PSICOLOGíA › CóMO ARMAMOS “RELATOS PERSONALES FALSOS”

Los engañados

Todo el tiempo engañamos a los demás y nos autoengañamos, sostiene el autor de esta nota y, a partir de ingeniosos estudios experimentales, lo muestra así para el amor, para el sexo, para las parejas exitosas y las que fracasan, para los homófobos, los discriminadores, los fanáticos, los testigos que señalan al culpable equivocado y los poderosos.

 Por Robert Trivers *

Sin cesar, armamos relatos personales falsos. Sobrevaluándonos y menospreciando a los demás, generamos historias sesgadas, según las cuales tuvimos una conducta más moral, manifestamos actitudes más benéficas y eficaces que las reales y fuimos más atractivos. Se comprobó no hace mucho que las personas de entre 40 y 60 años recuerdan sus acciones morales negativas como si hubieran sucedido diez años antes que las acciones positivas: mi yo más antiguo actuó mal; el más reciente actuó mejor. Cuando se solicita a un individuo que relate alguna circunstancia autobiográfica en la que lo hicieron enojar –en la que fue víctima– o en la que provocó el enojo de otro –fue victimario–, se comprueban diferencias notables. El victimario suele pintar el episodio como algo significativo y comprensible, mientras que las víctimas suelen presentarlo como algo arbitrario, innecesario o incomprensible. Las víctimas suelen construir un relato largo, que subraya los daños y agravios sufridos, mientras que los victimarios acostumbran a describir un suceso aislado sin consecuencias duraderas. Un efecto de esta simetría es que cuando la víctima, luego de reprimir su enojo ante una serie de desarires, finalmente reacciona, el victimario sólo ve el suceso final que precipitó la situación y siente que la airada respuesta que recibe es exagerada e injustificada.

Pero también existen relatos internos falsos. La percepción que tiene un individuo de sus móviles puede estar sesgada, a fin de ocultar los móviles verdaderos a los demás. Aunque despliegue una serie de razones conscientes en respaldo de la acción, es posible que, si esa acción es cuestionada, surja de inmediato una explicación alternativa convincente, que a su vez está de acuerdo con un escenario interno: “Pero yo no pensaba así de ninguna manera, lo que pensaba era que...”

“Cuántas minas que tengo”

Los hombres se engañan con respecto al interés sexual que despiertan en las mujeres. Ellas advierten que, con frecuencia, los hombres creen que despiertan en ellas más interés que el real. Las mujeres, en cambio, no parecen tener una percepción sesgada del interés que ellas suscitan. Los hombres tienen más que ganar a través de esa distorsión de las percepciones: si suponemos que esos errores no tienen un costo excesivo –simplemente la mujer lo rechaza y el hombre se aleja–, el autoengaño masculino puede ser provechoso: al abordar así a más mujeres, podrá acercarse a más de las que sientan interés genuino por ellos. Por otra parte, hacerse fama de demasiado entusiasta puede ser contraproducente.

También hay indicios de que el comportamiento de las mujeres puede confirmar la ilusión del hombre respecto del interés que despierta en ellas. Hay estudios experimentales en que se presentó a dos personas de distinto sexo para que tuvieran un primer encuentro, de diez minutos, que se registró en video: la actitud solícita de las mujeres (por ejemplo, los gestos de asentimiento) fue más intensa durante el primer minuto pero no estaba vinculada con el interés sexual. Sólo en las etapas posteriores de la entrevista, desde los cuatro hasta los diez minutos, la misma actitud se vinculaba con el interés por ese hombre: según parece, las mujeres demuestran interés antes de sentirlo. Por consiguiente, los hombres tendrán la ilusión de que han suscitado interés antes de que éste exista realmente y, de hecho, la actitud de las mujeres durante ese primer minuto anuncia la locuacidad posterior de los hombres.

