PSICOLOGíA › ASISTENCIA A VíCTIMAS DEL TERRORISMO DE ESTADO

Duelos congelados

Al presentar una experiencia de trabajo con víctimas del terrorismo de Estado, el autor construye el concepto de “duelo congelado” y retoma la noción de “tragedia subjetiva” que Lacan desarrolló a partir de la Antígona de Sófocles.

 Por Juan Dobón *

Un colectivo de profesionales, en su mayoría psicoanalistas (médicos o psicólogos) que trabajan en diferentes servicios de salud mental articulados con el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, dependiente del Ministerio de Justicia y DD.HH. de la Nación, llevó adelante una tarea conjunta que consistió en la aplicación de una serie de dispositivos destinados a la asistencia de las víctimas del terrorismo de Estado. En ese marco, se profundizó la extensión de la noción freudiana de carencia de amparo llevándola a la posibilidad del desamparo ante el terror, que constituye un orden de vulnerabilidad subjetiva diferente al desamparo estructural del ser hablante. Fue así como advertimos que el empleo conceptual del término “vulnerabilidad” en este campo resulta en una generalización inconducente, si se desoyen las particularidades subjetivas de la encrucijada traumática.

Definir sólo como un hecho político-económico el período de terrorismo de Estado implementado por la dictadura cívico-militar de los años de 1970 es desoír su carácter de situación anómala y brutalmente trágica en sus consecuencias sociales y subjetivas. Anomalía que sitúa estos hechos como lo trágico puro, aquello que el psicoanálisis aporta como tragedia subjetiva. Dimensión esta que enfrenta, cada vez, al sujeto con su pequeño margen de decisión ante el destino, la repetición y su asentimiento de responsabilidad.

Si retomamos la idea de tragedia subjetiva es para situar un hecho ineludible: el valor del testimonio de cada una de las víctimas directas e indirectas. El relato no es una mera percepción individual de lo vivido sino que, al modo de la experiencia de las tragedias clásicas, esa voz y ese cuerpo le permiten al sujeto hacer oír, dar fe en el asentimiento de su experiencia, y a la trama social afectada recuperar trazas, indicios y restos de la verdad de aquellos otros que ya no están.

En Grecia, la tragedia ponía en escena la voz de los hombres y el infortunio de los dioses como experiencia ligada a la ética de la felicidad y el destino. Si algo definía la felicidad en la polis antigua eran la serenidad y la esperanza: serenidad ante los acontecimientos naturales y los hechos e infortunios de la vida; esperanza siempre abierta a lo por venir. La tragedia permitía, a través de su representación escénica, la puesta en acto en forma invertida del anhelo de felicidad, al promover la catarsis de las pasiones del alma (el temor, el dolor y la piedad) que agitaban a la ciudad y a sus habitantes. Entendemos la cualidad de lo trágico puro como el espíritu de lo trágico, a diferencia de la tragedia como género estético.

A partir de la experiencia de asistir estas situaciones en la tragedia de los afectados por el terrorismo de Estado, confrontamos un conflicto, que deja un saldo siempre abierto, acerca de las preguntas por la acción moral, el punto de tensión entre la culpa, la verdad y el dolor, la imposibilidad, en más de una ocasión, de “cerrar” una versión de los hechos acontecidos, atacando la posibilidad de llevar adelante un duelo ante las pérdidas, diferenciándose radicalmente de otras situaciones trágicas de las neurosis de la modernidad en general, tal como aprendimos a leerlas en las encrucijadas trágicas clásicas de Edipo y Hamlet.

Hablar linealmente de culpa trágica y retorno deja abierta una errancia peligrosa en las víctimas de las atrocidades cometidas por el Estado terrorista: por sus consecuencias equivocadamente culpabilizantes, se desvirtúa el verdadero aporte del psicoanálisis frente a este sino trágico que deja siempre un saldo estragante. La dimensión trágica en juego, a diferencia de aquellas neurosis de la modernidad, nos remite a la Antígona releída por Lacan en su seminario La ética del psicoanálisis, donde deja establecida una nueva axiomática para comprender el goce y el horror. Antígona, a diferencia de otros héroes trágicos, marcha indefectible y forzadamente hacia su destino para reclamar, por parte del tirano, un orden justo y bello de reconocimiento de la dignidad de la existencia, más allá de la muerte física de su hermano; tal es su acto, aun frente al horror de ofrendar su vida, al atravesar el límite imaginario de lo bello en su propio cuerpo encerrado y consumido bajo un enclaustramiento autoimpuesto.

