ESPECTáCULOS › UN ESPECIAL DE INFINITO SOBRE EL INCREIBLE HOWARD HUGHES

Un personaje como de ficción

El documental que se verá hoy resulta un viaje
fascinado por la vida, y las excentricidades, del magnate que sufrió 15 accidentes de avión.

 Por Pablo Plotkin

Quince accidentes aéreos, y ninguno había podido acabar con él. Howard Hughes murió en el aire, sin embargo, envuelto en una sábana, trémulo y balbuceante, atravesando el cielo de Acapulco a Houston a bordo de uno de sus aviones privados. Pesaba 42 kilos. Había pasado los últimos años de su vida encerrado en habitaciones de hoteles de lujo, desnudo, paranoico, almacenando sus excrementos y protegiéndose de los gérmenes armado de una inconmensurable cantidad de pañuelos descartables. Las siete décadas de un empresario inescrupuloso, un aviador intrépido, un productor de Hollywood macartista, un loco de remate. Eso cuenta el documental que hoy a las 23 emitirá la señal Infinito Insólito: una de las historias más enfermizas del basural del Sueño Americano.
El tejano Howard Robard Hughes nació en 1905. A los 17 años quedó huérfano, heredó el 75 por ciento de la fortuna de su padre –un magnate que revolucionó los métodos de excavación de petróleo– y empezó a desarrollarse en las industrias de dos de sus obsesiones: la aviación y el cine. Compró 45 aviones, tomó clases de vuelo, construyó hangares, fundó Hughes Aircraft y así tuvo una aeroflota con que rodar películas bélicas. Mezcla de Pierre Nodoyuna y Mr. Burns, Hughes obligó a los actores de Hell’s Angels (Angeles del Infierno) a pasarse cinco meses varados en Oakland, esperando un día de niebla espesa para rodar escenas de batallas aéreas en condiciones riesgosas. Tan realistas que acabaron con la vida de dos pilotos. Años después, repetiría la experiencia haciendo que en sus películas de gángsters se utilizaran balas de verdad. Su máximo aporte a la historia del cine fue la financiación de Scarface, de Howard Hawks.
Pero mientras Hughes se erigía en un personaje público escopofóbico (le temía a los extraños, a las multitudes, pero no paraba de salir en televisión), crecía su fama de playboy aventurero, y sus contactos con el poder corrupto lo llevaban a negociados insólitos. Obtuvo el contrato para venderle un hidroavión –el Hércules– al Ejército estadounidense, pero la nave jamás levantó vuelo. El fiasco le costó un juicio por malversación de fondos del Estado. Ahí se lo ve a Hughes en los tribunales, con su bigote fino y su estridente voz de yanqui de mediados de siglo: “He dicho varias veces que, si no funciona, me iré del país y jamás volveré. Y cumpliré mi palabra”. Se quedó.
Entretanto, Howard empezaba a bordar su reputación de “el tipo que se acostó con más personas de ambos sexos en Hollywood”. Bette Davis, Marlene Dietrich, Katherine Hepburn, Olivia de Havilland, Cary Grant, Ginger Rogers, Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe y Randolph Scott, entre otros, habían pasado por sus sábanas. Pero el galán bisexual estaba loco. Contrató a un detective privado macartista –Jeff Chouinard– que acechaba a los empleados de su productora olfateando rastros comunistas, y a mujeres hermosas en busca de Dios sabe qué. Entre los hitos de su conducta misógina figura el rodaje de una escena innecesaria para Two arabian nights, de Lewis Milestone, cuando obligó a la protagonista a nadar desesperadamente en un estanque de agua helada. Cada una de sus mujeres tenía auto y chofer personales. Los conductores sabían que no debían manejar por el boulevard Santa Mónica, por ejemplo, porque la vibración que producía el empedrado podía afectar la consistencia de las tetas de sus chicas, otra de sus grandes obsesiones.
Algo que no cuenta el especial de Infinito es su perfil antisemita, su plan para asesinar a Fidel Castro –abortado por la propia CIA– y su amistad con dictadores latinoamericanos como Batista y Trujillo. Sí se refiere a su etapa macartista y al anhelo de encaramar a la presidencia de los Estados Unidos a uno de sus hombres luego del homicidio de Kennedy. En busca de conexiones entre los demócratas y Hughes, Richard Nixon ordenó revisar la oficina de Larry O’Brien, un colaborador de Kennedy que había sido comprado por el magnate. Tiempo después, el asunto terminaría en un pequeño escándalo llamado Watergate. Hughes seguía enloqueciendo. Le aterraban las moscas, los gérmenes, los desconocidos. Vivía encerrado en el penthouse del Desert Inn de Las Vegas y obligaba a los cocineros a romper la vajilla luego de cada comida. Era adicto a la codeína, un narcótico opiáceo. No se afeitaba, no se cortaba las uñas ni el pelo. Era piel y huesos. Se mudaba a habitaciones de hotel en lugares tropicales y recubría el piso con miles de pañuelos de papel, la única textura que era capaz de soportar. Durante los cinco años posteriores a aquel último vuelo, el que despegó de Acapulco en 1976 para aterrizar en Texas con un cadáver, aparecieron unos cuarenta testamentos apócrifos. Howard Hughes había dejado dos billones de dólares repartidos en siete casinos de Nevada.

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Hughes, un personaje irrepetible. Empresario, aviador y productor.
 
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