EL PAíS › UNA MIRADA POSIBLE SOBRE EL ESCANDALO DE LA IGLESIA

El revés de la trama

El ataque mafioso contra el obispo de Santiago del Estero y su pobre historia oficial. Qué hay, más allá de Ick y el remisero. Un repaso a la relación entre Iglesia y Estado. La doble moral en debate. Un pseudo obispo bajo sospecha. Y algo sobre una interna en la que suele jugarse muy duro.

OPINION
Por Mario Wainfeld

“Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofendan al orden o a la moral pública ni perjudiquen a terceros, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”.
Constitución nacional, artículo 19.
“Desde la moral cristiana ¿qué es más grave, la situación en la que había caído Maccarone o la grabación del hecho y su denuncia?
Hugo Franco, diputado nacional.
“Dios mueve al jugador y, éste, la pieza
¿qué Dios, detrás de Dios, la trama empieza,
de polvo y tiempo y sueños y agonías?”
Jorge Luis Borges. “Ajedrez”.

Es todo un dato que, en la Argentina, cuando se habla de Iglesia se alude a la Iglesia Católica Apostólica Romana y no a cualquiera de los otros cultos. Ni siquiera a otros cultos cristianos, que tienen devotos en este suelo, albergue de todo tipo de mestizajes. Es también llamativo que en el –políticamente liberal y tolerante– artículo 19 de la Carta Magna se inmiscuya la presencia de Dios, confinando a un peculiar limbo impune a los ciudadanos no creyentes. La relación entre la Iglesia (que así se llamará a la jerarquía de la Iglesia de Roma en esta nota en homenaje a la brevedad y a los lugares comunes) y la sociedad argentina no es la de una importante ONG y un Estado laico, por sugerir una simpleza inalcanzable.
Potente factor de poder, núcleo sólido de resistencia a la democratización y al pluralismo, erigida per se y por gran cantidad de portavoces en indisputada autoridad moral supragubernamental, la Iglesia es un actor principalísimo en el ágora argentino. En ese marco debe inscribirse (so pena de incurrir en simplismos banales) el escándalo desatado en torno del obispo Juan Carlos Maccarone.
Una maniobra mafiosa, la utilización de cámaras ocultas, la violación del derecho a la intimidad vienen siendo denunciados, con toda justicia, desde variados ángulos.
Sectores progresistas cuestionan lo que es una evidente maniobra de los enemigos de Maccarone en Santiago del Estero y enaltecen un encomiable costado de su acción pastoral, la opción por los pobres, la lucha contra el poder concentrado en esa provincia. Creyentes, laicos católicos y santiagueños de a pie –que conocen mucho y quieren bien al obispo– ven (y no yerran) la mano del juarismo residual detrás de la movida.Consignados todos estos datos esenciales, valga apuntar que –al conjuro de la lógica política y de la mediática– el relato promedio va derivando a una suerte de historia oficial, más o menos confortante, en el que los malos de la película son los Juárez, el empresario Néstor Ick y Alberto Serrano. Esto es, seres lejanos, remotos y (salvo el joven remisero) invisibles para las cámaras y elusivos para los micrófonos. El relato encuentra un clímax equívoco y excitado, con algunos periodistas haciendo de fiscales de Serrano, el eslabón más débil de la conspiración, aun en el recortado relato dominante. Dejando de lado esos malvados, estaríamos en la aldea de Heidi. Pero, todo lo indica, la Argentina quizá no sea la aldea de Heidi.

La pata eclesiástica

Ofende el sentido común más charro suponer que el ominoso video de denuncia pudo llegar al Vaticano llevado por manos totalmente laicas. Cuesta creer que la Santa Sede admita con llaneza que elementos de esa gravedad arriben a su cúspide, permítase una metáfora, por Mesa de Entradas. La presencia de una pata eclesiástica en la jugada es una hipótesis tamañamente verosímil bajo cuyo prisma deben medirse las declaraciones ulteriores de los colectivos de obispos. Maccarone sólo fue tratado con aquiescencia tras ser víctima de una maniobra de delación, hermana menor de las que padecieron (a manos de sus pares o de sus superiores) otros sacerdotes católicos críticos durante la dictadura militar. En aquel entonces pagaron con su libertad o con su vida, ahora con el ostracismo. La delación, una conducta que el imaginario del argentino medio repudia especialmente, es una costumbre que muchos integrantes de la Iglesia han practicado con feroz asiduidad, aun en épocas muy ulteriores a la Santa Inquisición. Este punto, que incluye la aquiescencia vaticana con tan deleznable conducta, no está siendo especialmente tematizado en los surtidos foros que lo encaran.
La eventual participación de Esteban Caselli es un secreto a voces, que nadie termina de verbalizar. Funcionarios gubernamentales baqueanos en los senderos vaticanos la consideran un hecho, pero rehúsan hablar de eso on the record. La excelente relación del “obispo” Caselli con el nuncio apostólico, su capacidad de acceso a las oficinas de la Santa Sede (muy superiores a las que tiene, por citar un ejemplo, el embajador argentino Carlos Custer), su cercanía ideológica con los Ick, redondean un cuadro ineludible.
La supuesta victoria de Caselli, dicen avezados visitantes de oficinas obispales, será pírrica. “Traspasó un límite y eso no será gratis para él”, especulan. “No será inmediato, porque la Iglesia tiene sus tiempos”, explican tras cartón. Tiempos vaticanos los llaman, una regla de la sabiduría de una corporación que ciertamente se dejó de lado en la fulmínea defenestración de Maccarone.

