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Raúl Zaffaroni y José Nun

¿Cómo percibimos las instituciones los latinoamericanos?
¿Tenemos alguna ambivalencia con relación a la ley?
¿Cómo se fueron ampliando nuestras bases de ciudadanía?
Algunos de los temas sobre los que charlaron el juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni y el Secretario de Cultura de la Nación José Nun, en el ciclo Café Cultura Nación.

 Por Sandra Russo

Buenos Aires suele ser el escenario de lanzamiento de casi todo, pero no esta vez. Recién después de 3000 experiencias en el interior del país, esta ciudad comenzó a ser la base de estos encuentros a los que los vecinos se acercan en su doble calidad de vecinos y ciudadanos, para escuchar y dialogar con intelectuales, artistas, funcionarios, ministros, jueces, dirigentes sociales. Si el medio es el mensaje, en este caso el medio son los cafés, los bares, esos templos profanos en los que los porteños de todas las épocas han rendido culto a la amistad, a la confesión, al diálogo. En el Café Cultura Nación, un ánimo recurrente acompaña las charlas: las ganas colectivas de entender los procesos que vivimos, de comunicarse cara a cara y voz a voz. En todas las experiencias aparece esa necesidad de desmalezar la escena pública, de atar cabos, de compartir percepciones sobre la realidad política, histórica y social de nuestro país, y sobre cómo esa realidad es leída por diferentes sectores o desde diferentes puntos de vista. Fue en ese marco que el martes 7 de octubre el ministro de la Corte Suprema de Justicia Eugenio Zaffaroni dialogó con los vecinos de San Telmo, en el bar L’O, de Piedras 147.

Con el bar a tope, el invitado tuvo su presentación, que estuvo a cargo del secretario de Cultura, José Nun. Nombró a Zaffaroni como “un punto de referencia en la defensa de los derechos humanos y en la restitución de la Corte Suprema de Justicia”. Después los dos se entregaron a una charla que tuvo como disparador a Sócrates.

José Nun: –Hay un filósofo que todos conocen que se llamó Sócrates. Sócrates no es un invento de Platón. Su especialidad consistía en destruir todos los argumentos que le oponía su ocasional adversario, y nunca avanzar con un argumento propio. Era una dialéctica negativa. Yo a Sócrates mucho no lo quiero, pero por una razón que comparte con Platón: eran profundamente enemigos de la democracia. Les tocó vivir en la época de la democracia ateniense, que duró más o menos unos cuatrocientos años. Hay una frase de Sócrates que, descontextualizada, lo hace aparecer modesto a un tipo que no tenía un pelo de modesto: “Sólo sé que no sé nada”. Pero el contexto en que lo dice es muy claro: se pregunta por la virtud, y llega a la conclusión de que la mayor virtud es el saber. Entonces se le plantea un problema: si la mayor virtud es el saber, la virtud puede ser algo enseñable y al alcance del pueblo. Pero inmediatamente hace un giro: el problema es que no es enseñable, porque yo, que soy considerado un sabio, sólo sé que no sé nada. Imagínense todos los demás, que votan, cosa que él consideraba una enormidad.

Nun se fue acercando, así, al mito de Protágoras, que habla de un mundo habitado por individuos que no viven en sociedad, y son fácil presa de las bestias, hasta que, tratando de prevenir ese peligro, forman aldeas. Pero en esas aldeas empiezan a matarse entre sí. Se escapan, vuelven a vivir solos y a ser víctimas de las bestias. Zeus manda a Hermes para que les lleve dos “atributos”: uno, inculcarles que tengan en cuenta cómo son evaluados por sus propias acciones. El segundo, el respeto al otro, el sentido de justicia.

J. N.: –Y el mito termina con una pregunta fundamental. Hermes le pregunta a Zeus: ¿esto se lo llevo a unos pocos, se lo llevo a algunos o se lo llevo a todos? Y Zeus le dice: a todos. Ahí queda establecida una de las bases culturales fundamentales de la democracia. Una cultura sin la cual la democracia no puede existir. ¿Qué te parece?

