EL PAíS › OPINION

El insulso sabor del empate

 Por Mario Wainfeld

Los gobiernos de Argentina y de Uruguay levantaron los brazos, declarándose vencedores, no bien se conoció el fallo del Tribunal del Mercosur, en una actuación semejante a la que se presencia en los combates de boxeo, antes de que se conozca la definición por puntos. En verdad, la decisión les daba a las dos partes algunos maderos a los que aferrarse. Para Argentina, el reconocimiento de la “buena fe” de su gobierno, las repetidas alusiones a la legitimidad de la protesta de los vecinos de Gualeguaychú y la ausencia de toda imposición de conductas para el futuro.

En la otra orilla del Plata se insistió en subrayar los recurrentes párrafos en que se fustiga la inacción del gobierno argentino y se desbaratan los argumentos que justifican su pasividad. Y en destacar que se reconoció la existencia de perjuicios materiales para los uruguayos.

La sentencia ofrece para el intérprete local algunos alivios si se la compara con la emitida por el Tribunal de La Haya. Está escrita en un español algo manierista y plagado de tecnicismos pero, al menos, no es una decisión emitida en inglés a miles de kilómetros de distancia del suelo común por exóticos jueces togados. Pero desentrañar su cabal significado es más peliagudo que lo que fue leer el 14 a 0 en contra que se llevó Argentina de La Haya.

La expresión “salomónica”, fatigada en análisis y notas periodísticas, no es la más adecuada. Salomón era un juez sabio y su sentencia más conocida no fue para nada ambigua, resolvió a favor de una de las madres litigantes, valiéndose de un ardid para probar la verdad. En el caso que nos ocupa, la patria potestad del bebé queda en un limbo, la ambigüedad es el factor predominante y las invocaciones a favor de una u otra parte se combinan de modo que no es casual.

Un encumbrado teórico del Derecho, Hans Kelsen, decía que no existía norma jurídica si no mediaba sanción para el caso de su incumplimiento. La sanción escrita es la prueba de la existencia del orden jurídico, mientras que en otros órdenes prescriptivos (el moral o el religioso) puede faltar. Si se aceptara ese parámetro, se justificaría el optimismo de la Cancillería argentina. Cuesta creer que haya una sentencia en contra cuando ninguna condena se ha impuesto al país y nada le quedó vedado expresamente. Uruguay no está en condiciones de imponer alguna conducta al Estado o a los ciudadanos argentinos, que se hicieron acreedores a una serie de retos cuya ejecutividad ulterior es muy gaseosa.

Los ciudadanos uruguayos que se creen damnificados podrían, amparándose en numerosos considerandos de la sentencia, tener por comprobada la inconducta del gobierno y de vecinos argentinos ante una magna instancia internacional. Luego les cabría tratar de probar ante un tribunal argentino los daños sufridos, señalar a sus supuestos responsables y reclamar los daños y perjuicios. Es un itinerario posible, de hecho en diarios uruguayos hay avisos de abogados ofreciendo sus servicios al efecto. Pero da la impresión de que las chances de éxito son escasas y que su exploración insumiría mucho tiempo y bastante dinero. Demasiadas contraindicaciones para litigar, máxime si se hace como visitante. El gobierno uruguayo debería, entonces, moderar sus festejos en el rincón.

El gobierno argentino también debería optar por la templanza y no por levantar triunfalista su brazo. No fue, seguramente, vencido pero tampoco cosechó plácemes. Las críticas a su accionar, el desbaratamiento de algunos de sus argumentos (incluidos la alegación de las libertades públicas y el respeto a los derechos humanos) lijarán su reputación internacional.

Bien mirada, la conjunción de dos sentencias en tribunales de variado pelaje prueban algo que siempre fue evidente, la esterilidad de la vía judicial. En La Haya y en Montevideo, aunque los respectivos scores fueron diferentes, el reclamante no obtuvo lo que buscaba.

Poco ha cambiado aunque dos tribunales han pronunciado largas resoluciones y, casi seguro, poco cambiará insistiendo en la vía muerta de judicializar la política. No han de ser los togados, castizos o foráneos, los que puedan deshacer el entuerto, sólo podrían lograrlo los representantes de los pueblos de dos países, si tuvieran el acierto de superar la irritación y la ineficacia que los hermana a ambas orillas del charco.

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