EL PAíS › CRóNICA DE UNA CIUDAD ENVUELTA EN HUMO

Pesares entre la bruma

Los comentarios obligados, a toda hora y todo momento. Las quejas, los ojos irritados, la picazón en la garganta. Un día más con olor a humo en la ciudad y el conurbano.

En la vereda de numeración par de la porteña calle Pichincha, una mujer mayor sale de su casa con el pañuelo en la nariz y entra a un taxi que le agrega más tizne a la neblina porteña. El auto casi atropella a otra señora distraída, que justo saludaba a la vecina. “¿Cómo anda?” “Acá, sacando a pasear al perro.” “Qué bien, yo salí a tomar algo de humo”, intercambian irónicamente y sigue cada cual en lo suyo: una abusando del escobillón para erradicar el hollín de la vereda y la otra llevando a Tommy a bañar. “No lo baño cuando hace frío, pero no aguantamos más el olor a humo que tiene”, explica la dueña del can, que alguna vez fue blanco pero ahora parece un pulóver desteñido de gris. Sólo un fragmento de la sintomática del humo sobre la ciudad: irritación ocular, picazón en garganta y nariz, falta de aire, debilidad en los cuerpos y tizne a granel.

“Dicen que a los del campo les van a hacer juicio por prender fuego”, le informa Carmen, de 84, a Rosa y Alfredo, una década menores. “Está bien”, opina Rosa, porque caminó cuatro cuadras y se tuvo que volver porque le ardían los ojos. Alfredo las escucha, pero tiene la vista clavada en una edición cincuentenaria de Viajes, de Domingo Sarmiento. Carmen sigue en plan de presentadora de noticias y agrega que “quemaron como mil cuadras”. Y entonces sí, Alfredo aparta la vista del libro y dice con precisión de comentarista que fueron “76 mil hectáreas”. Tras un breve silencio, se levantan del banco que ocupan en la plaza Solís, en Constitución, y se van caminando antes de que les agarre alguno de los síntomas. Pero lo deciden tarde, porque los ojos de Alfredo ya están rojos de humo y lectura.

Abandonan la plaza por la esquina en la que paran Miguel y Carlos, que cuidan coches en la zona hasta las 21. “El jueves era imposible estar a la noche, empecé a toser, me picaba la garganta y encima no se veía nada”, ilustra Miguel. A la misma hora, Carlos estaba en la piecita que alquila: “Adentro del cuarto tengo humo y olor a quemado, me arde la nariz, me pica la garganta y siento que se me duermen las piernas y que me voy a caer”, describe. Y todos juegan al cambio de roles, porque al instante Carlos se convierte en doctor y explica que “el aire tiene muy poco oxígeno y mucho humo, entonces el cuerpo no oxigena y es difícil respirar porque el corazón hace más esfuerzo, y por eso uno se debilita”.

El que mantiene fuerte el cuerpo es Freddy, de 52. Es supervisor en una metalúrgica y gimnasta por placer. Dice que ayer a la mañana intentó hacer su rutina, pero desistió y se limitó a la caminata. Pero es la tarde y está dándole duro a sus abdominales. Sin dejar de hacerlo, comenta que al ritmo cardíaco le hace mucho daño el humo. “Los que hicieron rutina esta mañana –dice, por la de ayer– me contaron que terminaron muertos y con ardor de nariz y garganta.” Curtido en la falta de aire por haber nacido y crecido en Bolivia, Freddy se para y sale al trote, pero a la cuadra ya le da tos.

En el hospital oftalmológico Santa Lucía nadie corre, salvo el jefe de guardia, para poder atender todas las consultas. Recibe a Página/12 con recomendaciones: “Hay que tener cuidado porque en casos como éste se da una irritación ocular que puede derivar en conjuntivitis si el paciente tiene alguna patología ocular de base”, explica, en términos médicos, lo que la gente experimenta como una simple “picazón en los ojos”. El doctor Gonzalo Benegas acaba la consulta avisando que hay colirios que pueden “empeorar el ardor”. Siempre es mejor “consultar a un especialista antes”.

Pero la ciudad inundada por la humareda admite otros padecimientos: “Después de las siete no salí en toda la semana, porque entre el humo y la niebla no se ve nada y da miedo”, admite Marina, que hace las compras para la cena cuando el sol se va. Camina dos cuadras por Congreso y se cruza con Mario y Eva, que hace cuatro años sobreviven a la intemperie. “Estos días tuve dolor de pecho y ojos, y quiero ir al médico porque yo tengo asma, pasa que si me dice que tengo que hacer reposo quién va a laburar. Entonces, qué hago, me lavo los ojos con agua y ruda para limpiarme y listo”, comparte Eva la receta casera. Después fuerza la vista hasta la autopista 25 de Mayo y señala: “Son dos cuadras, pero esta mañana (por ayer) no llegabas a ver la ruta”. Eva se agita, no tiene inhalador y entonces Mario retoma el relato: “En la radio dicen que los del campo quemaron el pasto porque les sale más barato que fumigar, pero nos joden a nosotros que no tenemos nada de nada”, reclama antes de sorber del mate.

Karina trabaja la noche porteña en Garay y San José. Anteayer, más de un cliente frenó en seco cuando la vio a través de la neblina. “Pasaban y no me veían por el humo, y sabés qué hice, me paré bien al lado del cordón, abajo de la luz. Cuando los tacheros veían esta diosa entre la luz, cómo se iban a resistir.”

Informe: Luis Paz

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