Pletismógrafo botón

En los Estados Unidos, se hizo un estudio sobre varones heterosexuales: hombres que no tenían conducta homosexual ni tampoco abrigaban pensamientos ni sentimientos homosexuales (o eso decían). Se los dividió en dos grupos: el de los relativamente homofóbicos –los que experimentaban inquietud ante los homosexuales y manifestaban hostilidad contra ellos– y otros que tomaban el tema con relativa tranquilidad e indiferencia. A ambos grupos se les exhibieron tres películas eróticas de seis minutos de duración cada una: la primera mostraba un hombre y una mujer que hacían el amor; la segunda, dos mujeres; y la tercera, dos hombres. A todos los sujetos se les había colocado, en la base del pene un pletismógrafo, instrumento que permite medir con precisión la circunferencia de ese miembro. Después de cada película, se le pidió a cada espectador que declarara si había tenido una erección y en qué medida se había sentido excitado. Los homofóbicos y los que no lo eran respondieron de manera similar a la película que mostraba la relación heterosexual y a la de las lesbianas. Pero, luego de la película que mostraba relaciones homosexuales masculinas, entre los no homofóbicos sólo se detectó un leve aumento del volumen del pene, mientras que, en los homofóbicos, se comprobó un aumento del tamaño del pene, que alcanzó dos tercios de la reacción manifestada ante la película de las dos mujeres. En las entrevistas posteriores, los sujetos revelaron una impresión bastante precisa respecto del aumento del volumen del pene y, correlativamente, la excitación experimentada, a excepción de los homofóbicos respecto de la película de varones homosexuales: los homofóbicos hombres negaron su excitación y la tumescencia del miembro. No sabemos si lo hicieron conscientemente.

“Fue estupendo”

En cualquier relación que entrañe amor y sexo pueden existir dos formas distintas de engaño: o bien la relación sexual es estupenda, pero uno tiene que fingir amor, o bien hay amor genuino, pero uno tiene que fingir que la relación sexual es mejor de lo que es. Todos nos hemos visto en situaciones similares alrededor de los treinta años. Cuando tenemos que fingir en la relación sexual, a menudo recurrimos a la fantasía o al recuerdo de una pareja anterior o imaginamos algo, cualquier cosa que nos sirva para alcanzar el orgasmo. Claro que esos subterfugios son muy perjudiciales para el partenaire: si no tiene conciencia de lo que el otro siente realmente, esa persona estará mal preparada para la traición que probablemente le espera. Por otro lado, puede ser mucho más difícil fingir amor cuando la atracción sexual es intensa. Cuando el amor es débil, las relaciones suelen ser más inestables, y la hostilidad desembozada puede acompañar a la pasión sexual.

Mejor sobrevaluar

En una relación de pareja, el autoengaño positivo, que refuerza la pareja, es conveniente, pero el autoengaño destinado a resolver la disonancia cognitiva personal siguiendo los trillados caminos egoístas tiene el efecto opuesto. Esto se refleja en un antiguo aforismo: hay que casarse con los ojos bien abiertos, pero, desde entonces, es mejor mantener uno de los ojos cerrado. Cuando tenemos que decidir si vamos a comprometernos o no, conviene sopesar imparcialmente los costos y los beneficios; una vez que nos hemos comprometido, conviene tener una actitud positiva y no contabilizar los pequeños detalles negativos.

Consideremos la forma positiva de autoengaño. Las parejas duran más si cada uno de sus miembros sobreestima al otro en comparación con su propia autoevaluación. Esa actitud tiene un conmovedor halo romántico: “Mi amor, te quiero más de lo que te quieres tú mismo/a y por eso te alabo”. El efecto es benéfico para los dos. Cuanto más sobreestimamos a nuestra pareja, más tiempo nos mantenemos juntos y viceversa. Si suponemos que una larga vida en común es apetecible, sobrevaluar al otro es conveniente.

Futuros ex

En un estudio realizado con varias parejas, los investigadores intentaron predecir cuáles continuarían juntas tres años después. Habían previsto que habría ruptura cuando los sujetos reconstruían su historia matrimonial de modo más negativo y, con esa única premisa, comprobaron –con sorpresa– que sus predicciones en la mayoría de los casos se realizaban: habían previsto siete separaciones, que los hechos confirmaron, y otras tres que no sucedieron. Además, previeron correctamente que otras cuarenta parejas no se separarían, lo cual indica un porcentaje general de aciertos del 94 por ciento. Algunas parejas, aunque jamás planteaban la posibilidad de separarse, hablaban ya como si hubieran olvidado por qué se habían casado y se enredaban en autojustificaciones cuya función era reducir la disonancia causada por el hecho de mantener un matrimonio desdichado (aunque, desde luego, no hacían nada para mejorar las cosas).

“¡El asesino es ése!”

