EL PAíS

Los errores y el desastre

El síndrome 2001 está tan marcado en los argentinos que una revuelta como la de Las Heras, en Santa Cruz, con sus imágenes, cortes de ruta y asalto de la comisaría remite a aquellas otras imágenes y establece equivalencias. La desesperación de los argentinos que habían perdido sus trabajos, sus casas y sus ahorros y el enfrentamiento a pedradas con la represión que disparaba sus armas de fuego marcaron aquella movilización espontánea del 2001. Pese a las diferencias, son imágenes que se enciman y tironean por asemejarse a esta rebelión en el sureño poblado petrolero donde un núcleo de trabajadores reclama que el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias no afecte los salarios de hasta diez mil pesos.

Los ecos de la tormenta de Las Heras resuenan con fuerza sobre temas que conforman nuevos escenarios en el país, como la multiplicación de los conflictos salariales, el grado de violencia que los signará, el desborde de las viejas organizaciones gremiales y los procesos institucionales que puedan darles respuesta. Y también sobre situaciones más concretas en el plano gremial, como el carácter de un reclamo puntual que también ha sido planteado por la CGT y la CTA a nivel nacional, la metodología de lucha y la proporción de las medidas de fuerza empleadas. En el plano político, los hechos tomaron por sorpresa al gobierno nacional y pusieron de manifiesto fallas en la estructura política provincial por donde se filtraron situaciones que se fueron sumando hasta que se produjeron los hechos de violencia.

El 19 y 20 de diciembre de 2001, las balas de plomo provenían de la represión, y los muertos y heridos estuvieron entre los manifestantes. En este caso, la fachada de la comisaría de Las Heras muestra más de cien impactos de bala y el muerto y los heridos por bala de plomo fueron todos policías, mientras que del lado de los manifestantes hay varios heridos por perdigones de goma. Los autores de los disparos todavía no fueron identificados, pero resulta poco consistente la idea de infiltrados en un pueblo en pleno desierto y con algo más de diez mil habitantes, donde todos se conocen.

Con infiltraciones o no, la situación de extrema violencia que se genera desde la propia movilización, desproporcionada con relación al carácter del reclamo, pone en tela de juicio la metodología elegida por una conducción gremial que generó una situación que no supo manejar y que podría haber producido, además de la muerte del policía, una masacre de obreros si los efectivos policiales hubieran estado armados. De la misma manera, si el propio presidente Néstor Kirchner reconoció en su discurso que Mario Navarro, el dirigente de los petroleros, no es un hombre violento, haberlo encarcelado en medio del conflicto resultó, por lo menos, provocativo. Aun así, los responsables de la muerte del oficial Jorge Sayago seguirán siendo los que le dispararon y golpearon, ya sean infiltrados de cualquier lado o –la que sería la opción más triste y absurda– parte de una turba descontrolada en la que habría degenerado un conflicto gremial por reclamos de mejoras económicas.

Y más aún, porque si después de la tormenta sangrienta, todas las partes estuvieron dispuestas a parlamentar, negociar y discutir la forma de acercar posiciones, la pregunta es por qué no lo hicieron antes, tanto las autoridades, las empresas como los gremialistas. El hecho de que hayan podido parlamentar demuestra que el grado de intransigencia previo fue desmedido –ni combativo ni demostración de autoridad–, dejó al desnudo la incapacidad de unos y otros para resolver la situación.

En el caso del reclamo obrero, el desborde de la violencia lo puso al borde de la derrota, en una situación de repliegue forzado. La muerte del policía llevó a un segundo plano las razones del conflicto y le restó respaldo. Los sectores gremiales que fueron responsables de esa situación pagarán un costo en la negociación y en el consenso que perdieron entre los pobladores, sobre todo si la investigación llega a la conclusión de que las personas armadas formaban parte de la movilización. Y en el caso de las autoridades provinciales, la crisis en Las Heras desató un conflicto político que seguramente tendrá un desarrollo más largo en el tiempo pero que dejará heridos y contusos en la administración del gobernador Sergio Acevedo.