Raúl Zaffaroni: –Yo creo que Sócrates era un tipo muy inteligente, y por eso nunca escribió nada, lo cual evitó que se lo tergiversara. Ahora bien, sí, en el mito están los dos componentes indispensables para una base democrática, es decir, la ética y la ley, por simplificarlo de alguna manera. Pero en la realidad social esos dos principios forman parte de la cultura, y la cultura es un proceso dinámico que tiene su historia, y es distinta en cada comunidad. A nosotros como grupo humano nos llegan esos dos principios, pero de una manera particular, lo cual creo que nos obliga a reflexionar no sobre “el derecho”, sino sobre “los derechos”, en sentido subjetivo. Derechos que tenemos como personas y nos imponen el deber de respetar al otro como persona. ¿Pero cómo llega esto, cómo lo recibimos? Somos tributarios de una cultura jurídica que le copiamos a Europa en líneas generales pero, ¿los derechos nos han llegado a nosotros de la misma manera que en el mundo central? Cuando digo nosotros no me refiero sólo a los argentinos, me refiero a toda América latina.

Las peleas y el despilfarro

R.Z.: –Hasta el día de hoy tenemos enormes segmentos de población marginada de la ciudadanía en toda la región. En el mundo central los derechos que se positivizaban, que se consagraban en las constituciones, eran producto de luchas. Un jurista del siglo XIX, Rudolf von Diering, dice que los derechos se consiguen con lucha, y después se despilfarran. Se despilfarran porque vienen otras generaciones que se olvidaron de la lucha, entonces se despilfarran como se despilfarra la fortuna que no se trabajó. Pero esa vivencia de Rudolf von Diering, que es cierta, ¿es la nuestra? Hay una ambivalencia, seamos sinceros, sobre los derechos y sobre todo sobre el respeto a las instituciones, a lo jurídico. Eso es resultado de una cultura que proviene de un proceso de colonización, de marginación planetaria. Uno se pregunta qué es América latina: ¿una unidad geográfica? ¿Culturalmente qué somos, qué tenemos en común? Yo creo que tenemos en común que, si agarramos al viejo Hegel, vemos cómo va dejando al margen culturas que él consideraba inferiores a la suya. Unos eran inferiores porque eran autoritarios, como los judíos; otros eran inferiores porque eran demasiado sensuales, como los árabes, y nosotros porque no teníamos historia; en la visión de Hegel, la historia empieza con la colonización. Pero todo eso que él va marginando a lo largo de la supuesta evolución, va llegando acá. Todas esas culturas vienen a parar a nuestra región o eran originarias de nuestra región. De modo que representamos la interacción de todas las culturas que se fueron marginando en la evolución del dominio planetario, en una extensión geográfica enorme y en una masa humana enorme, interactuando prácticamente en la misma lengua.

Para seguir el origen de esa “ambivalencia” latinoamericana en relación a “los derechos”, Zaffaroni hizo un repaso de cómo fueron naciendo las respectivas constituciones. “Lo cierto es que sancionamos todos constituciones muy liberales, en el sentido de garantías, de derechos, proclamación de derechos, etcétera, pero con realidades feudales”, fue la localización del primer cortocircuito.

R.Z.: –Entonces, ¿cómo podemos pretender que aquellas inmensas masas humanas marginadas de la ciudadanía sintiesen algún aprecio por las instituciones, si esas instituciones eran una fachada que servía de pretexto para encadenarlas? Así nacieron nuestros derechos, no porque peleamos: nacieron por una minoría que se apoderó de la tierra latifundiaria que transmitía propiedad de tierra con personas. Y claro, de ahí sale algo: derechos declamados pero que en realidad eran pretextos para el sometimiento.

