EL PAíS › OPINIóN

Cicatrices

 Por Eduardo Fabregat

No hay nada que celebrar. Hay que remarcarlo, porque ésa era la diferencia que quien esto escribe apuntó en Papelitos y ratas, la columna del 22 de agosto de 2009: cuando el juez Alveró anunció las condenas a Omar Chabán y Diego Argañaraz, los familiares de las víctimas lloraban. Cuando se supo que Patricio Fontanet, Eduardo Vázquez, Juan Alberto Carbone, Christian Torrejón, Maximiliano Djerfy, Elio Delgado y Daniel Cardell zafaban, una lluvia de papelitos cayó en el juzgado, y luego la madre de Fontanet dedicó a los familiares un revanchista gesto de fuck you. Entonces, como ahora, había que destacar que hay casi doscientos jóvenes que no van a volver, que hay centenares que aún se despiertan aterrados en mitad de la noche, con la pesadillesca sensación de estar aún en el boliche de Once respirando humo negro. Que la muerte impone –debería imponer– ciertas formas, cierto respeto.

Nada que festejar, entonces, pero sí una indisimulable satisfacción por un fallo que pone algo de realismo en la consideración de lo que sucedió el 30 de diciembre de 2004. Hasta el cambio de tipificación, que podría entenderse como un “alivio” para Chabán, se condice con la lógica: está claro que nadie buscó conscientemente esas muertes, que el incendio culposo se ajusta más a los hechos. Lo que cambia con el fallo de ayer, lo que lleva algo de calma a familiares y sobrevivientes, es la condena a los músicos que consensuaban y tomaban las decisiones con Argañaraz, y a los funcionarios responsables de controles que al cabo no le importaban a nadie. En un país siempre en lucha con la impunidad, que se atienda a la cadena de responsabilidades más allá de quién ponía el gancho no es una sutileza menor.

El hecho no es sólo importante para los principales afectados. En el medio rockero argentino, Cromañón también era una herida abierta, una marca que partió aguas y cuyo fallo en primera instancia dejó una enorme contradicción por resolver. En un gremio que muchas veces debió acorazarse para resistir el afuera, sostener la unidad del movimiento rock, no fue fácil sobrellevar las discusiones, el debate sobre la actitud del grupo, su negligencia y las consecuencias del incendio. A medida que la situación de la música en vivo en Buenos Aires se agravaba hasta el borde del silencio, los músicos desarrollaron una nueva cohesión para pelear por lo suyo. Cromañón era la referencia, el costo que estaban pagando todos..., todos, menos sus responsables.

Desde enero de 2005, lo que irritó del grupo no fue tanto el cúmulo de errores fatales que cometió, sino la actitud posterior, el desapego, la apertura de gambas. Cuando Callejeros se convirtió en Ca$hejeros ya no hubo comprensión posible. El grupo dio un show en Olavarría y su cantante mandó a los que criticaban a la banda a chuparla por caretas. Editó discos a precios exorbitantes. Editó un disco con el “chiste” de un librillo en formato de legajo judicial con la leyenda “Juzgado de los Invisibles”, el nombre de una de las barras a las que le pasaban la pirotecnia por izquierda. Quiso borrar con el codo todo lo escrito antes de ese 30 de diciembre; quiso echarles la culpa a los demás, se escudó en el patético argumento de “todos prendían bengalas”, ocultó que tocaban en Cromañón porque los controles eran fáciles de evadir, los músicos (y su público) pretendieron que había una campaña de persecución contra el rock barrial. Dibujaron una estrategia judicial y, cuando llegó el momento de la verdad, entregaron a su manager, se lavaron las manos y siguieron con lo suyo.

En la página web de Casi Justicia Social, el alias tras el que hoy se esconden parte de los responsables de Ca$hejeros, se anuncia un show para el 30 de abril en Estación Belgrano de Santa Fe y una gira en mayo por el sur argentino. Seguramente esos shows se concretarán: Fontanet sabe que aún hay plazos, que todavía no irán a buscarlo. Y no va a empezar a sentir culpa ahora, con tanto camino recorrido. Pero ya ni eso indigna. El fallo de ayer hace un poco más de honor a la verdad de lo sucedido, y la verdad siempre calma.

No hay nada que celebrar. Pero las heridas empiezan a ser cicatrices.

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