Doble moral

Los sectores conservadores de la Iglesia se desentienden de alguna corresponsabilidad en el escándalo que, placenteramente, queda todo cargado en la alforja de los odiados políticos. La Jerarquía, en su conjunto, omite fervorosamente hacerse cargo de su doble moral. La prédica sexual de la Iglesia, su abrumadora discordancia con las conductas de muchos de sus jerarcas y pastores es un sayo que (a diferencia de lo que se escribió hasta el párrafo anterior) también le cabe al desdichado Maccarone. El silencio, la protección corporativa es la tendencia, de la que no sólo se beneficiaron prelados de derecha como Storni o Grassi, sino también de otras alas, como el cura quilmeño Héctor Pared. Jamás se le conoció a Maccarone reproche público a esas conductas, a las homilías furibundas contra los homosexuales, a las severas exclusiones para los católicos divorciados.
El punto carecería de interés si la Iglesia discutiera estos temas puertas adentro, pero no lo hace. La Iglesia no propone, como podría hacer con sobrado derecho, reglas éticas, sexuales o prácticas anticonceptivas para sus fieles, sino para quienes no creen en su magisterio o aun en su fe. Se erige permanentemente en un actor público, con pretensa capacidad de veto, en temas educativos, sexuales y de salud pública, exigiendo en combo, eminencia y aportes dinerarios estatales. La voz de la Iglesia ya no es vinculante para los no católicos, pero eso ocurre muy a su pesar.
La separación entre Iglesia y Estado nacional viene siendo progresiva, en la doble acepción de la palabra. Pero sólo se viene logrando tras superar la resistencia de la Jerarquía desde hace (números redondos) ciento cincuenta años.
La verdad ocasionalmente brota de labios inadecuados. La frase del diputado Franco que se transcribe como epígrafe de esta nota, emitida en una carta de lectores enviada a Clarín, es muy esclarecedora. Franco es un buen amigo de Carlos Menem, de Luis Patti, de Caselli y de algún empresario de oscura fama, aún más turbia que Ick. En su carta se formula la sugestiva pregunta que encabeza esta columna, mas no se la contesta como podría imaginar un lector bien pensante. Franco se responde que para la Iglesia la conducta sexual es más grave que lo otro. Dicho en nuestras propias palabras, que la delación, los procederes mafiosos, la intolerancia militante y la impiedad. Y a fe que expresa bien mucho de lo que ocurre del otro lado de los cortinados, aunque se diga lo contrario. O más bien, aunque se calle lo contrario.
Dentro del cuerpo de la Iglesia pero fuera de su jerarquía hay voces que se hacen cargo de que lo ocurrido no sólo se debe a la perfidia de un conjunto de actores ajenos a la institución. El muy moderado director de la revista católica Criterio, José María Poirier, viene comentando que la Iglesia se debe una discusión sobre teología moral que no se reduzca exclusivamente a la moral sexual. Y agrega que esa demora se prolonga desde el fin del pontificado de Paulo VI, o sea, con el fin del refrescante debate que abrió el Concilio Vaticano II. El teólogo Rubén Dri ha sugerido en estos días una vinculación posible entre la demonización de la mujer y las tendencias personales de algunos sacerdotes, un ángulo más vasto y sugestivo que la circunscripta polémica acerca del celibato. Dri, un pertinaz militante católico progresista, ha puntualizado con toda claridad que la jerarquía de la Iglesia ha sido mucho más despiadada con Maccarone que con los obispos que prohijaron o bendijeron a torturadores y genocidas.

Algo cambió

El modo sosegado en que la opinión pública recibió y trató un episodio de homosexualidad trasluce algo que no es costumbre resaltar. La sensatez media, el respeto a las diferencias han prosperado mucho tras largos 20 años de democracia, lo que no equivale a decir que han cesado la discriminación y la intolerancia. La lucha por la igualdad es siempre necesaria y sus objetivos siempre están pendientes. Pero los márgenes del respeto y la tendencia a la igualdad se expandieron como lógica consecuencia del pluralismo logrado a pulso por la sociedad.
Aun la hipocresía que se olfatea en tantos discursos mediáticos tributa a ese clima de época. La hipocresía, ya se dijo mucho tiempo atrás, es un homenaje del vicio a la virtud. El vicio, en el siglo XXI, también lee encuestas o toma razón de las tendencias irrefrenables.
Inscripto entre los obispos mejor dispuestos para la convivencia republicana, Maccarone seguramente fue punido por sus virtudes y sentenciado por alguno de sus pares. Esa injusticia, que le infiere un colectivo que el obispo integró de modo bastante acrítico, no debería ser la única conclusión de este escándalo que la mayoría de las voces y los intérpretes reduce a un esquema maniqueo o a una berreta novela negra.

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