Los movimientos

R.Z.: –Después viene la historia del siglo veinte, en la cual la base de la ciudadanía se fue ampliando, pero en función de movimientos pluriclasistas, complicados, distintos, muy diferentes. Hoy desde el hemisferio norte se engloba todo bajo la denominación de populismo, y se pretende asimilarlo de alguna manera al fascismo mussoliniano. Es cierto que esos movimientos tuvieron defectos, graves, sí, algunos fueron autoritarios o personalistas. Pero ampliaron la base de la ciudadanía. La reacción a estos movimientos fue mucho más terrible, hubo masacres. Pero, claro, estos movimientos no nos enseñaron a admirar las instituciones, porque su propio carácter de alguna manera se lo impedía. Esa dualidad está en nuestra cultura jurídica (me refiero al sentimiento jurídico del pueblo). Es hora de que, como en una sesión psicoanalítica colectiva, empecemos a poner nuestro pasado en limpio. Una Constitución tampoco es la Bandera, no es el Himno, no es el Escudo, es un instrumento.

J. N.: –Muy buena la reflexión. Quiero agregar dos observaciones. Hegel era crítico de Kant, porque la moral kantiana es una moral del deber ser. Hegel decía, traducido al porteño básico, que esto implica tragarse una cosa previa fundamental, que es lo que él llamaba la moral objetiva. En qué se encarna la moral objetiva: en lo que decía Zaffaroni, en las instituciones. Las instituciones son la puesta en acto de valores. Si creemos en la justicia, tenemos un buen Poder Judicial. Si creemos en la salud del pueblo, tendremos buenos sistemas sanitarios. Si las instituciones funcionan, aprendemos a confiar en el prójimo, porque el prójimo también respeta las instituciones. Pero dice Hegel, como si hubiera vivido en la Argentina, que cuando las instituciones dejan de cumplir sus funciones, los individuos se repliegan en un individualismo defensivo y agresivo, y cae la confianza en el prójimo. Esto es lo que Hegel llamó por primera vez, en 1802, alienación. El individuo empieza a alejarse de la sociedad, y esto lo puede conducir a refugiarse en sectas o en el aislamiento o, lo que es mucho peor, en las drogas o el crimen. Fíjense las generaciones que tenemos en Argentina que no han sido contenidas por las instituciones. Desde luego, la alternativa son movimientos de resistencia, de lucha democrática contra la alienación.

La otra observación que hizo Nun partió de un ejemplo que se usa en Derecho Penal en Harvard: un señor entra a un parque y escucha llantos. Va acercándose al lugar de donde provienen los llantos y llega a un lago, y en el lago hay un nene que se está ahogando. El señor se sienta en un banco, saca un cigarrillo, lo enciende y mira hasta que el nene se termina de ahogar.

J.N.: –El profesor les pregunta a los estudiantes si es una conducta legalmente punible. Todos dicen que sí, y resulta que no, y les explica la diferencia que hay entre la ley y la ética. En el derecho argentino creo que esto tiene una multa que fue ahora levantada a trescientos y pico de pesos.

R. Z.: –Omisión de auxilio.

J. N.: –Exacto. Trescientos y pico de pesos y uno ve en vivo y en directo una muerte. Ahora imaginemos a ese señor del lago en el sillón de su casa, frente al televisor. Ve cómo son vejados los ancianos, cómo matan familias enteras, las atrocidades en las que morbosamente ha pasado a especializarse el noticiero de la televisión. El señor hasta puede decirle a la mujer: “Negra, mirá qué horror” y después irse a dormir. El señor que mira y fuma, ¿lucha acaso por las instituciones y los derechos? ¿Puede hacer otra cosa?

R. Z.: –Frente a esta alienación, además, ha surgido una ilusión tremendamente peligrosa. Es que el poder se desentiende de la subjetividad: quédese alienado, a mí no me interesa. Yo voy a controlar los comportamientos, no voy a controlar su subjetividad. No me interesa más trabajar el alma, voy a controlar el cuerpo, entonces lleno todo de cámaras. Hoy el control electrónico de conducta es algo que avanza. No va a ser necesario tener más cárceles. Le van a meter un chip al tipo y lo van a poder monitorear, o sea que la cárcel quedará para un grupo demasiado reducido, un grupo patológico, y los demás serán controlados con un chip, y todos pelearemos contra los chips, con el grave inconveniente de que el chip es barato, y la cárcel es cara, y en consecuencia corremos riesgo de andar todos con chip por la calle.

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