EL PAíS › OPINION

A su manera

 Por Mario Wainfeld

Habló en el lugar elegido, hasta por cábala. Optó por el registro que mejor ejercita, la oratoria razonada, prolongada, sin concesiones de lenguaje, más cercana a una conferencia que a una arenga. Se paró firme ante un auditorio sin tribuna, pura platea, prefigurando la imaginable edición televisiva de fragmentos del mensaje. Anticipó que no mencionaría cifras, marcando otra diferenciación con la retórica del Presidente, en la que las palabras y los números se atropellan para salir.

Fue parca para recordar próceres, se salteó el imaginario nac & pop. Se asiló en el siglo diecinueve, apenas una mención a Mariano Moreno y un Olimpia de Oro en su ranking personal para Manuel Belgrano. Apuró un sorbo de agua antes de comenzar, expuso con soltura durante tres cuartos de hora, se emocionó sobre el final.

Abrió un par de paréntesis autorreferenciales (“nunca me cansaré de decir”, “cómo nos persigue octubre”), guiños a un público cautivo al que no le facilitó interrumpir con aplausos.

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Ruleta rusa: Cristina Fernández de Kirchner empezó a enfrentar el desafío de proponerse al mismo tiempo como continuidad y cambio. A cuenta de ese intríngulis se valió de una metáfora que seguramente se repetirá, la de advertir que las elecciones no deben ser una ruleta rusa. Un alerta típico de quien es oficialista, prevenir contra los saltos al vacío. La enunciación de los resultados de la gestión de Néstor Kirchner, la economía real, el recuerdo de sucesivas agorerías opositoras desahuciadas por los hechos formaron parte de ese núcleo oficialista, técnicamente conservador.

Confortable en su elaborado papel de fiscal, la senadora no dijo nada parangonable a su alusión a “El Padrino” de dos años atrás, en la misma (su) ciudad. Pero fulminó a los que votaron por la Banelco, por la presión del Fondo o por concesión a los militares. Y cuando enalteció la conducta de no haber dado “palos” contra la protesta callejera evocó a dos presidentes que pagaron caro haber derramado sangre: Eduardo Duhalde (el que debió adelantar las elecciones) y Fernando de la Rúa (el que tuvo que irse). No se valió de sus apellidos ni de ningún otro nombre propio de un adversario político.

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Los tres pilares: Eslabonó el discurso mentando a tres “pilares” o “construcciones basales”: la reconstrucción del Estado, el modelo económico-social de acumulación e inclusión y el cultural, centrado en la recuperación de la autoestima. Puesta a elegir, como diría Serrat, elevó a la cima al último.

Pero la mayor novedad de su presentación estuvo en la referencia al segundo “pilar”. Tras un forzadamente fugaz sobrevuelo de la historia argentina, autoalabó los logros del Gobierno, pero sugirió que es necesario institucionalizar ese modelo. Sin entrar en precisiones, mechó en el discurso la necesidad de articular relaciones estables entre empresarios y sindicatos. Habló de “espacios”, de “planificación de mediano y largo plazo”, de “acuerdos”, expresiones polisémicas, si las hay. Evocó un discurso en la OIT de José María Cuevas, el pope del sector patronal en la mágica recuperación española.

Un sondeo veloz entre integrantes del gabinete nacional recogió evaluaciones dispares. Para alguno hubo una clara señal en pos de nuevos mecanismos de concertación, no precisados, que podrían recorrer un abanico desde pactos sectoriales hasta un Consejo económico-social. Para otros, se trató apenas de enfatizar los mecanismos que ya se están aplicando. Para todos, para el cronista, se olfateó un tono admirativo por el modelo español, acaso en tributo al país primermundista que más trilló la pareja Kirchner.

La aparición de una hipótesis de acuerdo social con muy pocos precedentes locales llegó tras un par de reproches al empresariado nativo. El primero, un clásico, la comparación con la “burguesía nacional” brasileña, más consustanciada con un proyecto de país. El segundo, una reprimenda al cortoplacismo de ese sector.