Una característica inquietante del exceso de confianza es que no parece acompañar demasiado al conocimiento: cuanto más ignorante es un individuo, más confiado en sí mismo puede ser. Este fenómeno se comprueba cuando se hacen preguntas de cultura general al público. A veces esta tendencia varía según la edad y la posición social. Por ejemplo, los médicos de más edad suelen equivocarse más y, al mismo tiempo, estar más seguros de que tienen razón; esta combinación es especialmente fatal en el caso de cirujanos. Otro ejemplo de consecuencias trágicas es el de los testigos visuales de un delito: suele suceder que los que más se equivocan al identificar un hecho o a una persona son los que están más seguros de su testimonio, y esa seguridad influye en los jurados. Tal vez las actitudes racionales ante el mundo sean más matizadas, menos rotundas, más capaces de admitir contradicciones, todo lo cual entraña vacilación e incertidumbre. En cambio, la solución más fácil es la ignorancia refrendada por una actitud tajante: no hay entonces ningún signo de reflexión racional ni tampoco signos de duda ni contradicciones internas, lo cual es todavía peor.

Soy lindo

Se fotografió a voluntarios y, mediante programas de computadora, las fotos se deformaron un 20 por ciento para aproximarlas a un rostro atractivo (el promedio de quince rostros considerados atractivos sobre una muestra de sesenta) o se distorsionaron un 20 por ciento para que se parecieran a un rostro desagradable (con malformaciones craneofaciales que afectan la cara). Entre otros efectos secundarios, la investigación demostró que, cuando el sujeto procura ubicar rápidamente su propia cara –la mejorada un 20 por ciento, la real o la deformada un 20 por ciento– entre once caras ajenas, señala más rápidamente la mejorada (1,86 segundo), tarda más en señalar la cara real (2,08 segundos, 5 por ciento de demora relativa) y más aún en señalar la deformada (2,16 segundos, otro 5 por ciento de demora relativa). Lo interesante de este método de investigación es que no recurre a filtros verbales (“¿qué piensa de su aspecto?”), sino simplemente a medidas de la velocidad de percepción.

Y, cuando se les presenta a los sujetos un conjunto de numerosas fotos propias, de las que algunas los favorecen y otras los presentan menos atractivos, tienden a elegir entre las fotos más favorables diciendo que éstas respetan más el parecido.

Estúpido y peligroso

Menospreciar a los otros es una estrategia defensiva que la gente adopta a menudo cuando se siente amenazada. En una investigación con estudiantes universitarios, se les dijo, al azar, que habían obtenido un puntaje alto, o bajo, en un test de cociente intelectual. Después, al pedírseles opinión sobre una mujer judía, quienes supuestamente habían obtenido un puntaje bajo tendieron a manifestar desdén por una mujer judía y no por una que no era judía; fundamentaban su opinión en diversas características. Aparentemente, la asociación de la mujer judía con la excelencia intelectual era motivo suficiente para denigrarla, si la propia inteligencia estaba en duda. Análogamente, cuando a los miembros de ese mismo grupo de supuesto “bajo rendimiento” se les presentaba en forma subliminal un rostro inexpresivo y se les pedía que repitieran dos palabras casi inaudibles o indescifrables que se pronunciaban simultáneamente, solían decodificarlas como “estúpido”, “peligroso” o similares. Entonces, si hay indicios de que no somos muy brillantes (aun, como en este caso, indicios falsos), parecería que optamos por arremeter y denigrar a los integrantes de grupos presuntamente inteligentes (contra los cuales pueden existir, además, otros prejuicios) recurriendo a estereotipos. Dicho sea de paso, el mero hecho de expresar menosprecio nos hace sentir mejor.

Los nuestros

Pocas diferencias suscitan respuestas psicológicas más rápidas que la pertenencia o no a un grupo: es causa de reacciones equiparables a las que ocasiona la diferencia entre uno mismo y el otro, y a veces más intensas. El mecanismo es más o menos éste: así como yo soy mejor que otros, mi grupo también es mejor; así como las otras personas son peores que yo, los grupos que no son el mío también lo son. Esas pertenencias y exclusiones son muy fáciles de armar. No es necesario fogonear el fundamentalismo católico o suní para conseguir que alguna gente se sienta en el buen camino: bastará con hacer que un grupo use camisas azules y otro las use rojas para que, al cabo de media hora, surjan sentimientos de pertenencia vinculados con el color de la prenda.

Una vez definido un individuo como miembro de un grupo foráneo, se desencadena una serie de operaciones mentales que sirven para degradar su imagen en comparación con la de un integrante de nuestro grupo. A menudo el proceso se lleva a cabo de manera inconsciente. Las palabras “nosotros” y “ellos” tienen un intenso efecto inconsciente sobre el pensamiento. Cuando se presentan sílabas sin sentido al lado de los pronombres de primera personas “nosotros/as”, “nuestro/a” y “nuestros/as”, los sujetos las prefieren antes que sílabas similares yuxtapuestas con los pronombres de tercera persona “ellos”, “suyo” y “sus”.

