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Arias a secas, republicano español

 Por Juan Forn

Cuando los veían llegar juntos a las corridas de toros en Arlès, muchos tomaban a uno por guardaespaldas del otro, aunque ni Picasso ni su peluquero Eugenio Arias superaban el metro sesenta de estatura. “No es lo mismo un hombre grande que un gran hombre, Arias. Nosotros somos la prueba”, le gustaba decir a Picasso. Se habían conocido al final de la Segunda Guerra, en el legendario Hôpital Varsovie de Toulouse, punto de encuentro de todos los republicanos españoles desparramados por el sur de Francia. Fue la mismísima Pasionaria quien los presentó (“Arias a secas, republicano español”), pero Picasso había olvidado el encuentro un año después, el día en que entró por primera vez en la única peluquería de Vallauris. Harto del frío de París, se había mudado días antes a una casa en las afueras de aquel pueblo. Su llegada al Salon Arias fue pura casualidad: necesitaba una afeitada y su veleidosa mujer de entonces, Françoise Gilot, se había negado a proporcionársela. Malhumorado e incómodo, Picasso no se esperaba que el peluquero no sólo le hablara en español y fuera como él un rabioso antifranquista, sino que además le ofreciera llevarlo a las corridas de toros que se hacían en Arlès.

Aunque los franceses purgaban a los toros para debilitarlos antes de las corridas y además les desafilaban los cuernos, aquellas tardes en Arlès eran para los exiliados españoles como volver por unas horas a la patria (una tarde en que un torero francés no lograba hacer reaccionar a un toro, Picasso le gritó desde las gradas: “¡Háblale en español, que no te entiende!”). El cartel “Hoy toros, con la presencia de Picasso” se convertiría en un clásico durante las dos décadas siguientes. El vínculo entre el pintor y su peluquero, también: Arias afeitó dos veces por semana (y le cortó el pelo una vez al mes) a Picasso durante los veintiséis años siguientes. Al principio, era Picasso el que iba al Salon Arias, pero como los vallaurinos siempre le cedían el turno y se quedaban mirándolo mudos y boquiabiertos, Arias sugirió ir él hasta La Galloise, la casa de Picasso. Al poco tiempo de ir les regaló, a Picasso y a la Gilot, un sillón, porque según él no había ninguna silla de altura decente en La Galloise. Picasso, a su vez, le regaló un Renault Dauphine abandonado (su hijo Paulo lo había dejado allí, en una de sus tempestuosas visitas), para que Arias no tuviera que hacer caminando los tres kilómetros desde Vallauris hasta La Galloise.

Las raras veces que Picasso se perdía las corridas de toros de Arlès, Arias le traía de trofeo varios pares de cojones de toro, y los freían y los comían juntos. Arias tenía cojones de acero (con un tiro en el pulmón siguió peleando para los republicanos hasta el final, y cuando empezó la Segunda Guerra se enroló en las filas francesas, y cuando Pétain se rindió quiso enrolarse en la Legión Extranjera, pero no lo aceptaron, por aquella herida en el pulmón). Arias le hacía frente al mismísimo Dominguín. Un día el madrileño le dijo: “Los castizos somos mejores contadores de historias que los paletos”. Arias le contestó: “Vosotros bebéis el agua con la que yo me he lavado los cojones” (en Buitrago nace el río Lozoya, que llega hasta Madrid).

Con Arias era imposible quedarse con la última palabra. El párroco de Vallauris se cortaba el pelo en el Salón Arias y un día le dijo que no lo veía nunca por la iglesia. “Es que yo odio escuchar a alguien que no me deja contradecirlo”, contestó Arias, que se jactaba de ser “mucho más ateo” que Picasso. Jorge Semprún escribió: “Durante los años ’50 y ’60 quien quería ver a Picasso tenía que visitar primero el Salón Arias”. Cuando Semprún, Carrillo y otros comunistas españoles entraban clandestinos en España, Arias les hacía una peluca para que nadie los reconociera.

Arias decía que había aprendido a usar la tijera con su padre, que era sastre. En los ’60 y los ’70 había cholulos que viajaban desde París para decir que se cortaban el pelo con el barbero de Picasso. La venganza de Arias era cortarles como él quería: no aceptaba indicaciones de nadie cuando tenía las tijeras en la mano. Y cuando no las tenía, tampoco. Un día Picasso le insistía e insistía para que le cortara más rápido. Por qué, quiso saber Arias. “Porque hay que ser más rápido que la belleza. Quien es igual de rápido repite lo que ya existe. Quien es más lento, atrasa. En cambio, quien es más rápido obliga a la belleza a alcanzarlo, tarde o temprano”, le contestó Picasso (a Arias le encantó el consejo, pero nunca lo puso en práctica). Después de cortarle el pelo a alguien, Arias se lo quedaba mirando con ceño fruncido. Picasso le preguntó un día por qué. “Después de cortar, sólo veo los errores.” Picasso lo abrazó y le dijo que eso era ser un artista de verdad.

Arias nunca aceptó cobrar, durante los veintiséis años que afeitó y le cortó el pelo a Picasso. Picasso le daba cada tanto un dibujo, una litografía o una pieza de cerámica. A diferencia de todas las demás personas en el mundo que recibieron obra de Picasso, Arias no vendió ni una sola de ellas, en todos esos años. Y después de la muerte de Picasso, y de la de Franco, cuando España fue de nuevo libre y él pudo volver a España, las donó todas al ayuntamiento de Buitrago, su pueblo natal, el pueblo que no había podido pisar durante cuarenta años. Qué tipos, estos republicanos españoles.

(Publicada el 10 de octubre de 2008)

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