Sobre el movimiento obrero no hubo ni dicterios ni alabanzas, sí se subrayó la necesidad de tener sindicatos fuertes. Pero nada se comentó de cómo son los realmente existentes.

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La institucionalidad: Usar como arma la fuerza del oponente es una tentación para cualquier tribuno. Cristina trató de dar vuelta el argumento de la ausencia de calidad institucional, favorito de una oposición no demasiado imaginativa. Se centró en los puntos fuertes del Gobierno: la Corte Suprema, los derechos humanos. E innovó explicando que un Estado fuerte y un gobierno atento a los reclamos populares son bastiones de la calidad institucional.

Sobregirando en demasía, explicó que hay excelencia cuando los legisladores elegidos como oficialistas votan a favor del Gobierno y los representantes de los opositores en contra, una lectura estática, empobrecedora. La platea, gente votada por el oficialismo, aplaudió. Se les traspapeló la importancia de ingredientes que saborizan (si es que no constituyen) la democracia: el pluralismo, la rotación de las coaliciones, la necesidad de negociación permanente.

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Cuestión de género: Mientras llueven denuncias de todo pelaje (alguna consistente, alguna traída de los pelos) contra muchas mujeres del gabinete, la senadora que aspira a ser presidenta desarrolló su propia narrativa de género. El tópico dará para más, lo que dijo no calza con los discursos feministas más consistentes. Pero se bastó para elogiar a las mujeres, su lucha, su templanza ante la desdicha, la violación de los derechos humanos o el desamparo. Es fácil entrever que más de un spot recortará esos pasajes, en la clásica recorrida de campaña por targets precisos.

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Campañas: La campaña de la oposición, hasta ahora, arraiga en los acontecimientos mediáticos de los últimos meses. Las sonadas cuitas palaciegas del Gobierno, la inminencia del colapso energético, Miceli, Picolotti, Skanska, el Indec. Poco trajina el itinerario de estos cuatro años, poco se mencionan acciones concretas futuras. Su propuesta es una ingeniería electoral de suma positiva, restarle votos a la fórmula favorita, arrimar a la segunda vuelta. Son ambiciones módicas, hace dos meses parecían inalcanzables. La sensación térmica de estas semanas es que la brecha se ha acortado, sigue siendo ancha.

Cristina Kirchner sencillamente obvió las peripecias en debate, de las que se seguirán ocupando el Presidente y Alberto Fernández. Habló de “gesta”, reprisando con muy otra verba la épica de los hechos cotidianos de Kirchner.

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Telón: El cierre estuvo dedicado a “usted”, el Presidente. Al fin y al cabo Cristina siempre usó el vocativo “Kirchner” para hablar en público de su compañero en la vida y en la política. Ensalzó la renuncia a la reelección, vaticinó que su pueblo no lo va a olvidar, puesta en su lugar se preguntó si podrá evitar que lo extrañe. El juego personalizado es un recurso con virtudes y riesgos. Fue el final estudiado, también será un sambenito opositor.

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En el centro: “Es la mejor Cristina”, comentan en su torno quienes la conocen desde hace décadas. Cierto es que la senadora mostró recursos todo el tiempo y puso fuego en algunos tramos.

Cristina Fernández de Kirchner se lució en un perfil que la favorece, toda vestida de blanco. Néstor Kirchner la miraba arrobado, entrelazando los dedos. Felipe Solá apoyaba el mentón sobre un puño, en el día de su cumpleaños. Alberto Fernández asentía, pareció conmoverse al cierre del discurso. Las cámaras los mostraban, de vez en cuando, todos en la platea VIP.

La dueña de la escena fue otra, habló para ser escuchada.

El misterio permanente de la comunicación política, el cómo decodifican el mensaje millones de destinatarios se descifrará dentro de tres largos meses.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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