PSICOLOGíA › EL PSICOANáLISIS ANTE EL DEBATE POSMODERNO

Izquierda lacaniana y antifilosofía

El autor admite que “el acierto del término ‘posmoderno’ fue mostrar que la modernidad no había sido superada, sino que entre sus pliegues había surgido algo que la excedía”, pero advierte que “la palabra ‘posmoderno’ terminó al servicio de legitimar la hegemonía neoliberal”; y –citando a Heidegger y Marx en el marco de una “antifilosofía”– propone “la elaboración conjetural de una izquierda lacaniana”.

 Por Jorge Alemán *

En los comienzos de la cuestión posmoderna había una atmósfera antifundamentalista y antitrascendentalista, especialmente en la “deconstrucción” de Jacques Derrida, en el “pensamiento débil” italiano –particularmente el de Vattimo–, y también en el mundo anglosajón con Richard Rorty y su ironía liberal. Todos ellos recuperaban textos de la tradición moderna, despojándolos de la marca metafísica que los mantenía domesticados. Fue un soplo vital en el llamado “fin de la filosofía” que habían diagnosticado Heidegger y, a su modo, Marx. El espíritu posmoderno puso énfasis en la contingencia, en el antiesencialismo; esto, y su interés por las construcciones históricas de la subjetividad, su valoración del “sinsentido”, del fin de los grandes relatos, hicieron que, a mi juicio, valiera la pena considerarlo como una interlocución fecunda con relación a la enseñanza de Lacan.

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En cualquier caso, el término “modernidad” no me parece ya designar de un modo pertinente a este mundo. En realidad, ese fue el acierto del término “posmoderno”: mostrar que la modernidad no había sido superada por una nueva etapa, que no había quedado atrás como otros momentos históricos, sino que entre sus pliegues había surgido algo que la excedía, especialmente en su configuración técnico-capitalista. La expresión “hipermoderno”, en cambio, podría dar la idea de una exaltación de lo moderno.

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Pero la palabra “posmoderno” devino un adjetivo que, en su funcionamiento semántico, terminó al servicio de legitimar la nueva hegemonía neoliberal. El fin de los grandes relatos se transformó en el abandono de las cuestiones de la ideología y de la política, y funcionó como un rechazo a pensar las lógicas emancipatorias. La desfundamentación se deslizó hacia un elogio de la ironía y el escepticismo, a la fascinación por la globalización y por la “sociedad del conocimiento”. En definitiva, “posmoderno” se convirtió en sinónimo de no establecer compromiso con causa alguna y jugar a ser un espectador lúcido de los acontecimientos, privilegiando su lado estético y sin consecuencias.

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De todas maneras, no veo posible un retorno a las categorías modernas europeas que no exija releerlas de modo muy radical. El “fin de la historia”, el fin del Estado-nación y el eclipse de la noción de sujeto no eran asumibles en el contexto América latina, si ésta quería mantenerse fiel a su legado. Se trata de una fidelidad que admite todo tipo de reformulaciones, en tanto no se limite a una identificación nostálgica con las consignas del pasado, sino que introduzca la pregunta por las condiciones de una nueva práctica emancipatoria. Así entiendo a Freud, Lacan, Heidegger y Marx, en la elaboración progresiva y conjetural de una “izquierda lacaniana”.

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Pero no puede haber ninguna práctica política con vocación emancipatoria que no tenga en cuenta el sujeto, sobre el que se asienta la enseñanza de Lacan. No se puede ya pensar la política a partir de un sujeto autorreflexivo, transparente para sí, sin opacidad alguna, capaz de objetivar su experiencia y de objetivarse a sí mismo. Hay que asumir la mala noticia del sujeto lacaniano o, dicho de otro modo, las distintas impasses que conlleva la “existencia sexuada, mortal y parlante”, tal como lo planteó Lacan.

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Planteo la conjetura antifilosófica como una estrategia para convocar a la filosofía y atravesarla. Si, en cambio, se rechaza a la filosofía de entrada, tal como lo hicieron los posfreudianos, la cosa se pone más filosófica y metafísica que nunca. La antifilosofía implica reconocer el elemento filosófico presente en los dispositivos que nos rigen en la época de la técnica, y problematizarlo desde lo que la experiencia analítica enseña y, de ese modo, alcanzar la verdadera cuestión a dirimir en el fin de la filosofía, que es la experiencia política de la igualdad, lo común y la justicia.

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Es cierto que también es propio de la filosofía el deseo de despertar de sí misma. Marx estuvo habitado por ese deseo, en el materialismo dialéctico; lo estuvo Heidegger, con su intento de salir de la filosofía a partir de una nueva topología que vinculara al pensamiento con la poesía entendida como decir; lo estuvo Wittgenstein, en sus juegos de lenguaje; y otros más, con los que la antifilosofía tiene que indagar su apertura.

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Hay muchas cuestiones modernas que han quedado pendientes de reformulación. La idea de revolución, como posibilidad deliberativa que tiene un pueblo para transformar su historia, ha quedado sepultada por una filosofía política que sólo intenta pensar la adaptación o la posible viabilidad del mundo contemporáneo. Por supuesto que términos como revolución, emancipación, uso público de la razón, deben ser indagados y reformulados. A su vez, es necesario admitir que no hubo una sola modernidad, la europea, seguida de su declinación mundial. Y podríamos aceptar el término “posmoderno” para designar el tiempo del capitalismo prescindiendo de la brújula que oriente a la historia hacia algún fin último.

