ESPECIALES

La epifanía y Moloch

¿Para qué sirve un país? Si acaso, para resistir y crear, increíblemente, momentos de belleza.

 Por Marcelo Figueras

Promediaba la lectura de The Magicians de Lev Grossman (que dicho sea de paso, hace bien todo lo que J. K. Rowling hace mal), cuando descubrí que Quentin, el protagonista, iniciaba una gira por escuelas de magia internacionales que lo llevaba a sedes obvias (una en “los brumosos Cárpatos”, por ejemplo), pero también a una inesperada: un edificio que se erigía en medio de “las aparentemente interminables pampas argentinas”.

Hasta entonces había escrito un borrador amargo de este texto. De hecho empezaba citando a Lawrence Durrell, que en 1948 le escribió a Henry Miller que la Argentina era un sitio donde “los débiles son descartados” y al que definía como “el último círculo del infierno”.

“Cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad –decía Durrell– está tratando de salir de aquí, incluido yo.”

A continuación intentaba sintetizar la historia que llevamos doscientos años repitiendo: la de una clase privilegiada que va por todo, sin tener ni siquiera la elegancia de avenirse al marco político y legal que ella misma urdió para su conveniencia; asistida por una clase media que suele aceptar el trabajo de kapo, vigilando que los menos afortunados no salten la alambrada; y la de la mayoría desangelada, que aguanta en silencio y de tanto en tanto se desborda, escapando de la violencia tácita (la marginalidad, el hambre) para ir al encuentro de la violencia explícita de la represión.

Y después de preguntarme qué estábamos celebrando, a fin de cuentas, cuando celebrábamos el Bicentenario, optaba por el gesto desesperado de echarme en un sofá al estilo del Isaac Davies de Manhattan para buscar razones por las cuales valiese la pena vivir en la Argentina.

Encontré unas cuantas. Algunas músicas. Ciertos libros, cuadros, películas. Niní Marshall, Olmedo, Les Luthiers, Fontanarrosa, Capusotto. (Se necesita mucha risa para apagar tanta tragedia.) Las historietas de Oesterheld. Mafalda. Algunos ejemplos de vida: el cura Mugica, las Madres y las Abuelas. Comprendí que cada uno de los ítem suponía una reacción iluminada a la oscuridad del entorno, la flor que asomaba por debajo de la basura. Se trataba de una lista de actos de resistencia. ¿Qué otra cosa son Cambalache, El niño proletario o la ronda de los jueves?

Pero me faltaba una epifanía, algo parecido a lo que la sonrisa de Tracy produce sobre el atribulado Isaac. Entonces me topé con la escuela de magia que Lev Grossman imaginó en nuestro territorio. Y me pregunté si, a su manera, la Argentina no podía ser leída como una escuela terrible (¡la anti Hogwarts!) pero efectivísima, de esas que no otorgan calificaciones intermedias: te quiebra o te hace.

Un sitio que pulveriza almas y huesos entre sus molares y que escupe la pulpa sobre un suelo rocoso para que nada crezca de esos restos. Y sin embargo esta Argentina-Saturno, especialista en devorar a sus hijos, es terreno fértil para algo más que trigo y vacas. Si algo produjo siempre este país, y a manos llenas, es belleza. Hablo de belleza estética, de esas obras que se las arreglan para reptar fuera de la ciénaga e iluminar la noche oscura de nuestro tránsito. Pero también hablo de belleza en el sentido ético. Los ejemplos son menos, aquí. (Mencioné unos pocos más arriba.) Pero el simple hecho de que existan algunos no está por debajo del milagro.

Los innumerables sacrificios de sangre que se han hecho en el altar de la Argentina-Moloch no lograron su cometido. No somos la masa mansa, opaca, casi ovina a la que quisieron –y todavía quieren– reducirnos. Aun castigados por palo y bala de goma, o violados por la pobreza, o atontados por tanta banalidad, nos las ingeniamos para producir belleza y dar coraje a los que caminan a nuestro lado.

Quisieron convertirnos en gente. (Y en Gente.) Lo que aprendimos en las aulas terribles del país es que seguimos siendo pueblo.

En otro pasaje de The Magicians, Quentin se pregunta por qué los hechiceros no realizan conjuros para obtener su felicidad. Quizá se deba a que son humanos antes que magos. Los hombres somos capaces de vislumbrar el corazón del átomo, pero sufrimos de miopía en lo que hace a nuestro corazón. Para que un mago o un hombre concedan sustancia a un sueño, deben saber antes qué es lo que desean. En estos doscientos años nuestro pueblo asumió algunas gestas que, como bengalas, sugirieron que no todo es noche cerrada. Estoy seguro de que seguiremos alumbrando artistas geniales y figuras icónicas (no vamos a contentarnos con Evita y el Che: ¡Nacimos bajo el signo de la insatisfacción!), pero lo que yo deseo es que los próximos egresados de nuestra escuela imaginaria se apliquen también a los conjuros que sacian el hambre e iluminan las almas con la magia del saber.

Mientras tanto seguiremos resistiendo.

Wilhelm Reich sostenía (me lo recordó el escritor E. L. Doctorow, en una entrevista concedida a Juan Gabriel Vásquez) que los fascismos se difunden y preservan a sí mismos apelando al hemisferio derecho de la gente, la parte del cerebro que concentra lo atávico –la suma de todos los miedos–. Que este país, arrastrado desde siempre a una ciénaga por la clase dirigente y sus cómplices de turno, haya producido alguna belleza estética y moral no está por debajo del milagro; la clase de prodigio que alienta a creer que alguna vez la gracia se impondrá a la impudicia, y que la solidaridad hará retroceder a los perros.

Serán más los que toman decisiones fundamentales (cómo vivir, y por extensión cómo morir) con el hemisferio izquierdo.

Mientras seguimos resistiendo.

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Uno de los flamantes y lujosos vagones comedor estrenados en la muestra (1910).
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