Es posible exacerbar esos mecanismos y aplicarlos a grupos artificiales, como los que llevan camisa de distinto color. Somos propensos a generalizar las malas cualidades de alguien que integra otro grupo y reservamos las generalizaciones positivas para nuestro grupo. Por ejemplo, si un integrante de otro grupo me da un pisotón, me sentiré más inclinado a decir: “Es una persona desconsiderada”, mientras que, si me ocurre lo mismo con un compañero de grupo, me limitaré a describir lo sucedido: “Me dio un pisotón”. Si un integrante de otro grupo se muestra amable, contaré escuetamente: “Me indicó el camino a la estación”; pero si la misma situación me ocurriera con un compañero de grupo, comentaría que “es una persona servicial”. Operaciones mentales similares sirven para quitarles méritos a otros en comparación con nosotros. Incluso pequeñas actitudes sociales positivas, como la sonrisa, se atribuyen con más frecuencia a quienes integran nuestro grupo.

Esta inclinación surge muy temprano, entre los lactantes y los niños pequeños, que suelen dividir a los otros en grupos según su etnia o su belleza, según su lengua materna o su sexo. Alrededor de los tres años, comienzan a preferir a los miembros del grupo propio para sus juegos y también comienzan a tener manifestaciones verbales negativas con respecto a los niños que no pertenecen al grupo. Comparten además otras actitudes de los adultos: fuerte inclinación por grupos a los cuales fueron asignados al azar, creer que el grupo propio es superior a los demás y adoptar actitudes perjudiciales para los que son ajenos al grupo.

Poderosos

Se ha dicho que el poder suele corromper y que el poder absoluto corrompe siempre. Esa afirmación parte del hecho de que el poder permite llevar a cabo estrategias cada vez más egoístas y eso va corrompiendo. Sin embargo, la psicología demuestra que el poder corrompe los procesos mentales desde un comienzo. Cuando la gente experimenta la sensación de poder, se siente menos inclinada a contemplar el punto de vista de los otros y es proclive a tomar en cuenta exclusivamente su propio pensamiento. En consecuencia, se reduce su capacidad para comprender cómo ven las cosas los demás, cómo piensan y sienten. El poder causa una suerte de ceguera hacia los otros.

El método básico para estudiar lo que ocurre consiste en inducir un estado mental transitorio mediante un estímulo preparador o estímulo-señal, que puede ser consciente o inconsciente y tan breve como una palabra o mucho más largo, como ocurre en el caso que pasamos a describir. El estímulo preparador para el grupo de los “poderosos” consistió en solicitar a un grupo de personas que escribieran durante cinco minutos acerca de una situación en la que se sintieron con poder; esto se complementa repartiéndoles golosinas. Para el grupo de los “menos poderosos”, el estímulo preparador consiste en escribir sobre la situación opuesta; no se les da golosinas y se les pide manifestar qué golosinas esperan recibir.

Estos modestos estímulos preparadores tuvieron resultados sorprendentes. Después, cuando se les pidió a los sujetos que chasquearan dos dedos de la mano derecha cinco veces y trazaran de inmediato la letra E sobre su propia frente, se descubrió una tendencia inconsciente: entre los que habían recibido el estímulo-señal que suscitaba la sensación de impotencia, se triplicó –con respecto a los que habían recibido el estímulo del poder– la tendencia a escribir la letra E de modo que otros pudieran leerla; este efecto era igualmente intenso en los dos sexos. Los que habían recibido un estímulo que los situaba en el grupo con poder demostraron menor capacidad para discriminar expresiones faciales comunes vinculadas con el temor, la ira, la tristeza y la felicidad. Si bien en esta prueba tampoco hubo diferencias significativas entre los sexos, las mujeres son más hábiles para distinguir las actitudes emocionales y los varones tienden al exceso de confianza: puesto que, en el nivel de las naciones, quienes deciden si se ha de entrar en guerra o no suelen ser hombres con poder –menos propensos a prestar atención a los otros y a valorar puntos de vista ajenos–, esto tiene consecuencias trágicas.

* Texto extractado de La insensatez de los necios. La lógica del engaño y el autoengaño en la vida humana, de reciente aparición (ed. Capital Intelectual).

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Imagen: Corbis
 
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