EL PAíS

Las lecturas del ex delfín

 Por Sandra Russo

Internándose horas en el pasado de Mauricio Macri que se filtra en la red, uno advierte que este hombre flaco, sobrio, que modula el castellano como si fuera un dialecto, juega fuerte. Este hombre que acaba de seducir a una mayoría porteña juega fuerte pero lleva incorporado un chip de clase que lo mantiene relajado y lo dispensa de la inteligencia. Macri pocas veces ha dicho algo inteligente. Lo suyo ha sido operar sobre la realidad aprovechando cada grieta que le dejaban abierta. Su máxima hazaña personal probablemente haya sido sacarse de encima el título de cuasi-nobleza de “delfín de Franco”. En eso ha invertido al menos la mitad de su vida, en romper el viscoso cordón umbilical que une a los hijos varones con sus padres.

Nació en Tandil, egresó del Cardenal Newman y se recibió de ingeniero en la UCA. Fue, casi en su primera juventud, un chico rico colocado por su padre en directorios de empresas gigantescas, casi ininteligibles para cualquiera que mire de afuera, como el 99,9 por ciento de la gente, ese mundo opaco de las corporaciones y los holdings. Mientras Mauricio Macri no era noticia al estilo Hola y no aparecía en notas de sociales porque era un hombre casado y con tres hijos que dedicaba la mayor parte de su tiempo a las empresas de Socma Americana, y más tarde a la presidencia de la automotriz Sevel, Franco, el padre, era el que resistía en su puesto de galán maduro y arrasaba con cuanta fruta fresca le apareciera a mano en la frutera. Franco fue un padre que nunca capituló ni entregó el trono. No lo iba a hacer. El hijo decidió jugar fuerte, pero en otro deporte. Y se lanzó a la presidencia.

La vida pública argentina tuvo que admitir que el delfín de Franco tenía otros planes cuando en 1995 tuvo éxito en lo que fue su primera iniciativa personal, su primera aventura fuera del ghetto de Barrio Parque: la presidencia de Boca. ¿Qué había pasado por la cabeza de ese heredero de riqueza acumulada en pocos años y respaldada por las políticas económicas que instrumentó el golpe de Estado del ’76, al que Franco Macri, como todo el gran empresariado nacional, apoyó sin restricciones?

La situación límite

El 24 de agosto de 1991, Mauricio Macri fue secuestrado y estuvo quince días como rehén de “la banda de los comisarios”. Nadie mejor que él, después de esa experiencia a la que no suele apelar, para adherir con una inevitable cuota de cinismo a los postulados pueriles de Juan Carlos Blumberg cuando argumenta sobre la inseguridad. A Macri, que ya le expropió el apellido a su padre y carga sobre sus espaldas con el liderazgo público del clan, no lo secuestraron lúmpenes marginados, como a Axel Blumberg. Lo secuestraron policías que le hicieron pagar un peaje de riqueza. En el universo de Blumberg, los policías deben aplicar mano dura con los delincuentes. En el universo de Macri ya está claro que los policías y los delincuentes forman parte de la población sacrificable en la aplicación de un modelo.

En ese sótano del barrio de Boedo donde padeció la incertidumbre y la amenaza de los secuestradores, Macri probablemente haya tenido el primer y estremecedor contacto con gente que no pertenecía al mundo de los colegios y las universidades privadas, ni a ninguna crema de ninguna especie. Encadenado a la cama, despersonalizado en el pijama que le habían puesto en lugar del traje con el que había sido secuestrado, Macri vivió ese infierno, del que lo liberó su padre pagando más de setecientos mil dólares. Aun recién salido de la pesadilla, sus declaraciones del momento incluyeron un latiguillo del Falso Light, que es el estilo que lo caracteriza. Cuando lo dejaron ir, describió: “Sé que estaba atrás del autódromo. Vi una luz lejos y empecé a correr sin parar hasta que llegué ahí, subí a un colectivo, un lugar adonde hubiese gente para bajar, no quería estar más solo. Realmente, uno queda un poco cucú”.

Como lo que no mata fortalece, y ésta debería ser una frase PRO, Macri elaboró su secuestro como pudo, haciendo terapia, aunque ha confesado que a lo largo de diez años de análisis habló de muchas cosas pero muy poco de aquellos 15 días de oscuridad. No debe ser el mismo tipo de trauma el que ataca a una persona cualquiera ante esa situación límite, que el que marca a alguien acostumbrado desde la infancia al control de todas las situaciones. El emergente público de esa elaboración existencial que debe haberlo hundido en las profundidades de su carácter fue claro: tres años después anunció que quería ser presidente de Boca Juniors. Salió disparado a convivir, a interactuar y a controlar a gente de esa que tampoco había conocido de chico. Cambió el susurro de su propio dialecto, que hablaban los gerentes de Sevel, por la jerga bostera que acaso le provocaba alguna íntima resonancia.

