EL PAíS

Barbarita, cinco años después

 Por Eduardo Tagliaferro

Desde Tucumán

El hambre tiene muchos rostros. Luego del estallido del 2001, Tucumán tuvo el oscuro privilegio de contar con muchos de ellos. Veintiún niños murieron por desnutrición entre octubre del 2002 y febrero del 2003. La condena política señalará definitivamente a Julio Miranda, entonces gobernador y hoy senador nacional del justicialismo. Entre todas las caras sobresalió la de Barbarita Flores, la chica que en abril del 2002 tenía 9 años y enfrentó a las cámaras de televisión después de haberse desmayado en la escuela porque llevaba más de 24 horas sin comer. Hasta Gabriel Batistuta y el Piojo López hablaron de ella en Europa para mostrar la pobreza en la Argentina. En el 2003 Barbarita tuvo que ser nuevamente internada. Los médicos dijeron que su desnutrición tenía características crónicas. Página/12 se encontró con los Flores. No la llevan fácil, pero la ayuda de muchas manos anónimas y un empleo estable de Juan Samuel Flores les permite tener esperanzas. “Ya no pensamos sólo en comida”, dice este tucumano con ocho hijos. Su historia es la del 26,3 por ciento de los argentinos que en el 2003 vivían en la indigencia.

Bárbara tiene 13 años y está a punto de terminar la escuela primaria. “Me gustaría seguir estudiando y hacer el secundario. Biología y Lengua son las materias que más me gustan”, comenta con una sonrisa en la que también asoma la vergüenza. Su fama le dejó una huella profunda. “Cuando en la tele repiten alguna imagen suya, ella se va, no quiere mirarse, se pone mal”, explica Carmen, su madre. No puede ocultar que se le llenen los ojos de lágrimas cuando habla de la segunda internación de Barbarita. “No podía creer que una hija mía sufriera eso. No podía creer que no tuviéramos ni para comer. Encima me la querían quitar porque decían que yo no la cuidaba bien porque sus siete hermanos no tenían problemas”, recuerda. En 2003 Bárbara tenía 9 años y pesaba 22 kilos. “Estuvo internada 15 días y la doctora logró que aumentara siete kilos”, dice.

El barrio ATE es uno de los muchos conglomerados humildes alrededor de San Miguel de Tucumán. Calles de tierra, perros que no se conmueven, con aplausos el lugar de timbre. Este enero el barrio se inundó: el canal cercano se desbordó y en todas las habitaciones de los Flores el agua llegó hasta los tobillos. No hay cloacas en la zona y la inundación fue de aguas servidas. “Yo tengo dos pozos ciegos, mi vecino tres, imagínese lo que fue esta zona”, cuenta el padre de la familia. Su esposa señala la heladera, y otras cosas que tiene el living y que pudieron comprar a crédito luego de que a su esposo lo contrataran como mozo en la casa de gobierno, y recuerda que tuvieron que apilarlas. Con los primeros sueldos comenzaron a saldar deudas con la despensa que les fió en los peores días y con los familiares que los fueron ayudando de a cinco pesos.

“El día que Barbarita y Ruth se desmayaron yo no había podido conseguir nada para comer. Cuando vino la televisión yo me puse a un costado de la casa, me daba vergüenza. En ese momento yo no podía ver lo que pasaba afuera. Sólo pensaba en mis chicos”, comenta Flores. La reacción fue instantánea. La ayuda comenzó a agolparse en la escuela. De todo el país llegaban camionetas de Gendarmería con paquetes con comida, ropa y otras donaciones. “Un día se apareció un hombre de Santa Fe con su camioneta y se paró en la puerta de casa. Quería conocernos. Más tarde mandó un camión con las puertas, las ventanas y las chapas que hoy usted puede ver”, comenta Samuel. Al santafesino le siguieron otros: una jueza tucumana, Pilar Pietro, descargó muchas cajas de comida y ayuda en el living, en ese momento sin techar. “Un día llegó un hombre caminando con una bolsa de comida. Venía de Buenos Aires y había viajado en tren”, recuerda Samuel. Susana, una porteña que los visitó varias veces con su camioneta hasta el techo de cosas, suele incentivar al resto de los hijos de los Flores para que terminen los estudios. Un día golpearon obreros de la empresa telefónica. La instalación y el aparato estaban pagos, Samuel tenía que firmar la conformidad. Durante mucho tiempo, Julia, la benefactora, pagaba la factura en Buenos Aires. Hace un tiempo Julia se fue a vivir a Uruguay. Les dijo que no podría seguir pagando la cuenta y les recomendó que no perdieran la línea telefónica.

La aparición pública de Barbarita les permitió a los Flores tener alimentos para sus hijos y también un empleo para el padre de la familia. Los 450 pesos que comenzó a cobrar en el 2002 fueron apenas un salvavidas. Con el cambio de gobierno en el 2003 conservó su trabajo y las actualizaciones salariales duplicaron los ingresos, pero hoy se acumulan algunas deudas: los créditos con los que están pagando la heladera, la cocina, y algunas refacciones en la casa, donde viven. “Los muchachos están creciendo. Necesitamos algunas comodidades, la casa la hice yo sin ninguna planificación”, dice Flores. “Somos 10 y no puedo gastar menos de 30 pesos por día para la comida”, lo interrumpe Carmen. Desde hace siete meses Carmen va a la cocina comunitaria del barrio. De lunes a viernes, la ayuda social le permite conseguir las diez raciones que consumen por día. En una actividad de campaña, hace tres días el gobernador José Alperovich recorrió el barrio. Cuando la nube de cámaras se acercó a la casa de los Flores, la vergüenza llevó a Barbarita a esconderse en su cama y taparse con una frazada. Una mochila y útiles escolares fue lo único que la niña, cuyos ojos conmovieron al país, se atrevió a pedirle al candidato que la miraba sentado sobre la enclenque cama donde duerme Bárbara. Para los Flores, el hambre no es tan urgente pero está a la vuelta de la esquina y a veces se asoma a la puerta.

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