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Hacia el absolutismo

Hugo Muleiro denuncia la ofensiva lanzada por el Gobierno para denigrar a quienes se oponen al oficialismo, expresan su angustia por la represión, los despidos y el rechazo a la progresiva eliminación del pluralismo.

 Por Hugo Muleiro *

La ofensiva lanzada por los sectores poderosos que están en el Gobierno de la mano del macrismo desde el 10 de diciembre, y que comenzó a inclinar brutalmente a su favor la distribución de la riqueza, procura simultáneamente propinar un escarmiento político a toda la sociedad, indispensable para perpetuar el modelo. La imposición de un discurso que acapare significados y nociones individuales y colectivas, y que manipule aún aquellas que se creía que la Argentina ya no revisaría, es una de las piezas indispensables.

Uno de los ejemplos más virulentos es el de las decenas de miles de despedidos. Excepción hecha del ministro Prat-Gay y su definición de los trabajadores como “grasa”, en un brote característico de una elite lustrosa que a la vez esconde en cuentas en el extranjero fortunas logradas mediante evasión, el macrismo casi no necesitó desgastar la voz de sus ceofuncionarios. La campaña de desprestigio fue asumida por su gran sostén, los diarios, emisoras de TV y radio, revistas y portales que profesan ultraoficialismo, con Clarín y La Nación como naves insignia.

Estos medios convierten a los despidos en meras “conclusiones de contrato”, o “no renovación”, sirviéndose de variadas formas de precariedad que usó la gestión saliente. El sustento principal para la maniobra es la descalificación, la siembra en el tejido social de la idea de que esos trabajadores cobraban para la “militancia K”. La rendidora figura de los “ñoquis” es incrustada en la mirada y los oídos de la ciudadanía sin respiro y con furia implacable.

“Yo no soy militante, soy trabajador”, es una de las frases más desgarradoras que se hayan leído en estas semanas, en uno de los textos de descargo de quienes el macrismo puso en la mira. Doble éxito oligárquico: el laburante empujado a defenderse mientras es privado de un sistema serio que verifique jornadas y horarios, funciones, capacidades, méritos y fallas, y forzado a hacerlo renegando de otra condición igualmente digna, la de militar por una causa, una convicción, un sueño.

La devaluación no fue titulada devaluación, salvo casos aislados, sino “fin del cepo”, y rozando el grotesco fue elevada a una suerte de “recuperación de libertad”. La estampida inflacionaria que desató el anuncio de esa devaluación es un “sinceramiento de precios”, y el tarifazo comenzado en el servicio eléctrico y que seguirá en otros rubros es un “ajuste del cuadro tarifario”. El endeudamiento externo no es garantía de ahogo para el futuro, como bien aprendió el país en su historia reciente, sino “oxígeno” para el presente.

En fin, las fórmulas de resignificación recorren grados diversos de manipulación, algunas con cierta elaboración, otras más torpes y descaradas, como la negación de estadísticas de inflación, acomodada en el recurso mediocre de la “herencia maldita” por los virtuosos que, meses atrás, difundían un “índice Congreso” sin el menor rigor.

Otras acciones no son meros malabares discursivos que se deban al alineamiento marcial del complejo mediático oficialista. Hay también maniobras de cierta elaboración. Por ejemplo, la exclusión de comunicadores identificados con el gobierno anterior y de espacios que daban opiniones diferentes a las del macrismo. Fue anunciada con insistencia antes de las elecciones y se orquestó con una campaña de denigración en medios privados, con Clarín y La Nación otra vez como organizadores del discurso y abastecidos puntillosamente con datos, papeles y cifras entregadas por funcionarios del área.

El avance hacia el absolutismo incluye el insulto de Darío Lopérfido a las víctimas de la dictadura cívico-militar, a las organizaciones de derechos humanos y a los argentinos bien nacidos que, independientemente de inclinaciones partidarias, no convalidan el terrorismo de Estado. Autor de una afiebrada tergiversación de la historia del peronismo, con paralelismos que no resisten un repaso de cuatro párrafos en cualquier manual escolar, Lopérfido recibió una amonestación tierna del secretario de Derechos Humanos y los respetos de un comentarista de Clarín.

Son apenas algunos hitos. Hay muchos otros y uno especialmente llamativo: viene multiplicándose entre los columnistas pro gubernamentales una denostación implacable de cientos de miles de argentinos que se refugiaron en las llamadas redes sociales para expresar su oposición al gobierno, su angustia por la represión y los despidos, su rechazo a la progresiva eliminación del pluralismo. Hasta los acusan de teclear desde oficinas estatales, como pidiendo con poco disimulo que también estas voces sean acalladas.

* Escritor y periodista, presidente de Comuna, Comunicadores de la Argentina.

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