EL PAíS

“Los niños escuchábamos los gritos de los torturados”

Sandro Alberto Soba es uruguayo y cuando tenía ocho años estuvo detenido en Automotores Orletti. Allí vio por última vez a su padre. Aquí narra su historia y la dificultad para hablar de ella. También critica la tarea de la Comisión para la Paz de su país.

 Por María Esther Gilio

“Casi no podía hablar. A mí, que era el mayor, me dijo que ayudara a mi madre. Y varias veces repitió que estudiáramos. Mi madre lloraba. Todos llorábamos hasta el momento que lo llevaron.” Así relata Sandro Alberto Soba la despedida de su padre. Fue en el centro clandestino Automotores Orletti. Sandro tenía ocho años. Desde Montevideo, el joven uruguayo reconstruye su paso por el campo que fue sede del Plan Cóndor en Buenos Aires y reflexiona sobre las consecuencias del silencio y la impunidad.

–¿Cuando viajaron a Buenos Aires?

–Mi padre ya estaba en Buenos Aires cuando fuimos con mi madre, María Elena Laguna, y mis dos hermanos. Tania de 2 años, Leonardo de 3 y yo, el mayor, de 5. Allí vivimos en Palermo.

–Todo eso lo recordás bien.

–Sí, cuando mi padre desaparece, en el ’76, yo había cumplido 8 años.

–¿Qué sabés de la desaparición de tu padre?

–En un momento nos mudamos a Haedo, porque mi padre tenía que manejar una imprenta que hasta esos días manejaba un compañero que había caído.

–¿Tu padre era del MLN?

–No, PVP (Partido por la Victoria del Pueblo). Estábamos hacía unos meses viviendo en Haedo, cuando una mañana mi padre sale para encontrarse con (Alberto) Mechoso, y cuando va llegando al bar donde debían verse lo agarran. Esa noche hacen un operativo en la casa después de rodear la manzana y desalojar a la casa de al lado.

–¿Los de al lado eran compañeros?

–No, no. A mí padre lo traen al final de ese día, totalmente desnudo, mojado, tapado con una manta. Un milico le dice a mi madre: “Trajimos algo para vos”. Mi madre corre hacia la ambulancia donde está él en el piso. Levanta la manta y lo ve. Está todo lastimado.

–Ya lo habían torturado.

–Sí, apenas hablaba, pero le dice a mi madre que pensando en nosotros no se había querido matar.

–¿Tú presenciaste eso?

–Sí, yo había corrido tras mi madre. Oí cuando le decía a mi madre que no se había querido matar. Después entran al cuarto de la imprenta y se llevan a los dos que trabajaban allí, golpeándolos y tirándolos al piso mientas caminaban.

–Los que trabajaban en tu casa eran compañeros.

–Sí, nunca hablaban con nosotros, pero eran compañeros. Después de todo esto, nos llevan a todos a Orletti.

–¿Los llevan y los mezclan con los demás detenidos?

–No. En el fondo del local hacen un cuadrado con autos y en el medio, nos meten a mi madre, a mí y a mis hermanos. Allí estuvimos dos o tres días. Yo, que era el mayor, quería ver qué más había en el lugar y trataba de escaparme. Un día me escapé, subí y vi en la parte de arriba, un enorme tanque, que supongo usaban en la tortura, y una pieza llena de personas sentadas contra la pared, en el suelo. Lo recuerdo como si estuviera recordando una foto. Hay cosas que a veces me pregunto si realmente las vi o las imagino a partir de tantos cuentos. Pero esta imagen de la gente en Orletti sé que es verdad, que era así. Otra cosa que recuerdo de Orletti son las vías de un tren que pasaba atrás, por una parte del terreno. Allí estuvimos unos días. Ni mi madre ni mi hermana querían comer. Escuchábamos cuando los autos entraban, voces y gritos cuando arriba torturaban. A los tres días, según mi madre, llegó (José Nino) Gavazzo y le dijo que nos iba a trasladar para Montevideo.

–Tu madre estaba totalmente fuera de todo.

–Sí, mis padres habían arreglado eso así por nosotros. Mi padre se jugaría, pero mi madre quedaría afuera.

–¿Qué dijo tu madre sobre eso de volver a Montevideo?

–Dijo que antes de volver quería ver a mi padre. Gavazzo le dice que sí. Lo bajan y lo dejan por unas dos horas en el cuadrado con nosotros. No podía abrir los ojos porque le habían puesto picana y los tenía llenos de pus. Esas dos horas que pasé con él son las más largas de mi vida. Dos horas que mi memoria multiplica a fuerza de recordarlas.

–¿Qué dijo tu padre en ese encuentro?

–Casi no podía hablar. A mí, que era el mayor, me dijo que ayudara a mi madre. Y varias veces repitió que estudiáramos. Mi madre lloraba. Todos llorábamos hasta el momento que lo llevaron. Al otro día, Gavazzo y (Ricardo) Arab nos trajeron para acá con la señora de Mechoso y los dos nenes. Cuando llegamos fuimos a una casa que tenía una rampa, en Punta Gorda. Después de ahí a mí y a Tania nos dejan en la puerta de la casa de mis abuelos. Mi madre y mi hermano, al que no pudieron despegar de mi madre, quedaron por dos días en esa casa.