Con respecto al reclamo en sí, es difícil que pueda entenderlo un desocupado que está bregando para que le aumenten los magros 150 pesos de los planes Jefes y Jefas. Pero usar este argumento para descalificarlo sería demagógico. Lo cierto es que el trabajo de los petroleros es uno de los más duros y, por lo tanto, mejor pagos en todo el mundo. Son tareas pesadas, en los lugares más aislados, en geografías y climas hostiles. El pueblo mismo de Las Heras ha sido estudiado porque llegó a tener uno de los índices más altos del país en suicidios de jóvenes.

Las agrupaciones que se han solidarizado con las luchas de los petroleros les hacen un flaco favor cuando no explican estas circunstancias extremas. Porque para la población en general, los salarios de tres, cuatro y cinco mil pesos –más horas extras– corresponden a jerarquías gerenciales en la gran mayoría de las empresas. Tiene una lógica que un trabajador que gana entre 1800 o dos mil pesos no pague impuesto a las ganancias. La pregunta es por qué no debería pagarlo alguien que gana cinco mil pesos o más por mes. Los trabajadores petroleros constituyen un caso específico, pero si lo que se pide es una ley nacional, resulta por lo menos muy discutible eximir de ese impuesto a salarios de hasta diez mil pesos. Y allí sí sería injusto para quienes no tienen ese nivel de ingresos y reciben, vía el Estado, algún tipo de refuerzos a través de la educación, la salud y demás servicios y obras públicas. Desde ese ángulo, el reclamo se aproximaría más a una visión de derecha individualista que de izquierda.

Como la situación de los petroleros es muy particular, no parece lógico tomarlos como caso testigo para una ley nacional sobre el mínimo no imponible. En muchos países, las empresas petroleras asignan un doble aguinaldo a sus trabajadores en función de estas circunstancias. La inclusión del reclamo de una ley nacional de ese tipo, como objetivo de un conflicto tan local y circunscripto, aparece también como otra medida poco reflexionada por parte de la conducción gremial de Las Heras.

Con sus particularidades, el conflicto de Las Heras es otro señalador de la proliferación de los conflictos salariales. El nuevo modelo económico, donde la producción resulta más rentable que la especulación financiera, tiende a valorizar el trabajo. Y al mismo tiempo genera más expectativas por parte de los trabajadores en cuanto a su parte en la distribución del ingreso. Durante los años ’90, donde el modelo neoliberal desvalorizaba el trabajo, la mayoría de los conflictos salariales terminaron en derrota de los trabajadores, al tiempo que cerraban miles de fuentes laborales. Esa sensación de impotencia hizo que, en comparación con los últimos tres años, la cantidad de conflictos fuera mucho menor. Las viejas organizaciones gremiales abandonaron la problemática salarial que, pese a sus limitaciones y burocratizaciones, les había garantizado permanencia y hegemonía en el movimiento obrero.

Ese proceso desgastó las estructuras gremiales tradicionales y habilitó el surgimiento de nuevas formas, dentro y fuera de los sindicatos, sobre todo a partir de sectores que participaron en la resistencia al modelo anterior. El problema es que al igual que en el plano político, estos sectores asumen por esa experiencia que toda negociación lleva a la derrota y actúan como si estuvieran en ese mismo encuadre, de cuando el trabajo no pesaba en la puja por el ingreso. Sin embargo, y al revés que en los años ‘90, en casi todos los conflictos salariales de los últimos tres años, que transitaron por instancias de negociación a partir de situaciones de fuerza, los trabajadores obtuvieron gran parte de sus reclamos.

La nueva situación económica implicó hasta ahora un cambio drástico en la puja por el salario y la distribución del ingreso con relación a losúltimos treinta años. Los medios publican titulares incendiarios sobre este tema porque lo comparan con la paz de los cementerios de los ’90. Los cambios que se produjeron hasta ahora, incluyendo las actitudes de sus protagonistas –empresarios, trabajadores y Estado–, han sido disparados por la naturaleza del proceso económico. Hay una consciencia en la mayoría de acompañar esa tendencia. Aunque existe poca experiencia y práctica para integrar un fenómeno que llegó para quedarse y que reclama, no sólo dejarse llevar por la corriente, sino el reordenamiento de todo el engranaje gremial, empresarial y estatal que interviene en él, así como el diseño de políticas y estrategias específicas.

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Imagen: Gentileza El Patagónico
 
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