EL PAíS › TESTIMONIO DE UN SOBREVIVIENTE QUE VIO EL INICIO DEL INCENDIO

“Prendió la bengala con un cigarrillo”

Ezequiel Carrizo quedó ubicado al fondo del boliche. Eso le salvó la vida. Y le permitió observar al muchacho que prendió la bengala fatal. Aquí, su dramático relato de lo que vivió.

“El flaco salió con la bengala delante de mí. Yo estaba en el fondo; frente del escenario. Era un cañito de treinta centímetros de largo por uno de diámetro, como si fuera una varita mágica que largaba colores. La prendió con un cigarrillo. Las primeras bolitas de fuego rebotaron en el techo del primer piso, debajo del que estábamos. Después, el flaco se abrió camino entre la gente, ni se dio cuenta de que los cositos (chispazos) pegaron en el techo. Y al toque (inmediatamente) el fuego empezó a comer, a comer, a comer, hasta que se abrió una medialuna en la media sombra. A esa imagen no me la olvido más. La medialuna empezó a crecer para el lado del escenario y caían chorros de fuego. Las chicas empezaron a gritar, los pibes pedían tranquilidad y la banda dejó de tocar. Al flaco de la bengala no lo vi más. La estampida me tiró contra una pared y la luz se apagó.” Con la exactitud de la cámara lenta que filma en la memoria los peores recuerdos, Ezequiel Carrizo repasa cómo empezó la tragedia ocurrida en el boliche República Cromañón. A sólo dos horas de brindar por un año milagrosamente nuevo, parado en medio de los pasillos de una de las tantas villas de Fiorito, en Lomas de Zamora, y mientras los hijos de sus vecinos activan el mismo tipo de bengalas que encendieron el espanto, el sobreviviente de 23 años cavila: “Este es el primer día del resto de mi vida”.
Ezequiel llegó al boliche con Mario, uno de sus amigos, a eso de las 21. Pero debieron esperar a Alejandro, que llegó una hora más tarde. No bien entraron, la marea de gente los llevó hasta la barra, ubicada cerca de la entrada, en la otra punta del local, frente al escenario. “Fue por eso que no morimos, porque estábamos cerca de la puerta.” Quedaron en la barra “porque no se podía ir a otro lugar y era el único lugar que tenía aire (acondicionado)” y se encontraron con un conocido de Villa Celina. Delante de ellos pasaban jóvenes “con chiquitos a cocochito”, que se dirigían hacia los baños, donde funcionaba la “guardería”. Compraron una cerveza y cada vez que uno quería levantar el vaso para beber, los otros debían abrir un pequeño círculo empujando a los que estaban alrededor. El boliche estaba más que lleno, “ni siquiera veíamos el escenario. Ibamos a ir arriba, pero la escalera también estaba llena. Yo fui a muchos recitales, pero en éste era todo muy raro y ya no me estaba gustando nada”.
Antes de la desgracia, “desde el primer piso habían tirado un ‘tres tiros’ (pirotecnia que expulsa tres explosivos que detonan a unos 10 o 15 metros de donde se detonen) apuntando en línea recta al escenario, pero reventaron antes de llegar ahí y sobre las cabezas de la gente. También había una bengala grande, de las rojas que se prenden en la cancha, pero ésa estaba lejos de la media sombra”.
A medida que avanza el relato, la mirada de Ezequiel se pierde en un punto cualquiera frente a él, como si allí se proyectara el film de su recuerdo. “Un toque antes, desde arriba del escenario, un tipo bardeó a los que estaban tirando cohetes. Les dijo: ‘¡Loco, quieren que muramos por el humo!’, o algo así... Pero en todos los recitales es así. Se tiran petardos al piso, que si te agarran el tobillo te lo arrancan.”
