EL PAíS › OPINION

Borocoteadas

 Por Eduardo Aliverti

En lo sociológico hay una categoría, potenciada en forma tremebunda por la influencia de la comunicación audiovisual, que se denomina “construcción de subjetividad”.
Explicado con una sencillez que bordea lo simplote, viene a ser la forma en la que los gestos, los signos, las declaraciones públicas, la forma de mostrarse de quienes dirigen o aspiran a hacerlo, logra atraer consenso o rechazo popular al margen, inclusive o precisamente, de la sinceridad u honestidad personal de aquellos que la protagonizan. Por ejemplo, los loquitos que provocaron los incidentes en Mar del Plata son infinitamente menos violentos y peligrosos que los poderosos de todo poder que los empujaron a ese estado de alienación. Pero lo que construyeron con la estupidez de sus agresiones genera un razonamiento exactamente inverso y justo, encima, cuando se había logrado cierto abroquelamiento sentimental y operativo en contra del monstruo que nos visitaba. Y por ejemplo, si a cuatro días de la foto de un Bush más impávido y desprestigiado que lo habitual –lo cual es demasiado decir– la foto pasa a ser Alberto Fernández a los besos con el prostituto de Borocotó –ay, cuánto antes de improbable que de difícil– puede pasar a ser que se sienta el estar viviendo una nueva etapa. Un hecho menor, se dirá y uno mismo está tentado a decirlo, al lado de aquella otra cosa medio ecuménica. Pero he ahí la construcción de subjetividad. Una boludez que termina elevada a la dimensión de factor político y social deprimente, en condiciones de relegar el entusiasmo por lo positivo.
Cuanto menos es curioso que el análisis y la indignación se hayan posado con exclusividad en el tránsfuga de Borocotó. Siempre fue un facho, un homofóbico, un cavernícola. Pero de ninguna manera es un degenerado, porque eso significaría que alguna vez tuvo una matriz opuesta a lo que hizo. En política la pregunta que importa, para empezar, es si va adelante el que peca por la paga o el que paga por pecar. La compra de Borocotó, muchísimo antes que de él, habla de Kirchner y de los suyos, a propósito de los límites que son capaces de atravesar en sus roscas de acumulación de poder o de espectáculo. Lo de Borocotó, unas horas antes de que se dilucidase en la Legislatura el juicio político a Aníbal Ibarra, no tiene ninguna explicación que no sea la intocada permanencia de un accionar mafioso en la cúpula del poder político. Por las razones que fueren. El gobierno nacional obró de forma repugnante, al mejor estilo de las huestes que se ufanó de aplastar en las elecciones de hace menos de hace tres semanas.
¿Por qué hicieron esto pegado a su considerable victoria en las urnas y al digno papel mostrado en la cumbre americana? ¿Cómo es posible que no hayan medido la repercusión brutalmente negativa de borocoteada y aledaños o, peor, que habiéndolo hecho hayan resuelto continuar como si nada? ¿Qué ganancia les trae esta bajeza? No se encuentran razones de Estado apreciables. Ni siquiera la de sostener a Ibarra por cuestiones de gobernabilidad en la vidriera del país, porque no hay una amenaza de terremoto institucional. A otro perro con ese hueso. Y si no es eso, habrá que buscar en cuestiones personales: pequeñas venganzas, solidaridad de casta, vaya a saber.
Lo que tal vez sí calcularon es que, al fin y al cabo, el gustito que se dieron implica una corriente popular indignada, pero pasajera, olvidadiza. Por muy duro que suene decirlo, susceptible de ser tan tránsfuga como Borocotó. ¿Quién lo eligió a este mercenario? ¿Una delegación marciana? Los votantes de Macri y los dirigentes macristas –que por estas horas inundan las radios manifestándose traicionados– ¿están jodiendo? Claro que no es cosa de juzgarlos sólo a ellos. Hacerlo sería una chicana equiparable a ese gustito patético que se dio el kirchnerismo y más que eso: sería obviar que en todas partes hay tránsfugas y los que insisten en votarlos.
Una conclusión aceptable, al menos, para sacar en estos días de construcción de subjetividad tan contradictoria, podría ser que en efecto, hay un cambio de época, que lo que hasta ayer nomás pasaba como lógico o desapercibido hoy genera algún escándalo, que la derecha explícita está en problemas; que hay indicios de algún despertar en la conciencia crítica de la sociedad. Pero que eso es más producto del efecto arrastre por la crisis de los bloques dominantes, que por el surgimiento de figuras auténticamente novedosas que encabecen un proyecto alternativo. Dicho de otro modo: que los tiempos están cambiando, pero con dirigentes que se acomodan a esos tiempos no por convicción, sino por conveniencia. Cuidado con eso, porque los acomodaticios no lo son una vez sola. Lo son toda la vida.

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