EL PAíS

Dos años a la sombra del horror

La historia que Tolchinsky contó ante la Justicia es estremecedora y típica en la manipulación de los prisioneros en los campos clandestinos. Una máquina cruel de degradar y eliminar.

 Por Victoria Ginzberg

“Venimos por el censo”, alcanzó a escuchar Silvia Tolchinsky desde la habitación contigua, donde estaba encadenada, esposada, engrillada y con los ojos vendados. Los censistas habían tocado el timbre de la casa sin sospechar que esa fachada no era como cualquier otra, sino que escondía uno de los centros clandestinos de detención que seguían funcionando en Argentina en septiembre de 1980. En la planilla no quedaron volcados los datos de desaparecidos que el Ejército mantenía en aquella quinta cercana a Campo de Mayo. Silvia estaba allí desde mediados de septiembre y en ese momento sólo pensaba en no hacer ruido con las cadenas porque si la descubrían podía perjudicar a quienes estaban en la puerta e ignoraban qué había tras esas paredes. La mujer había sido llevada allí desde Mendoza, donde fue detenida. Mientras estuvo desaparecida, Silvia pudo ver a o saber sobre algunas personas que habían sido secuestradas meses antes, como Lorenzo Viñas, Daniel Genoud, su hermano Daniel y su prima, Mónica Pinus. Esto, y los nombres de sus verdugos, que aportó ante la Justicia, la convierten en la testigo clave de la causa en la que el juez Claudio Bonadío procesó a 26 represores por la desaparición de veinte militantes montoneros que formaban parte de la contraofensiva.
Silvia nació en Buenos Aires el 9 de marzo de 1948 y quince años después ya tenía inquietudes políticas. Comenzó a militar con algunos compañeros de colegio secundario y luego se acercó al MLN (Movimiento de Liberación Nacional), donde conoció a Chufo, Miguel Villareal, su primer marido y padre de sus tres hijos. Con él y ya en plena década del `70, se sumó a la organización Montoneros.
En julio de 1978 Silvia estaba en México, esperando a su marido, pero Chufo fue secuestrado en un bar de la avenida Corrientes. Llegó muerto a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y tres días después su cadáver apareció en Parque Centenario. La mujer viajó de México a Cuba, donde dejó a sus hijos, y de allí a Argentina, para intentar reinsertarse en la política. Entró al país en marzo de 1980 y cuatro meses después quiso volver a salir, pero fue secuestrada el 9 de septiembre en Mendoza, en el paso fronterizo Las Cuevas. “El empleado de migraciones me retiene la documentación y voy percibiendo cómo se va montando el operativo alrededor mío. Hacen bajar mi valija y hacen que se vaya al autobús y a partir de ahí empieza... el secuestro. Al principio me llevaron a una cueva, se sentía que era una cueva. Yo tenía los ojos vendados, pero la percepción era un lugar muy frío y muy húmedo, debía estar muy cerca del puesto migratorio. No la vi pero se sentía que había mucha gente en un lugar muy pequeñito. Había un baño y en el momento en que entré la percepción era que las paredes estaban muy cerca y humedad, frío, mucho frío”, narra Silvia.
En ese lugar tuvo contacto con quien está casi segura era Julio César Genoud. Allí también le dijeron que su hermano Daniel, su cuñada Ana Wiessen y su prima, Mónica Pinus, estaban vivos, en manos del Ejército. Todos ellos habían sido detenidos mientras trataban de reingresar al país entre 1979 y 1980 dentro de la llamada contraofensiva planeada por Montoneros. Los militares intentaron “ablandarla” diciéndole que ya no mataban a nadie. “¿Cómo, y la Molfino?”, respondió Silvia, que había leído en los diarios sobre la aparición, en el mes de julio y en Madrid, del cadáver de Noemí Esther Giannoti de Molfino, secuestrada en Perú. La mención de un asesinato desconocido por el resto de los detenidos fue quizá lo que determinó que su cautiverio fuera prácticamente solitario. Desde ese momento casi no tuvo contacto con el resto de las personas que estaban en su misma situación y que, supo, estaban en Campo de Mayo.