Mientras Ezequiel cuenta cómo el monstruo de fuego crecía, los ojos se le enrojecen y habla pausadamente. El pavor y la estampida de gente lo empujó junto con Mario cerca de un quiosco con estructura de acrílico –según estimó, ubicado cerca del único acceso–, que “estalló” por la presión. Se tomó del brazo de su amigo y avanzó hasta que ambos tropezaron y cayeron sobre una pila de personas; debajo de él había, por lo menos, una hilera de cinco jóvenes. Apeló a la energía de su contextura física pero no pudo moverse y sintió que perdió la mochila –prenda casi obligatoria entre los adolescentes que gustan del rock– con su teléfono, documentos y alguna otra cosa. “Estuve apilado como diez minutos, oía los gritos y no se veía nada. Un chabón me dijo ‘dale loco, no te quedés’, pero no podía hacer nada”. Los que estaban en el entrepiso del perímetro del boliche se les tiraban encima y la montaña crecía. Algunos se desvane- cían, pero los más lúcidos les daban cachetazos para que despertaran.
Debajo de él había unas chicas “que gritaban toda la hora hasta que dejé de escucharlas”. Trataba de respirar pero no podía: “Todos levantaban la cabeza para tener aire pero era peor”. A punto de desvanecerse, puso su remera en la nariz y eso lo sostuvo. En ese momento, por su mente “pasaron todas las cosas felices, mi familia... Y me dije: ‘Dios, no me dejés morir aquí’. Hasta que tomé envión, saqué fuerzas de no sé dónde y me mandé hacia una luz, que era la salida, aunque no se la distinguía porque estaba tapada por el humo. Embestí y tuve que pisar a algunos; se les veía las piernas y los brazos quebrados, doblados para cualquier lado”.
Traspasó el umbral con Mario; el otro, Alejandro, había quedado adentro. “Cuando salí, me pareció que estaba loco, que el mundo no era. Me pedían ayuda pero yo no podía, tenía la cara llena de hollín y estaba así (se para e imita al personaje La Momia, luchador de la troupe de Martín Karadagian)”. Avanzó unos metros y encontró un camión de bomberos, se mojó la cara y vomitó “una cosa toda negra” cuya asquerosidad califica frunciendo el rostro y sacando la lengua. Un poco recuperado, intentó volver por su otro amigo. Se envalentonó hasta la puerta, pero ni bien asomó, el humo lo sacudió y nuevamente quedó paralizado. Mojó la remera, se la puso en la cara y entró. Desesperado, gritó el nombre del amigo perdido, pero tuvo que salir porque se ahogaba. Hasta que llegó el alivio: “Lo vi salir, estaba todo negro”. Lo subieron a una ambulancia que fue cargada con siete u ocho sobrevivientes más.
Parado en la calle, vio cómo cientos de jóvenes descubrían una nueva forma de manifestar la camaradería que en todo momento los caracteriza: en medio de la desolación resucitaban a decenas de chicos. Recompuesto y como uno más de los héroes de esa noche, Ezequiel volvió para salvar a otros chicos. Se unió a unos que habían armado un pasamanos desde la puerta del local: “Nos pasábamos a las personas como medias reses y otros las llevaban hasta las ambulancias”. Cuando se sumaron más voluntarios, se separó e hizo una vista panorámica: “Era todo como una película”.
Agotado, fue por su mochila, pero no la halló. Quería llamar a su casa. Encontró otra tirada en el piso que tenía un celular pero sin crédito y lo dejó ahí. Con la misma honestidad, abrió otra que tenía una billetera y sacó sólo las monedas necesarias para hablar por teléfono. Llamó a la casa de sus primos y avisó que “estaba bien, que ya volvía”. Al pibe de Villa Celina no lo volvieron a ver; Alejandro fue internado en el Hospital Fernández “y ya está bien”. Antes de la entrevista con Página/12, a dos horas de que empezara 2005, Ezequiel había ido a jugar al fútbol a un club barrial que tiene un tinglado viejo y sin luz. Necesitaba despejarse. “Cuando terminó el partido salimos por una parte oscura de la cancha y en un toque se me pareció al boliche. Pero después pensé ‘no, esto no es’ y me tranquilicé.”

Informe: Adrián Figueroa Díaz.

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Frente al boliche, en Once, ayer fue levantado un santuario en homenaje a las víctimas.
 
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