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El aplauso

 Por Mario Wainfeld

Fue un aplauso pleno, prolongado, sostenido. Se insinuó varias veces, cada vez que se aludía a Jorge Rivas. Pero cobró toda su fuerza cuando el diputado entró al recinto, cuando prestó juramento, cuando se retiró. De pie, los demás legisladores batían palmas, sus hijos saltaban en la galería, sus compañeros socialistas daban rienda suelta a su emoción. El aplauso se mantenía, para que el homenajeado lo oyera, para hacerle sentir el afecto y la admiración. También porque es un lenguaje común, accesible, más adecuado que la profusión de palabras.

A Eduardo Fellner le tembló un poco la voz cuando pronunció la fórmula, jamás menos convencional. El presidente de la Cámara, de ordinario parco y contenido, besó a Rivas en la mejilla tras el “sí, juro”, dicho en el lenguaje a que supo acceder.

Para adelante, habrá que acondicionar el trámite parlamentario a sus posibilidades, habrá que pensar que hasta las prácticas institucionales se diseñan sin contemplar a quienes tienen capacidades diferentes.

Ayer el punto era, en cierta medida, otro. Los que estaban ahí honraban el ansia de superación de un tipo normal, avispado, inteligente, laburador, dotado de buen humor, cuya existencia fue alterada brutalmente un día infausto. Se aplaudía, aplaudíamos, su afán de no entregarse, su afición a la vida y el ansia de recuperarse. También su consagración a la política, su oficio y su vocación.

Los seres humanos somos capaces de las conductas más abyectas y las más sublimes. La política, expresión máxima de la sociabilidad humana, replica y multiplica esos abismos y esas cimas. Rivas es un hombre que combate contra la adversidad y le busca la vuelta. También es un militante que se hizo dirigente, un hombre que consagró una fracción importante de sus desvelos a la lucha por los valores, las ideas y los intereses que juzga digno enarbolar. Su retorno al Congreso es un paso adelante en una brega personal, acompañada por su familia, sus amigos y sus compañeros. También alude a un universo colectivo, como el aplauso que se ganó en buena ley.

El aplauso se hace durar porque la emoción lo empuja, porque fluye como las lágrimas. También porque es un recurso para prolongar un momento de comunión que se sabe histórico y porque es el mejor modo plural de hacerle entender a Rivas lo que le debemos todos los que andábamos por ahí.

Este cronista no fue al Congreso a escribir esta nota, cubría otro tema que se trata en otras páginas de esta edición. Fue porque quería sumar sus manos al aplauso colegiado, participar en ese trance que será inolvidable, por buenos motivos. Estas líneas aspiran (dando por hecho que no lo lograrán del todo) a prolongar en otro registro el aplauso.

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