Desde Mendoza, Silvia fue conducida en un avión pequeño a una quinta que, según pudo reconstruir, estaba ubicada en las inmediaciones de Campo de Mayo. En ese lugar vio dos veces a Lorenzo Viñas y escuchó los gritosbajo tortura de quien cree fue el padre Jorge Adur. Ambos habían sido secuestrados dos meses antes que ella en la frontera de Uruguayana mientras intentaban salir del país. “A Lorenzo lo vi en dos oportunidades, lo traen donde yo estaba. No lo conocía, pero había conocido a su hermana. Me mostró una foto de su hija que le habían dejado guardar, era un bebé de 26 o 27 días. La conversación era en torno a nada, estaban los tipos adelante, estábamos con vendas, encadenados. Nos dejaron subir la venda de los ojos, le vi un poco la cara pero con una visión oblicua, además ahí te acostumbrás a mirar todo el tiempo para abajo. El había contado los días y hacía como noventa que estaba detenido. Hablamos muy poca cosa, yo le hablaba de mis hijos, él me hablaba de su hija, sobre los afectos, y tratando de no decir demasiada cosa. No se generaba una verdadera conversación sino más bien algo de que el otro sepa que está, por si alguno puede en algún momento transmitir”, cuenta Silvia. La hija de Lorenzo es hoy una de las querellantes de la causa en la que se investiga el secuestro de su padre.
A fines de noviembre de 1980 Silvia fue llevada a otra quinta. Viñas y Adur ya no estaban. La mujer cree haber visto a Lorenzo poco antes de que subiera a uno de los aviones que usaba el Ejército para arrojar a los desaparecidos al río. No le hablaban ya de su hermano y su prima, aunque alguna vez alguien le aseguró que a Daniel lo “habían fusilado”. Las tres casas por las que pasó, ubicadas cerca de Campo de Mayo, estaban a cargo del grupo de tareas que encabezaba el mayor Santiago Hoya (ahora preso) y respondía al coronel Luis Jorge Arias Duval (prófugo). Ambos integraron una misión militar enviada a Honduras para entrenar a los “contras” nicaragüenses. En ese grupo también estaban los represores que Silvia pudo identificar como Fito (Segal), Santillán (Sánchez) y El negro Boye y que, por ahora, no están imputados en la causa.
En agosto de 1981 Silvia fue enviada con el Turco Julián (Julio Simón) al puesto fronterizo de Paso de los Libres, como “marcador”. “Se establecía una rutina, te levantaban a la mañana temprano, te sentaban en un sitio que estaba preparado para eso y te traían la documentación de la gente y mirabas por una mirilla”, cuenta y asegura que no reconoció a nadie.
En marzo de 1982 finalmente cambiaron las condiciones de detención. Fue conducida a un departamento en Buenos Aires, donde seguía vigilada pero ya no permanecía vendada o encadenada y podía salir a la calle. De a poco le permitieron tener contacto con su familia, sus padres y sus hijos, a quienes su suegra había ido a buscar a Cuba. En diciembre pudo mudarse e intentar retomar una vida “normal”, pero el miedo persistía y los seguimientos en la calle y los autos en las esquinas no eran producto de su imaginación. Contó su historia ante el rabino Marshall Meyer y él y otros religiosos le aconsejaron abandonar el país. En pocos días se escapó, a Israel primero, y luego a España. La acompañó en su viaje Claudio Gustavo Scagliuzzi, un ex agente de Inteligencia del Ejército que conoció mientras estaba detenida. En ese momento empezó otra historia, también difícil –sobre todo de explicar y entender– como admite Silvia, a quien los años de terror se le vinieron encima cuando en agosto del año pasado Interpol detuvo a su esposo en la puerta de su casa, en Barcelona.

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