LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN

Televisión, mercado y política

Washington Uranga problematiza la relación entre televisión, mercado y política a partir de la afirmación de que la comunicación tiene que ser pensada desde la construcción democrática ciudadana.

 Por Washington Uranga

¿La televisión refleja a la sociedad, es un espejo de ella o se trata simplemente de una puesta en escena antojadiza, intencionada y hasta perversa de géneros y de agendas que no guardan ninguna relación con la actualidad de los hombres y mujeres de a pie? Para ello no hay una respuesta. O no hay una sola respuesta. Existen intereses, juego de creatividades, habilidades y capacidades. Hay también un proceso de construcción que es fruto de complicidades construidas entre productores-emisores y audiencias-consumidoras. Aunque –es importante decirlo– estas coincidencias se dan en el marco de grandes asimetrías entre quienes controlan los medios y quienes se sientan dentro del otro lado de la pantalla. No obstante, sin negar las asimetrías y las diferencias de poder, se puede afirmar sin temor que la televisión es fruto de la sociedad en la que vivimos. La televisión “no nace de un repollo”, para utilizar un dicho popular. Es el resultado de relaciones de fuerza, de la realidad económico-política, social, cultural y de poder de cada sociedad. Lo que equivale a sostener que, como parte integral de lo público, la televisión, en tanto y en cuanto medio articulador de discursos sociales, es un escenario de lucha simbólica por el poder donde se dirimen los conflictos sociales, políticos y culturales. Dentro del escenario de la comunicación la televisión es no sólo el medio más poderoso, sino también el más privilegiado desde muchos puntos de vista: inversiones y audiencias, para comenzar.

Porque la democracia necesita, para su propia reafirmación y desarrollo, debatir sobre el poder, sobre su constitución y formas de construcción es preciso construir mecanismos políticos, sociales y culturales para que la agenda de la televisión y de los medios masivos en general no sea apenas el resultado de una lógica de mercado, que es apenas otra forma de nombrar los intereses de quienes controlan la economía del sistema masivo de medios.

Todo lo anterior tiene que ver con el ejercicio de la ciudadanía y de la democracia misma, hoy por hoy un sistema complejo que no se limita ni al ejercicio del derecho del sufragio ni sólo al funcionamiento de los poderes establecidos en la Constitución. La democracia es un entramado mucho más complejo del cual el sistema de medios es parte inseparable. Por ese motivo la discusión sobre los medios, sobre los sistemas de propiedad y acerca de las agendas, es parte integral del debate político ciudadano. No se puede concebir una democracia genuina con concentración de la propiedad en los medios, con “dueños” de la palabra que tienen el privilegio y la potestad de construir la oferta mediática de los ciudadanos y ciudadanas desde el impacto simbólico de la televisión, a través de la producción de contenidos informativos, de ficción y entretenimiento. Entre otras cosas no debería quedar al margen del análisis la demanda de la diversidad cultural, un capítulo que también suele dejar fuera la televisión. El discurso hegemónico que atraviesa la mayoría de la oferta televisiva se apoya en estereotipos excluyentes, haciendo desaparecer identidades y diversidades que forman parte innegable de la historia de la Argentina. Salvo, claro está, para explotar en algunos casos las particularidades de ciertos grupos identitarios con la misma lógica exhibicionista con la que se produce entretenimiento. Lo diverso es esencial a la cultura porque reafirma la identidad y porque resalta el valor de la alteridad, le da sentido a la diferencia, enriqueciendo el diálogo intercultural. Esto implica pensar a los públicos como ciudadanos, como sujetos capaces de producir bienes culturales y no sólo como clientes reales o potenciales, como consumidores de productos culturales o, lo que es peor, apenas como fuente de rentabilidad.

En este marco cabe decir también que no es conveniente que el interés público en materia de comunicación esté exclusivamente librado al mercado. La televisión pública, en consecuencia, no puede ni debe quedar sometida a la batalla del reparto de la torta publicitaria con los canales comerciales, aunque tampoco privada de este recurso. El Estado, como representante de la sociedad y garante de los derechos de los ciudadanos y de los grupos sociales, tiene que destinar fondos propios para garantizar el ejercicio del derecho a la comunicación, asumiendo esto como una inversión del mismo nivel e importancia con la que se considera presupuestariamente los aportes en salud o educación. Sólo en este caso la televisión pública podrá alcanzar un grado real de autonomía, ofreciendo bienes culturales a la ciudadanía en lugar de “vender audiencia” a los anunciantes, como ocurre con la televisión comercial.

Todo ello porque la comunicación tiene que ser pensada desde la construcción política ciudadana y porque en este cuadro la televisión es un medio estratégicamente fundamental.

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