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El candidato de los derechos humanos (II)

 Por David “Coco” Blaustein

Al aeropuerto de Ezeiza fueron a buscarme mi hermano Eduardo y mis entrañables amigas Liliana y Silvia, compañeras del exilio ya retornadas. A esa hora de la tardecita, Alfonsín anunciaba desde el Obelisco que con democracia se come y se educa. Quizá no haya recuerdo visual más fuerte después de 7 años de ausencia que la impresión que me causó la altura de la puerta “de la casita de mis viejos”: como si fuese de Blancanieves.

Al día siguiente marché a la 9 de Julio para el cierre de la campaña de Luder. El Bagual, Pancho, el Yuyo. Cacho, el compañero de la DGI. Los que se habían quedado y vivido el exilio interno se mezclaban con los sobrevivientes de la contraofensiva y los retornados de México y España.

La peor sensación del regreso era esa dificultad de “procesar” todo lo que a mil por hora registraba la retina, pero que no asimilaba el corazón ni aclaraba la mente.

El jueves, a la plaza a ver a las Madres y no poder llorar. Nada. Ni una lágrima. Excitación, ansiedad y angustia.

Luego uno de los encuentros más difíciles. Pasar por el local de Humanismo y Liberación de Rivadavia y Pasco a encontrarse con Augusto Conte, el padre del “Africano” secuestrado por la Marina a la salida de la base naval de Punta Indio.

El encuentro con Augusto padre era el reencuentro con todos los padres de todos los amigos desaparecidos. “Darse explicaciones.” Fuimos con Mariano –sobreviviente de la colimba del ‘76 y del atentado montonero a la Secretaría de Planificación, vivo por milagro–, entrañable amigo de todos, a quien un puto tumor se llevó el año pasado.

Ahí estaba el candidato de los derechos humanos. Con su pantalón azul, mocasines y acostumbrada camisa a cuadros saludando a los setentistas, padres y nuevos militantes que lo reconocían a la vera del cordón. Un largo y entrañable abrazo nos confundió.

El 30 de octubre voté por Luder-Conte y a la tardecita partí para el local de la Democracia Cristiana de Congreso, a media cuadra de Entre Ríos.

La boca de urna todavía no existía, así que la ansiedad era enorme. El tiempo transcurrió con más abrazos de compañeros, entre charlas con los otros hermanos Conte. Gonzalo y Fernando, que era quien iba y venía tratando de cerrar circunscripciones, circuitos y el reencuentro con Laura Conte hija. El ‘76 la había dejado como estudiante secundaria y Julián –el gurrumín de los Conte–, en guardapolvo de primaria.

Llegada la noche, apareció la imagen más brutal del ‘30. Decenas de autos que venían del Comité Nacional de la UCR gritando “¡Y dónde están que no se ven los que votaron por la V...!”.

Un verdadero aluvión zoológico de Fiat 600 nos decía que el peronismo de Isabel y las tres A, sumado a la represión dictatorial, nos cambiaría para siempre y habían generado un alfonsinismo convertido en vendaval, por lo menos en ese momento.

Adentro los votos por Augusto venían en cuentagotas. La sociedad argentina no quería saber de los desaparecidos, decían unos. Que no, que fueron a parar a la UCR, decían otros. O al PJ, opinaban los menos. O al PI. Pero no llegábamos.

Terminamos a la madrugada en el Centro Cultural San Martín, donde el escrutinio recién le entregó la victoria muy, muy tarde. Casi para no disfrutarlo.

En la Première antigua volví a disfrutar un glorioso submarino con medialunas con el ya electo diputado nacional Augusto Conte. Me convenció de ir a dormir a su casa y me tocó la cama de “Augustito”, como le decían ellos. Para aumentar la confusión y las sensaciones. O quizá para prolongar el afecto y la memoria.

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