EL PAíS › OPINION

Una agenda insegura

 Por Eduardo Aliverti

Salvo por el caso de coima en la intendencia de Pinamar y por la previsiblemente inútil reunión en Casa Rosada con los asambleístas de Gualeguaychú, los medios vuelven a registrar un orondo paso de “la inseguridad” como tema prioritario... ¿de qué? ¿De lo que en verdad más inquieta a la población en su conjunto? ¿De la amplificación mediática, sobre una base de realidad que lo es pero no tanto y que hasta podría serlo bastante o mucho menos? ¿De que ya parece una fórmula matemática la relación inversamente proporcional entre cantidad de noticias de delitos y ausencia de información política de peso?

No son preguntas muy originales que digamos, y se puede responder a cada una que sí, a cada una que no, y a todas un poco/mucho que sí y un poco/mucho que no. Y es por eso que el debate sobre el tema ya tiene pinta de que no será saldado nunca. Habrá que acostumbrarse a convivir con eso. Incluso en forma acentuada. Porque la expansión y explosión de las grandes urbes, junto con la persistencia de modelos económicos que insisten en no reparar la injusticia social profunda aun en etapas como ésta, de recuperación o mejoría, deja casi ningún lugar para dibujarse un escenario sensiblemente mejor. Más bien al revés. Pero ese pesimismo histórico, si se quiere, no debe ir a contramano de persistir en el intento de racionalizar datos objetivos. Y de aspirar a que alguna gente, poca o mucha pero alguna que siempre vale, se plantee por lo menos si acaso no está siendo arrastrada a una situación emocional demasiado primaria, en la que el miedo dibujado queda a la par o por encima del miedo razonable (otro viejo dilema que tampoco termina de encontrar respuesta segura, o que se sienta como tal).

Si uno se deja llevar por la carga de los noticieros radiofónicos y televisivos, más los programas de periodismo político e interés general que en las últimas semanas se dedican al asunto con fruición, más funcionarios como Macri y Scioli que insisten en tener policía propia o más policía todavía, más la virulencia de los mensajes de oyentes, vuelve a parecer que hay una situación delictiva descontrolada. ¿Cuándo y cómo empezó esta reflotada instancia de instalación temática y reclamo de mano dura, que había mermado durante el período electoral y hacia fin de año? Ya comenzado enero, con el disparador de algunos habitantes de Tres Arroyos que convocaron a armarse cual escuadrón civil. Siguió Junín y después San Pedro, todo extinguido casi enseguida porque la voracidad de los medios se topó con que las cosas no pasaban de pretensiones de piquete clasemediero; aunque podía y puede suceder, y de hecho sucede, que alguien recurra al nulo alcance de la mano propia. Pero la caldera ya estaba reencendida. El verano venía soñoliento y así siguió hasta el pase de Lavagna (días durante los que, curioso, la inseguridad salió de primera plana); las preocupaciones inflacionarias se centraron en los precios de la costa seguramente para arremeter recién en marzo, con el retorno de las clases y las negociaciones con los gremios; no se murió nadie conocido; en fin, sobraba espacio para atender asesinatos y asaltos con música de fondo y carácter de miniserie. Suena capcioso, pero es imposible negarle objetividad. Del mismo modo en que nadie podría objetar que es una película repetida, ya ajada, conocida de memoria, tanto como que todo lo que exigen los más exaltados ya se hizo. En un programa de radio llegó a escucharse, en estos días, que “hace falta sacar el Ejército o la Gendarmería a la calle”. No se pretende ni por asomo elevar a representativo el comentario de semejante oligofrénico. Pero se debe estar atento a ciertos significados que van corriendo el límite de aquello que se animan a decir los cavernícolas explícitos. Y, justo acá, cobra su mayor valor eso de que, descartadas por inútiles las salidas “leguleyas”, puede comenzar a generarse una energía fascistoide, de nula perspectiva electoral o institucional porque políticamente no son capaces de construir nada; pero sí lo son para activar caldos de cultivo peligrosos, climas policíacos, aire cotidiano tóxico, sensación represiva. Ya endurecieron las penas, ya hubo Ruckauf, ya las cárceles están hacinadas como nunca y las comisarías también, ya hubo Ricos y Pattis, ya los countries y los barrios cerrados son fortalezas, ya hubo Blumberg, ya hay lugares con una casilla de seguridad por cuadra y nada, no hay caso. No hay caso de que eso sirva, ni hay caso con que se lo entienda.

Es un mecanismo de retroalimentación, nutrido por la ausencia de representatividad partidaria o estructural y su reemplazo por minorías, e incluso grupos o grupúsculos, de baja o bajísima intensidad política, pero de alta o altísima intensidad social. Con todos los distingos y matices que se quieran, y ojalá que sin herir susceptibilidad alguna, caben ahí algún Charlton Heston de pueblo sojero que invita a pertrecharse armado contra ladrones de gallinas, un falso ingeniero metido a sheriff popular, familiares de víctimas de incendios, vecinos que se oponen a la construcción de torres, habitantes ribereños que cortan pasos fronterizos. Es uno de los productos sociales subsistentes de 2001/2002. A veces se trata de estimabilísimas herramientas que sirven para interpelar al poder con eficiencia y en forma directa; y a veces son un boccato di cardinale para las apetencias más reaccionarias. Pero en todos los casos, si es que hay algo de ingenio convocante, allí irán los medios y registrarán los episodios sin análisis ni profundización de casi nada de nada, al solo servicio del sensacionalismo pasajero. Este efecto es el que se nota también en la construcción de agenda en torno de la “inseguridad”. Como muy bien lo apuntó la jueza de la Corte, Carmen Argibay, en una entrevista reciente: uno se levanta, prende la radio, le hablan de un asesinato (o robo, secuestro, violación, toma de rehenes, no importa), a lo largo del día, obsesivamente, los medios reproducen y amplían información sobre el mismo hecho; 25, 50, 100 veces, todo el tiempo, y al cabo del día uno termina creyendo que hubo 25, 50, 100 asesinatos. Pero no. Hubo uno solo. El mismo asesinato que dijo la radio a la mañana.

Por las dudas y porque de lo contrario se estaría desvirtuando la afirmación inicial, en cuanto a que hay un poco de todo, vale reiterar que nada de lo señalado significa renegar de los miedos justificados o comprensibles. Sólo se quiso preguntar cuánto nos preguntamos sobre los miedos impuestos.

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