PSICOLOGíA › EL “IMPERATIVO DE LA CIVILIZACIóN ACTUAL”

“¡Hay que gozar!”

Antes, en los tiempos de Sigmund Freud, la civilización instauraba un mandato paterno, de renuncia, “¡hay que dejar de gozar!”, pero –sostiene el autor– “el imperativo actual de la civilización es ‘¡hay que gozar!’”: esto propicia nuevos derechos, pero es causa de nuevos síntomas.

 Por Ernesto S. Sinatra *

Sigmund Freud interpretó que el malestar en la cultura mostraba que la renuncia pulsional –“¡hay que dejar de gozar!”, como mandato paterno de la civilización– no reinstalaba la felicidad, sino que, por el contrario, reforzaba el circuito infernal del superyó reintroduciendo la ferocidad del goce por medio de la prohibición. El malestar de la civilización en la época freudiana obedecía a la lógica que Jacques Lacan adjudicó a la posición masculina: el conjunto sostenido en el Todo, a partir de la culpa y el castigo, de los pecados y su expiación: de ese modo el imperativo proscriptivo de la civilización reforzaba el superyó. La Iglesia florecía con su negocio: “¡hay que dejar de gozar!, pero, si has pecado, puedes expiar tus pecados, pero, entonces, vuelves a gozar, y vuelves a la Iglesia para volver a expiar...”, etcétera. Pero, más acá de los inalterables intereses repetidos a perpetuidad por la Iglesia –con el objetivo de mantener su poder terrenal– las cosas han cambiado. El imperativo actual de la civilización ha devenido “¡hay que gozar!”, en una época que sabe demasiado de la inexistencia de la relación sexual.

“El goce es el tonel de las Danaides y, una vez que se entra, no se sabe hasta dónde va. Se empieza con las cosquillas y se acaba en la parrilla”, dijo Jacques Lacan (El Seminario, libro 17. El reverso del psicoanálisis). El espectro hipermoderno del goce renueva sus desplazamientos “de la cosquilla a la parrilla”. De un lado la cosquilla: el avance mediático del goce sexual –“todo para ver”–, recaptura la implosión del género en sus variaciones (gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales...), transformando en comedia la desigual lucha por los derechos de las minorías sexuales, ridiculizando sus demandas de reconocimiento social, a partir del panóptico chismorreo de la sociedad del espectáculo. Por el otro, la parrilla: criminalidad real ejercida sobre los cuerpos degradados por la hipocresía del Otro social, en la pendiente que va desde el destierro civil, el oprobio de las cárceles, hasta el exterminio en la denominada violencia de género y las -cada vez más frecuentes- sobredosis adictivas de los jóvenes, especialmente producidas por las más sofisticadas drogas de diseño combinadas con alcohol.

En este estado de cosas, el Estado debe regular, en el campo del goce, lo que hasta ayer era considerado un derecho “divino”, no tan sólo “natural”: el matrimonio adviene igualitario y la identidad de género deja de soldar cuerpo y sexo. No debemos extrañarnos de que las resistencias sociopolíticas (que provienen de la Iglesia Católica, pero no menos de las derechas sostenidas en la tradición), amenacen con hacer retroceder las conquistas sociales logradas, de hecho y en primer lugar, por las minorías sexuales. El 15 de julio de 2010 se promulgó en la Argentina la legalización del matrimonio igualitario –luego de un acalorado debate de casi quince horas en el Parlamento– convirtiéndose la Argentina en la primera nación de América latina que ha adoptado esa normativa.

Es oportuno recordar que las iniciativas ciudadanas sólo pasan al campo del derecho cuando el peso de lo social ya las ha transformado en hábito: siempre lo judicial retrasa respecto de lo realizado en el campo del lazo asociativo, en lo vivido efectivamente por los ciudadanos. Sólo pudo darse en el Parlamento el debate sobre los derechos de los homosexuales a hacer uso de las instituciones como “cualquier hijo de vecino”, según suele decirse, porque ya había “vecinos” que convivían con otros vecinos de su mismo sexo.

Los homosexuales han sido tradicionalmente el adversario decidido de la Iglesia por poner en evidencia que no existe una relación natural entre los sexos; la homosexualidad se ha instalado en la historia de la humanidad para hacer saber que “los nenes no necesariamente son para las nenas”. Las cruzadas para proscribir a los homosexuales se han encaminado siempre a eliminarlos como minoría para que no “contaminen” al universal natural (en el mejor de los casos, pues la pendiente de la segregación ha declinado de proscribir en exterminar, su forma extrema). Las minorías –cualesquiera que ellas fueren– cargan siempre con ese halo: el de descompletar un conjunto cerrado, el universal, cuyo poder hegemónico se vería amenazado por sus presencias.

La existencia de los homosexuales demostró desde siempre que la sexualidad natural no existe, que la sexualidad misma ha sido subvertida en la especie humana por la sexuación: elección del sexo que está determinada por condiciones precisas de satisfacción infantil tanto como por identificaciones de las que es imposible anticipar su orientación. Esto va, además, para los que afirman que no habría que dejar que los homosexuales adopten hijos ya que saldrían homosexuales. Es una presunción dogmática suponer que se podría predecir la orientación de las identificaciones y que, además, se podría saber la orientación del goce de cada sujeto. Se trata de una falacia, ya que no se sabe –ni podrá saberse, por más determinación biológica del niño o de sus padres– la elección sexuada que realizará cada ser hablante.

La Ley del Matrimonio Igualitario se ha colocado en el centro de los debates sociales y políticos y eso incluye a las madres, que como tales responden. Valga el caso de una de la especie que, confrontada con la confesión de la homosexualidad de su hijo respondió muy compungida, pero, años después, trastrocó su sentimiento en alegría desbordante cuando se legitimó el matrimonio gay. ¿Cuál era la razón de la transmutación subjetiva producida en ella? Muy simple: con la nueva ley, ahora sí su hijo podría casarse... y tener hijos. Lo que afectaba a esa madre no era la homosexualidad de su hijo, sino que él no pudiera casarse ni tener hijos. Esta evidencia contrarió la creencia de su hijo, quien se sentía rechazado por ella por su condición gay, y le permitió aislar desde el diván analítico un fantasma de exclusión que lo atormentaba desde niño.

Otro hombre, que no sólo no era homosexual sino al que poco parecían importarle los derechos de los demás, sorprendió a su analista saludando con alborozo la nueva ley. Al interrogarlo por su alegría, respondió que tenía la convicción de que así se aligeraba el peso opresivo del Otro social, y que el siguiente paso sería la despenalización del consumo de drogas. El cinismo de esta posición seguía vigente, más acá de cualquier vindicación de los derechos de los demás.

El debate sobre la homosexualidad continúa: más allá y más acá del campo del derecho la pregunta acerca de la identidad sexual sigue viva.

* Texto extractado de L@s nuev@s adict@s. La implosión del género en la feminización del mundo, de reciente aparición (ed. Tres Haches).

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