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Se trataría más bien de pensar en constelaciones modernas-posmodernas, como marco en el que preguntarse cómo son y serán los vínculos sociales en el siglo XXI. Es indudable que la duración, la permanencia, la temporalidad de las instituciones familiares, políticas y económicas están siendo socavadas. En Europa, por ejemplo, nadie sabe ya cuánto tiempo seguirá viviendo en su ciudad, en su trabajo o en su entorno de relaciones cotidianas. Así sucede para miles de jóvenes, y a esto se lo llama “paradigma líquido”, “corrosión del carácter”, etcétera. Pero en definitiva es la vieja profecía de Marx, la de que todo lo sólido se iba a desvanecer en el aire.

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En cierta forma, tanto Marx como Heidegger entendieron que la modernidad estaba configurada de tal modo que en sus propios elementos había algo que la excedía, al modo del desencadenamiento de un real que no iba a poder ser ya metabolizado en lo simbólico. Pero mientras que, en Marx, el “sueño histórico” de la redención comunista era el fantasma que encubría esa cuestión, Heidegger supo ver algo que ningún progreso iba a poder curar: sólo un “salto”, “un paso atrás”, un “acontecimiento” nos podría “salvar” de las “estructuras de emplazamiento” propias de la técnica, cuyo destino último es adueñarse de la subjetividad en todas sus manifestaciones. Desde esta perspectiva, se podría pensar la posmodernidad como el tiempo diferido donde se piensan las impases modernas en sus determinaciones, y se abre una consideración sobre lo que puede venir a suplir el lugar ausente de los sujetos históricos modernos; las fuerzas materiales que se pueden combinar para que surja un deseo distinto a la orden de Gozar implícita en la nueva circulación de la mercancía.

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La política de inspiración lacaniana debe tener en cuenta la diferencia entre la realidad y lo real. Lo que llamamos sociedad no es una totalidad plena y objetivable: está atravesada por imposibilidades que dislocan su trama, por elementos heterogéneos con los que ella misma, la sociedad que los engendra, no sabe qué hacer; y también por los que Laclau denomina antagonismos, que se presentan constitutivamente como imposibles de reabsorber en un movimiento histórico con un sentido finalístico. En este punto, la política se vuelve un “saber hacer ahí” –como lo diría Lacan– con lo real imposible. Esto pone en cuestión la idea clásica de revolución, como el proyecto capaz de cambiar de raíz y en su totalidad el fundamento del edificio social. La emancipación, en cambio, es una tensa y permanente negociación con lo imposible. Por esto es importante no perder el horizonte democrático, ya que, cuando se lo radicaliza haciéndose cargo de la exclusión social y confrontando con las corporaciones neoliberales, la democracia resulta ser una superficie de inscripción que impide a las prácticas emancipatorias percibirse a sí mismas como una totalidad, que se realizaría “dialécticamente”.

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La expresión, “izquierda lacaniana” –que designo como conjetura– se propone como una herramienta para pensar la política a partir de la enseñanza de Lacan y, en particular, valiéndonos de todo aquello que Lacan elaboró con respecto a la cura psicoanalítica. Es mi diferencia respecto de los filósofos neolacanianos que prefieren hacer ingresar ciertos temas o problemas lacanianos al ámbito de la filosofía. Esto surge en una época donde lo atribuible a la posmodernidad, a la subjetividad contemporánea, empezó a describirse como una lógica cultural del capitalismo tardío: el sujeto líquido, precario, sin orientación ni gravedad, atado a sus prácticas de goce sin una brújula ética, sin lazos sociales ni relatos que le permitan acuñar una experiencia de transformación... Todas estas descripciones sociológicas y antropológicas dan cuenta de la transformación radical que implica el neoliberalismo como construcción de la subjetividad.

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El neoliberalismo no es solo una ideología a favor de los mercados y el capital financiero, no se reduce a una mera política económica. Tal como lo anticipó Foucault en Nacimiento de la biopolítica, el neoliberalismo es un conjunto de prácticas teóricas, políticas, estatales, institucionales, que apuntan a una nueva invención del sujeto. El sujeto neoliberal está organizado por distintos dispositivos para concebirse a sí mismo como enprendedor, como un empresario de sí, entregado a la maximización de su rendimiento.

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El sujeto neoliberal –a diferencia de la subjetividad clásica indagada por Foucault en La hermenéutica del sujeto, que veía en los “cuidados de sí” un modo de protegerse del exceso– siempre está sobrepasado por la exigencia “empresarial”, por tener que constituir su realidad desde sí mismo en su máxima rentabilidad. Por ello se han vuelto célebres los coaches, los entrenadores personales, los consejeros, los estrategas de la vida, los asesores de emprendimiento, todas técnicas subjetivas de despolitización de la existencia.

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Por supuesto, el reverso del emprendedor neoliberal es un dese-cho deprimido, indigno de valor o reconocimiento alguno, que se consume en su goce de sí. El neoliberalismo no es la desaparición del Estado frente a la marcha del mercado en su “mano invisible”. Esto es un error de perspectiva. Tal como ya se puede ver en Europa, el neoliberalismo se apropia del Estado y sus instituciones para que funcionen como dispositivos de entrenamiento subjetivo, a fin de que el sujeto se entregue a un espacio de exigencias ilimitadas que sólo puede asumir como emprendedor de sí, por fuera de las distancias simbólicas que aún perduraban en el sujeto moderno.

* Extractado de la participación del autor en un diálogo con el psicoanalista Mario Pujó, incluido en el libro Jacques Lacan y el debate posmoderno, de reciente aparición (ed. Filigrana).

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