–Interrogaron a tu madre.

–Sí, la interrogaron pero no la torturaron.Y bueno, luego de todo esto, empieza un largo silencio. Aquí había dictadura y nadie tocaba el tema. Pasaron los años y eso no se hablaba.

–Tampoco en tu casa, cuando estaban solos.

–No, era terrible porque a los hechos de pesadilla que habíamos vivido se sumaba la pesadilla de no hablarlo. Mi madre quedó psicológicamente muy embromada. Quedó como muda. Este silencio yo creo que nos afectó a todos. Mi hermano Leonardo, durante años, cada vez que escuchaba una sirena, así estuviera jugando en la calle, corría a abrazarse de mi madre. Tania, a pesar de que era muy chica, quedó con una bronca y un sentimiento de impotencia que no la abandonó nunca.

–¿Y tú? ¿Qué te hizo a ti lo vivido? Por lo menos lo que sabés.

–Me quedó desconfianza de todos, no creo en nada hasta que no lo veo. Yo deseaba hablar y no encontraba dónde. El lugar para hablar lo encontré finalmente en Hijos. Me sentí bien, pude decir las cosas que había guardado durante años. Allí empecé a rearmar mi memoria, lo cual todavía me cuesta. Una memoria con todo; con lo malo y con lo bueno. Con mis recuerdos y con los recuerdos de quienes lo conocieron. Creo que fue a partir de Hijos que conseguí traer a mi memoria todo lo que el terror había bloqueado.

–¿Te pasa de enfrentarte, de pronto, a cosas que estaban olvidadas?

–Me pasa, me pasa. Me pasó de sentirme angustiado porque tenía miedo de olvidar cosas que me parecía que debía recordar. De pronto, más tarde, me daba cuenta de que eran cosas que no tenían importancia, que no era imprescindibles retenerlas. Que eran apenas pequeños detalles. Que lo más importante era lo que él había sentido y vivido. Yo tengo que reconstruir sus pensamientos, sus creencias. Tan importantes que lo llevaron a jugarse la vida.

–Sentís que eso es lo más importante a recuperar de tu padre, su herencia.

–Sí, su mejor herencia.

–Sin rencor. ¿Lo tuviste alguna vez?

–No, yo no. La que sintió siempre rencor y bronca de manera muy fuerte es Tania, mi hermana. Yo lo notaba cuando hablábamos. Veía su rencor hacia todo. Yo no sentí nunca eso. Si pensás que la otra persona está haciendo algo convencida de que es lo mejor –no para él, para todos– no podés sentir rencor, pero bueno, obviamente mi hermana no pudo enfrentar las cosas de esa manera. No le alcanzaban las explicaciones que podíamos darle. Estaba muy cerrada.

–¿Quién está mejor de los tres, más sereno?

–Puede ser que más sereno, yo. Tania falleció hace ocho días.

–¿Falleció, de qué?

–Tenía una válvula en la cabeza y por algún problema tuvieron que operarla. Ella murió sin alcanzar lo que pasó buscando toda su vida. No pudo saber nada de mi viejo, no pudo encontrar los restos, no pudo saber las cosas que quería saber.

–¿Algo concreto?

–Sí, quería saber si lo habían traído vivo para Montevideo o lo habían asesinado en Buenos Aires. Vivía con esa obsesión. Los gobiernos democráticos pasaban y ella sentía y lo decía, que todo seguía igual.

–¿Qué sentís tú sobre eso?

–¿Sobre los gobiernos y los desaparecidos? Lo mismo que ella. No hay quien piense que hay una familia atrás. “Aquí, en Uruguay, no hay desaparecidos.” “Aquí los niños fueron preservados.” Nadie dice que había niños en las casas de detención, que los niños escuchaban los gritos de los torturados. Y tenés que aceptar lo que se dijo en la Comisión para la Paz, donde no se respetó la verdad. Cuando nos llamaron para hablar, mi madre no quiso ir, fui yo solo. Empecé a hablar y, este tipo...

–¿Ramela?

–Sí, Ramela, me dijo, “no, el caso de tu padre está junto con el de Mechoso”. Lo que yo había visto, lo pasado por mi madre, no sé. ¿Qué quiere decir que su caso está con el de Mechoso?

–¿Cómo se podría saber qué quiere decir semejante frase? ¿Que en los papeles están juntos? En los papeles.

–Sí, en los papeles. Después, más tarde, entregaron un papel, que tomó mi hermana Tania, donde está la fecha de la desaparición de mi padre en Buenos Aires: 27 de septiembre de 1976. Nada sobre la causa de su muerte. Nada sobre quiénes intervinieron. La cara de mi hermana con ese infame papel en la mano no se me borrará de la memoria.

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El taller mecánico donde funcionó el centro clandestino Automotores Orletti.
Imagen: Gentileza Diario La Republica
 
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