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Dos historias de resistencia

Liliana Ranieri se llama a sí misma “tía/mamá”, es que fueron ella y su esposo quienes criaron a Silvina desde que tenía 9 años. Hasta que el abrazo tóxico del humo que encerró a tantos chicos y chicas en República Cromañón le cortó la vida, Silvina vivía con su hermano en Villa Crespo, ella tenía 20, él 30, pero la joven era fundamental para que el varón conservara su independencia. “Es que es insulino-dependiente y no podía estar solo. Mi sobrina era un ejemplo, con todo lo que sufrió de chiquita, con su mamá muerta de cáncer y su papá con una demencia por causa de la diabetes, a pesar de todo, son increíbles sus logros. Eso nos dijo la psicóloga, que teníamos que estar orgullosos de su corta vida.”
Silvina Ranieri estaba en segundo año de psicología, había sido nombrada para integrar un equipo de investigación y se sostenía con una pensión que le heredó a su madre. “Con la crisis pasada mi esposo y yo la peleamos mucho –dice Liliana, instrumentadora en un hospital de Loma Hermosa–, mi hija mayor se fue a España y mis sobrinos a cargo nos pusieron siempre el hombro. Ahora mi sobrino va a volver a casa.” Liliana no puede seguir hablando, es una de las tantas que intenta armar listas con los teléfonos de los familiares para poder empezar las cadenas. “Al menos queremos conocernos, después veremos qué camino tomar.”
Verónica Lara y Mario de la Rosa saben perfectamente cuál es su camino. Saben de asambleas desde hace tiempo y su lugar es junto a los Jóvenes Autoconvocados que las realizan cada tarde cerca del altar espontáneo en honor a los chicos fallecidos. Ellos son hijos de desaparecidos, los padres de Verónica militaban en el PCML y los de Mario en el FR17, comunista la primera agrupación, peronista revolucionaria la segunda. Y ellos integraron casi desde el comienzo la agrupación H.I.J.O.S., hasta que formaron la propia, después de 2000. La noche de la masacre estaban en su local, a una cuadra y media del boliche y apenas escucharon las sirenas de los bomberos recibieron el llamado de una amiga que trabajaba en la barra de Cromañón. “Está todo oscuro, nos quemamos”, les dijo y ellos corrieron a sacar gente, como tantos vecinos, como tantos transeúntes. “Apenas entré me encontré con un chico de cinco años, un poco perdido, pero intacto, lo saqué, y volví, una y otra vez”, dice Mario. Verónica lo sacó de ese enjambre de dolor, el niño le dijo que se llamaba Tomás, que era de Pompeya y le dio los nombres de pila de su abuelo, su papá y su mamá. “Los buscamos toda la noche hasta que encontramos al padre en el hospital Durand, había entrado a buscar a su hijo hasta que se desvaneció. Le dieron el alta dos veces y dos veces volvieron a internarlo, es que el humo hace infección en los pulmones.”

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