EL PAíS › OPINION

Necesidad de verdad

Por Washington Uranga

Todo lo sucedido en torno de la renuncia de Juan Carlos Maccarone como obispo de Santiago del Estero abre la posibilidad de múltiples y complejos análisis en el marco de la sociedad argentina, de la vigencia de derechos y el accionar de la Justicia, por una parte, y acerca de la propia institución eclesiástica católica, sus prácticas y sus contradicciones, por otro. Está claro que el hecho fundamental a analizar es la coacción a la que fue sometido Maccarone para forzar su renuncia mediante la difusión de aspectos de su vida privada que entran en contradicción no con las leyes sino con las normas morales de la Iglesia de la que él mismo es ministro y autoridad. La extorsión es un hecho condenable y mucho más –como lo señalaron los sacerdotes de Santiago del Estero– cuando ocurre en tiempos democráticos.
Lo ocurrido es grave porque deja en evidencia que en nuestro país quienes están dispuestos a mantener sus privilegios pueden usar impunemente todo tipo de herramientas –así se trate de la extorsión y el chantaje– para acallar la crítica o la denuncia o para quitar del escenario a los personajes que resulten molestos o perjudiciales para sus propósitos. Un agravante de lo anterior es que los ciudadanos quedan prácticamente indefensos ante este tipo de situaciones. La condición episcopal de Maccarone es, a la vez, su fortaleza y su debilidad. Porque es obispo ha recibido una cantidad de apoyos que él mismo no habrá imaginado nunca y que, seguramente, lo habrán reconfortado en un momento difícil. También es cierto que su investidura agranda la dimensión de su error y multiplica los efectos de su acción. En este sentido amplía los ecos y las consecuencias de su conducta. Cabe preguntarse, en cambio, qué sucede con ciudadanos comunes envueltos en situaciones de coacción o de extorsión a raíz de la defensa de sus derechos. Desde el anonimato y sin las posibilidades de defensa pública que ha tenido en este caso el obispo, estos anónimos ciudadanos quedan prisioneros del atropello de individuos y grupos que cometen abusos y hasta delitos con total impunidad. Lo peligroso es que contra todos los esfuerzos de construir otras formas de participación, de instalar otras reglas de juego para la convivencia y condiciones para una sociedad más igualitaria y más justa, siguen vigentes estos mecanismos corruptos, perversos, violentos y autoritarios. Y más allá de la denuncia –saludable y valiosa por sí misma–, la sociedad se paraliza, la Justicia no reacciona y el poder político mira desde la otra acera, sin terminar de decidirse a intervenir, seguramente por temor a verse involucrado o perjudicado. Por eso este episodio tiene que ser aclarado e investigado hasta sus últimas consecuencias. Porque sólo conocer toda la verdad sobre los hechos permitirá transformar la desazón de hoy en un hecho que fortalezca la ciudadanía.
Otra consideración cabe respecto de la Iglesia institucional y del propio obispo renunciante. El reconocimiento del error y el pedido de perdón es, de por sí, un testimonio de hombría de bien, tal como lo han señalado varios en los últimos días. Pero esto supone también sacar a los jerarcas de la Iglesia del lugar simbólico –religioso y también político-cultural– en el que están instalados. Los obispos –y lo mismo puede decirse de los sacerdotes y de los religiosos– son seres humanos falibles. Esto, que debería ser una verdad sin discusión, ha sido negado muchas veces por la propia institución eclesiástica, no en sus teorías pero sí en sus prácticas. Esto ocurre cuando no se admiten críticas, cuando no se aceptan públicamente los errores, cuando se encubre o tapa la verdad. A propósito del caso Maccarone, los obispos han dicho que no temen a la verdad. Esto es una manifestación de salud institucional. Pero para que cobre realidad tendría que traducirse no sólo en un episodio como este, sino en muchas otras aristas de la vida de la Iglesia. Hace 29 años, un 4 de agosto, moría en La Rioja, asesinado por defender a los pobres, el obispo Enrique Angelelli. Hasta hoy institucionalmente la Iglesia Católica se niega a reconocer esa muerte como martirio. Esa es también una verdad. Afrontar la verdad sería también abrir el espacio institucional para reflexionar y debatir sobre el tema de la sexualidad dentro de la moral católica, un capítulo cerrado a partir de una rigidez disciplinar y normativa que pretende apoyarse en cuestiones doctrinales y dogmáticas. Una situación que hoy hace vivir en la tribulación no sólo a quienes tienen posiciones ministeriales en la Iglesia Católica, sino a muchos fieles que viven con angustia y no poca culpa la contradicción entre la situación personal a la que los ha llevado la vida y la rigidez de las normas morales de una Iglesia que, en lugar de acogerlos, los señala para condenarlos. Quizás a la institución le haga falta entender que nada de lo que le suceda a un ser humano puede dejar de ocurrirle a ella misma y que lo más sano en todos los sentidos es afrontar la verdad, porque negarla no construye y porque hoy, como desde el principio de la humanidad, sigue siendo imposible tapar el sol con las manos.

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