Recién entonces, porque ya era pertinente, Macri comenzó a pensar en política. En Boca fue reelecto en 1999, y cuatro años más tarde se presentó por primera vez como candidato a jefe de Gobierno de la ciudad. Perdió. Pero tenía paño para esperar. Había pasado la crisis del 2001 y Franco, mientras seguía saliendo cada tanto en Caras con su nueva novia púber, respiraba tranquilo porque había trasladado sus empresas a Brasil y dejar un tendal de desocupados era un problema “del país” y no suyo. Esa parece ser la máxima familiar. Como la deuda privada que les estatizó Cavallo. “El país” se hizo cargo.

Autoayuda tremenda

Casado durante más de diez años con Isabel Menditeguy, una belleza esquiva al perfil alto y nunca del todo decidida a confraternizar con el tosco mundo del fútbol, Macri se divorció discretamente. El ex delfín comprendió hace muchos años que quería tener un poder diferente del de su padre. Acumular riqueza, aunque suene extraño, puede no ser ningún desafío para quien ha nacido con la riqueza lo suficientemente acumulada.

La política era un reto en serio. Y tenía un objetivo transparente: Macri no se metió en política porque le interesara alguna militancia ni para aportar sus famosos “puntos de vista” o sus “propuestas”. La presidencia está en su mira desde siempre, porque es a lo que debe aspirar un ex delfín. Sigue teniendo paño: puede esperar. Sobre todo, en un país con una opinión pública por momentos boba, que rechaza a los políticos y cree que un empresario de la raza de los Macri puede querer gobernar para eso vago y extraño que todavía algunos llaman “bien común”.

No hay bienes comunes. Hay bienes escasos. Y buena parte de la torta de los bienes escasos está en poder de la familia Macri. Durante los ’90, acompañando el menemato y sus atrocidades, los Macri se encargaron de darle a cada verano un toque de fasto con sus fiestas de fin de año en Punta del Este. En el menemato no había que ocultar la riqueza ni la ostentación. Los Macri eran el ejemplo perfecto de la gente que disfruta de la vida y no le hace mal a nadie, según el canon de la época. Macri Mauricio, sin embargo, se dejaba fotografiar en las que, pretendía, eran simples fotos familiares. Y lo eran. Las tetas hechas y los labios colagenados de las chicas Macri fueron iconos de una década en la que a la basura, que por otra parte recogía en la ciudad de Buenos Aires una empresa del grupo, se la escondía bajo la alfombra.

Probablemente Macri hubiese tenido que seguir peleando por ser considerado seriamente no por la derecha tradicional de Buenos Aires, que vota encantada a su vecino, sino a cierta clase media gorila hechizada por sus slogans y sus simplificaciones: el “hombre de las propuestas”, el que “no ataca a nadie”, el candidato que habla con la papa en la boca y que tiene unos ojos celestes preciosos. Pero cuando ardió Cromañón y quedó la carne viva por sus doscientos muertos, el macrismo avanzó arrasador hacia la perspectiva política accidental e inmejorable: la destitución de Aníbal Ibarra. Sin esa jugada, sin esa puesta en escena sostenida en el dolor de decenas de familiares, Macri seguramente debería haber seguido esperando.

En campaña, Macri declaró en varios reportajes que estaba leyendo dos libros de la filósofa rusa Ayn Rand, La batalla de Atlas y La virtud del egoísmo. Este último título resulta sugestivo. Rand es un best-seller de autoayuda que se propone como pionera de lo que ella misma llama “filosofía objetivista”.

¿No la conocen? Ah, es muy interesante el punto de vista que tiene Ayn Rand sobre la política. Está en contra del “rechazo irreflexivo” del egoísmo, y lo define como “una virtud eminentemente humana”. Rand sostiene que “se debe vivir para el propio propósito, sin sacrificarse para otros ni sacrificar a otros para sí. Se debe trabajar por el propio interés racional y lograr la propia felicidad como el propósito moral más alto de su vida, rechazando cualquier forma de altruismo”.

Transcribo un pequeño párrafo más, y que alguien nos guarde de que semejante atrocidad intelectual y moral sea ejercida: “Los hombres deben tratar unos con otros como comerciantes, dando valor por valor, por medio de un libre y mutuo consentimiento y mutuo beneficio. El único sistema social que erradica de las relaciones humanas la fuerza física es el capitalismo de laissez faire (...). El objetivismo rechaza también la idea de la actual economía mixta, es decir la noción de que el gobierno debería regular la economía y redistribuir la riqueza”.

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