ostensiblemente se autofinancian con creces.

En principio, una ley así en la Argentina no necesariamente va a contribuir a que definamos mejor las obras de arte, los actos musicales en general y el estado de la cuestión artística en todos sus planos. Al mismo tiempo, es admisible que surjan obras, espectáculos, revistas, iniciativas o composiciones que de otras manera no hubieran vista la luz. Pero ese no es el problema ni tal situación, de por sí aceptable, no aminora los problemas que se generan. Más allá de sus deficiencias de concepción, mal conducido este instrumento jurídico produciría una mutación mercantil en los linajes culturales del país, que insertaría prepotentemente una bitácora de “clima de negocios” en la orientación y estructura de estimación colectiva del arte. Se mimetizaría progresivamente con la soterrada semiología publicitaria de la que son portadores los “gerentes de contenido” del capitalismo periférico. Son ellos los cautivos deliberados de la globalización de la decisión cultural, esa turbadora uniformización de la humanidad consumiendo a lo largo del planeta el mismo exterminador de mosquitos o la misma raqueta de tenis.

Habrá que preguntarle ahora a Cristiano Ratazzi o Paolo Rocca cuáles serán los cauces y orientaciones futuras de la cultura y la lengua nacional. Por el momento, no hay noticia de que estos hombres se interesen por nada parecido a lo que fue el Instituto Di Tella o que tengan el espíritu de un Vogelius, que fue agrimensor, gerente de una empresa aceitera y vendió un Chagal de su propiedad para financiar la revista Crisis.

Es evidente que nunca una ley se incumbe de las incógnitas, enigmas, gustos y atributos que sean inherentes al proceso creativo. Puede decirse que no sería concebible que haya protocolos y reglamentos para fomentar, específicamente, cosas como el cultivo del arte barroco colonial, el estudio del nominalismo monástico de Ockam o la interpretación de León Trotsky de la Divina Comedia (que por lo demás, es excelente). Pero esta ley trata de cuestiones artísticas, y la idea de “obra”, una de las más discutidas en la historia de la cultura, sucumbe entre los axiomas del apresurado legislador cultural. Por lo tanto, no puede ser ésta tan solo una ley de economía cultural –generando también ese concepto forzado– que tenga menos en cuenta “los zapatos de Van Gogh” que la historia del sacacorchos (por cierto, cuestión admirable). ¿Cómo hacer una ley para crear plataformas de acción y no intervenir en el gusto público, y al mismo tiempo no vulnerarlo con el peso de la específica cultura empresarial?

Simplemente, se tiene que ser sutil en lo primero, e inhibirse en lo segundo, pero con una abstención que tenga siempre en su espíritu la raíz de esta cuestión: ¿qué le debe el arte a las instituciones públicas? Nada que se mida con la moneda que acuñan el financista o el banquero, el cártel de allá o el oligopolio de acá. ¿Pero pueden comprenderse estas afirmaciones en los términos que plantea esta ley, no muy distinta a la naturaleza intrínseca de estas leyes en todo el mundo?

En las leyes citadas anteriormente (Brasil y Chile), no se evita la cuestión del marketing empresarial en torno a la “identidad cultural de la empresa”, presentando la Ley como favorecedora de este especial ingrediente por el cual una industria se nutre del prestigio que obtiene financiando lo que en definitiva, no le cuesta nada. En estos casos, se debería afirmar que el Estado delega parte de sus funciones en la capacidad de selección artística que los “curadores” de la empresa mantendrían para sí, con mucha más posibilidad de influir en la vida cultural del país que los jurados del Ministerio (y del sector artístico). Ya no hay un Malraux o un Jack Lang, y los “productores culturales” son los primeros que determinan un foco de interés en los proyectos presentados.

No es de ahora que vamos a sorprendernos con el papel que juega la economía en las obras. Basta leer la “Historia de la Literatura y el Arte” de Arnold Hauser, para comprender que esas razones económicas gobernaban enteramente los talleres de pintura de los grandes maestros del Renacimiento. En la historia de la cultura argentina, hay hechos resonantes como el financiamiento de la Escuela de Frankfurt por parte de un miembro de familia Weil que había hecho su fortuna exportando cereales desde Buenos Aires a fines del siglo XIX. Se trataba del joven Félix Weil, además de heredero enriquecido, un hombre de izquierda que mantenía relaciones con Lukács o Rosa Luxemburgo. ¡Pero de qué estamos hablando! La redacción de esta ley, además de su asombrosa precariedad y su pretenciosa intención de generar un “Sistema Nacional” (temblemos), termina de encadenar el país a un momento de la cultura mundial en que el Mercado no es solo el otro polo del Estado. Es el síntoma oscuro de su absorción en lógicas ajenas a toda cuestión creativa. Ya el futurismo de los años 20, tanto en Italia como en Rusia, intentó pensar el arte en relación a las modalidades técnicas del consumo y el consumo de tecnologías. El futurismo, con todo, no fue solo una salutación sino una crítica a las grandes arquitecturas tecnológicas.

Un reconocido curador de arte de Brasil, ante la disolución del Ministerio de Cultura (el desdichado Temer decidió luego reponerlo, se pone y saca un Ministerio como un juego de bolitas en la vereda de la esquina), dijo que ese ministerio no era necesario ahora que existía el intercambio de arte por exenciones impositivas, y que había que considerar que esas derivaciones dinerarias no provenían del mercado sino de algo que debería llamarse “sociedad civil”. Poco gramsciano el hombre, aunque nadie tenga la obligación de serlo. Pero si por algo se destacó Gramsci fue por haber “colocado” todo el complejo cultural en la “sociedad civil”, con la “economía” en otra napa diferente de la existencia colectiva. Precisamente esta entelequia legal redactada con un asombroso primitivismo (aun considerando que es el lenguaje en que suelen redactarse los instrumentos jurídicos) habla de una “penetración social desde la cual tejer redes de comunicación”, o de que un “ecosistema de funcionamiento posible es dejar que las personas humanas continúen obteniendo ayuda a través de otros organismos”. Es el lenguaje de iniciación del gerente júnior; aún no han llegado con su pluma a una escala más acreditada.

Pero más allá de su jerga administrativa, que esconde poderes reales y sutiles tráficos de influencia, se consagraría por primera vez a escala nacional, la posibilidad de un dictamen final sobre las obras, por parte de empresas llamadas “patrocinadoras”. Por eso, en el debate de este proyecto se abriga la pregunta fundamental en torno a si la cultura se abre por fin de par en par a que se defina por la idea de consumo cultural en “nichos” prefigurados por la mercadotecnia auditiva, plástica, estética surgida de eruditas corporaciones. Pues todo el proyecto está redactado en el lenguaje de la mercancía. En las líneas emboscadas que se leen en el proyecto, donde se destaca el horrible pleonasmo de “personas humanas”, podemos ver la alianza final entre el “Mini Davos” y un embrollado procedimiento para obtener subsidios que surgen de un contrato genérico e inexorable entre Estado y Empresa. En esta biósfera –para remedar el lenguaje de la Ley– podremos ver, por ejemplo, a Grobocopatel decidiendo qué cupos, sean de Borges o de Dante Quinterno, hay que mezclar para fortalecer la imagen de una piadosa empresa.

* Sociólogo. Ex director de la Biblioteca Nacional.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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