EL PAíS › OPINION

¿Por un nuevo nunca más?

Por Eva Giberti

¿Qué es el dolor? Es un estímulo para la huida que alivie de su presencia; es la voz del Gólgota que implora: “Padre, aleja de mí este cáliz”; es la entraña arrasada por el pujo final que da a luz; es el límite aullante o silencioso de aquello que la vida pugna por evitar. Dicen que no se puede vivir en el dolor continuo: pregúntenselo a quienes lo transportan hasta en sus sueños.
La ciudadanía decidió que el 31 de diciembre no podía quedar entrampado en el dolor y, aun apesadumbrados, muchos ciudadanos eligieron festejar. Porque a los chicos no se los podía privar de los fuegos artificiales que ya habían sido comprados. Porque la reunión estaba organizada, la comida lista, las invitaciones repartidas y uno no puede quedarse encerrado en la catástrofe. El brindis es inapelable, así como los deseos de felicidad para los familiares y amigos. O sea, la tragedia no podía prevalecer en el estado de ánimo de miles de ciudadanos que, aunque tristes e indignados, mantuvieron el festejo, la bulla y los estampidos multicolores. Porque silenciar la alegría y la fiesta hubiese sido adherir a la muerte y al dolor, el triunfo de Tánatos, psicoanalíticamente interpretado.
No obstante, el dios de la muerte no cede espacios de poder: ayer, 1º de enero de 2005, sólo se hablaba en clave de dolor y en estupor de shock; no se puede creer que haya sucedido lo que sucedió y es preciso hablar, encender la radio y la tevé y continuar escuchando los nombres de los sobrevivientes hospitalizados y aceptar que hay NN aún sin identificar.
Y en esta oportunidad, los chicos, los adolescentes que aprendieron cómo se puede morir y agonizar según el modelo que cotidianamente determinados adultos diseñan para ellos se sumaron a la experiencia del dolor que no deja espacio para la huida. Miran, piensan, se tocan entre ellos, saturan sus celulares y hablan ante las cámaras de tevé, serios y absortos.
Como el monóxido de carbono –que les anunciaron se desataría si se portaban mal, jugando con fuego–, esta experiencia podrá corroerles su historia de adolescentes confiados en quienes les ofrecen escuchar a sus bandas favoritas. Esta impregnación de horror, ¿los conducirá a asumirse como víctimas del negocio que explota sus ganas de vivir? Difícilmente lo acepten quienes encuentran en las bandas su filosofía, su letra, su palabra y su ritmo vital. Son las bandas quienes pueden constituirse en aliadas del cuidado y de la denuncia (así como a algunas de ellas es preciso advertirles que sus letras son herederas de las peores maldades que los adultos promueven). Porque son ellas las que interrumpen el espectáculo cuando los jóvenes se zarpan. Pero ya no alcanza.
Discernir entre adolescentes y adultos constituye una antigua clasificación que deja de ser representativa cuando el dolor y el asombro los unifican. Y adquiere vigencia cuando los adultos somos los responsables.
A pesar de los festejos que mucha gente se autoimpuso, además de quienes se encogieron de hombros porque ya habían reservado mesa en un restaurante y estaban dispuestos a divertirse, los comentarios se focalizan, continuamente, alrededor de la catástrofe: es como una nube baja que enturbia la cotidianidad y de la que no es fácil desprenderse. Al dolor se le añade la preocupación por el futuro de estos encuentros, los adolescentes temen que no se les permita asistir a los próximos recitales y los padres se prometen a sí mismos reforzar sus medidas de protección. La comunidad entera comprende que lo sucedido no tiene perdón, aunque los responsables dispongan de su derecho a la Justicia.
Se ha vulnerado, una vez más, la aplicación de las normas y de los principios, eludiendo la reflexión acerca de las consecuencias previsibles, mediante el ejercicio de la que los filósofos llaman una “conciencia perezosa”. Porque quienes tienen responsabilidades se mantienen en la afirmación de los principios y en la repetición de las normas, pero sin tomar en cuenta las posibilidades de intervención concreta. Que en oportunidades sugiere la revisión de las habilitaciones de los locales, dado que –como acaba de comprobarse– están en juego vidas humanas y dado que la advertencia de riesgo existía.
Los principios que sostienen las normas que regulan el funcionamiento de estos locales remiten al interés general de la comunidad, ya que todos los ciudadanos quedan afectados por ese funcionamiento: es lo que estamos comprobando desde el 31 de diciembre, en el estado de ánimo de la población (más allá de las vivencias de las víctimas). Existe una ética de los principios que amaneció entre nosotros a partir de esta tragedia, que demanda una responsabilidad por todos, por los padres y por los hijos, por la ciudadanía en general que está atravesando un dolor y un sufrimiento cuyos matices, por diferenciales que sean, perturban y alteran la vida a todos y cada uno de quienes hoy no pueden dejar de pensar en el episodio trágico. Y seremos nosotros mismos los encargados de sostener dicha ética.
La huida del dolor así como la búsqueda de alivio constituyen tendencias humanas, pero ambas arriesgan el olvido y el descuido de la memoria. En esta oportunidad, el dolor y la memoria de los más chicos están presentes como no había sucedido hasta ahora. La escena inolvidable que ellos protagonizaron incluye a los adultos que transformaron el amor por la alegría y por la música en un duelo temprano y sin razón. ¿Podremos acompañar a los más chicos, seriamente, postergando otros compromisos, en el reclamo de justicia, en la exigencia de respeto por sus derechos y en la demanda inflexible por un nuevo nunca más?

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