ESPECTáCULOS › MUSICA BALANCE DE LA TEMPORADA CLASICA

Un paisaje variado

Algunos aciertos y algunos fracasos.
Una ópera que se consolida, también, fuera del Colón.
Y Barenboim y Argerich volvieron a ser protagonistas.

 Por Diego Fischerman

Más que de una temporada de música clásica en Buenos Aires, debería hablarse de varias. En escala, tal vez desproporcionada en relación con las carencias económicas del país, la programación porteña tiene todos los rasgos de las de las ciudades más ricas del mundo. Sobre todo, su variedad. Con certeza, aun cuando pueda haber algún público en común, por razones de gustos, formaciones y también poder adquisitivo, no son los mismos los que van a la ópera en el Colón que los que alimentan ese nuevo fenómeno de la lírica a cargo de pequeñas sociedades privadas, como Buenos Aires Lírica y Juventus Lyrica; no son los mismos los que van a conciertos sinfónicos que los que se conmueven con el bel canto ni los que se ofenden con la mínima audacia en una régie que los que llenan el Centro Experimental del propio Teatro Colón o los ciclos de música contemporánea organizados por el compositor Marcelo Delgado en la Manufactura Papelera o el del Teatro San Martín. Tampoco es la misma realidad la de las opulentas sociedades de conciertos, con artistas de primer nivel internacional, que la de los teatros oficiales, prisioneros, entre otras cosas, de la desfavorable paridad cambiaria.
En ese sentido, al evaluar una temporada como la que el Colón desarrolló este año en la sala principal, debe tenerse en cuenta, sobre todo, la inteligencia para conseguir algunos puntos muy altos en lo artístico con muy poco desde el punto de vista presupuestario. El mejor ejemplo fue la ópera Diálogo de carmelitas, de Francis Poulenc, un título elegido casi a medida para que pudiera ser interpretado con calidad por un elenco totalmente argentino. La puesta, de Marcelo Lombardero, también optimizó los recursos existentes y las cantantes Graciela Oddone y Adriana Mastrángelo tuvieron actuaciones deslumbrantes. La primera fue, además, la extraordinaria protagonista de Anna O, la ópera de Marcelo Delgado que, con libreto de Elena Vinelli y puesta de Emilio García Webbi, se estrenó en el CETC, y de I due timidi, un ensayo neorrealista del compositor Nino Rota, puesto en escena por la Opera de cámara del Colón. Entre lo poco feliz estuvieron las mediocres puestas del comienzo de la tetralogía wagneriana y de Elisabetta reina de Inglaterra, de Rossini, que una fogueada Jennifer Larmore no logró salvar del agrisado tono general. La decepción fue Ubú Rey, un estreno de Krzystof Penderecki muy lejano del peso estético de su anterior Los demonios de Loudon. Y entre lo valioso, debe contabilizarse una puesta tan coherente como audaz del gran director teatral Alfredo Arias, para la ópera póstuma de Benjamin Britten, Muerte en Venecia. Ese título, con una excelente dirección musical de Steuart Bedford y un extraordinario Nigel Robson como protagonista, fue uno de los que más controversias generó, en particular por la decisión de Arias de alejarse del modelo Visconti al imaginar a Tadzio como un joven gimnasta (Pablo Telechea efectivamente integró equipos olímpicos) y no como un púber. Curiosamente, algunos le reclamaron fidelidad ya no con el libreto de la ópera (que menciona explícitamente unas competencias olímpicas y que se cuida de diferenciar la edad de Tadzio –“a boy”– de la de sus hermanos –“the children”–) sino, justamente, con aquel film de Visconti que parece haber quedado en el imaginario como única visión posible de los últimos días de Aschenbach en esa ciudad desconocida y corroída por la peste.
La otra discusión que dividió al público fue la originada por el maratón de Daniel Barenboim tocando los dos libros de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach. Su manera de tocarlos, e incluso algunas imprecisiones técnicas, pusieron en escena la cuestión de cuáles son los límites que una partitura y el conocimiento del estilo ponen (o no) a un intérprete. En este caso no se trató de dilucidar si las interpretaciones de Barenboim eran o no arbitrarias –lo eran–, sino si esas arbitrariedades eran más o menos interesantes que el original. Pero el piano tiene, en la Argentina, dos nombres propios y el otro, Martha Argerich, también ocupó el centro de la atención. En parte por el festival, que volvió a encontrarla con músicos amigos de distintas partes del mundo, entre ellos los talentosísimos hermanos Capouçon. Y en parte por el nuevo signo que está tomando la relación con su país natal, que ha comenzado a materializarse en la flamante fundación que lleva su nombre. Además de proyectos solidarios, como conciertos en Japón con los que recaudó fondos para niños argentinos, Argerich tocó frente a una multitud en una fábrica recuperada, y también hizo conciertos en Salta –junto a la pujante orquesta sinfónica local, que dirige el venezolano Felipe Izcaray–, en Paraná, Rosario y Córdoba. Un dato a tener en cuenta, por otra parte, fue la buena programación de la Sinfónica Nacional (con la integral de las sinfonías de Sibelius, entre otras cosas) y el hecho de que esta orquesta cuente con un inédito comité artístico, conformado por algunos de sus integrantes junto a su director, Pedro Ignacio Calderón.
Aunque fuera del estricto marco de la música clásica, uno de los nombres más importantes dentro de la generación de compositores surgidos a fines de la década del ’70 se destacó en un campo inesperado. El compositor Gerardo Gandini fue el único argentino que ganó un Grammy por su disco de improvisaciones sobre tangos grabado en vivo en Rosario. Y si es cierto que en este caso los materiales no son clásicos (aunque sean clásicos tangos), sí lo son muchos de los procedimientos con los que esos materiales se desarrollan. Y entre las destacadas orquestas que visitaron el país merece una mención especial la de la BBC, que conducida poir Jukka Saraste brindó dos conciertos inolvidables para el Mozarteum. La misma sociedad ofreció, además, el que tal vez haya sido el mejor concierto de música barroca de los últimos tiempos, el que Les Arts Florissants, dirigidos por William Christie, dedicaron a los oficios de difuntos de Marc Antoine Charpentier.

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Martha Argerich y Daniel Barenboim, dos grandes nombres propios, volvieron a ser protagonistas.
 
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