La culpa trágica de la puesta en acto de Antígona, extensible a las situaciones aquí aludidas, bajo ningún aspecto se corresponde con la culpabilidad o autorreprochabilidad del sujeto en términos jurídicos, sociales o penales –menos aún con la valoración de la relación entre la culpa y la verdad del sujeto que la filosofía piensa como culpa moral consciente–, sino que ilustra acerca del lazo entre culpa y conciencia moral y de ésta con el superyó, instaurando lo que Freud dilucidó como otro orden de culpabilidad solidario al sentimiento inconsciente de culpa y sus consecuencias.

Un hecho singular en la experiencia clínica con los afectados es la presencia, en múltiples casos, de duelos no tramitados, “congelados” en su elaboración y con efectos subjetivos devastadores. La condición de “congelamiento” de lo perdido interroga el binario entre duelo normal y patológico, ya que determina un estado y posición del sujeto que recusa lo que ya sabe sin que por ello pueda evitar lo que esa pérdida horada y “goza” en su existencia. No por tal cualidad y naturaleza paradojal cesa de escribir y afectar el cuerpo de la misma víctima, aunque conscientemente sepa de lo irracional de sentirse culpable ante tal situación.

No se trata de un hecho de desconocimiento, la víctima está advertida de aquellas cuestiones, pero no puede torcer ni la voluntad axiomática del goce culpabilizante del superyó, ni el excedente pulsional en juego. Solo el psicoanálisis se detiene en tal diferencia y aporta la posibilidad de reestablecer otra posición del sujeto frente al duelo.

En esa encrucijada trágica de un duelo, en ocasiones asintóticamente detenido, el sujeto se abisma, al haber descendido por la vía del terror a aquella dimensión de lo trágico puro, es decir a su caída en una pendiente de sufrimiento muchas veces sin borde, con la consecuente pérdida o vejación de su dignidad de sujeto. No ha sido en ese caso una visión de los peores fantasmas sadeanos, sino la encrucijada de haberse hallado inerme frente al sadismo gozante de otro, el torturador, encaramado en instrumento y amo de la escena. Saldo de goce de esta forma de duelo que recae sobre los cuerpos y el nombre, atacando el linaje de las familias al modo de la tragedia clásica. Verificamos clínicamente que el impacto subjetivo de lo trágico retorna en la genealogía de las representaciones simbólicas de las generaciones.

Este abismo implica la precipitación dramática de un derrumbe de la subjetividad, lo cual solo nos deja margen para sostener un dispositivo ético que desde el discurso analítico promueva y provoque un dejar venir el asentimiento del decir en sus palabras, su relato y testimonio. Resulta ético en tanto esa asunción lo humaniza y le devuelve ante sí –cuando no ante los otros– un lugar de reflexión que desabisma. El psicoanálisis no pretende ni anhela encontrar, por esta vía del asentimiento de decir, ningún orden de solución, ni sutura del desgarro en la existencia dado que sabemos que “donde hay solución no hay tragedia” (Sastre, A., Drama y sociedad, Taurus, Madrid, 1956).

Lo trágico siempre se verá precedido por un punto de suspensión de la ley, que se presenta como exceso bajo la forma del arbitrio desmedido o bien de un vacío que la vuelve impracticable, en su ausencia de hecho y de derecho. Esta ausencia de ley, conocida como anomia, que se encuentra en el linaje de lo trágico, violenta sus garantías, derechos y todo lazo en la ciudad que establezca disenso. Esa tensión entre un estado de anomia y de excepción, que no reconoce culpa ni pudor, retornará bajo los modos de goce del odio, el exterminio y la segregación, toda vez que se produzca de hecho el vaciamiento de la operatividad de la ley y de toda forma de terceridad de apelación.

Cuando, como en estos casos, una encrucijada trágica en la existencia confronta al sujeto con aquel que encarna esa voluntad o disposición de goce direccionada e inapelable como “agente del Estado”, esto ahonda en un retorno implacable de lo peor. No podemos menos que mencionar las coordenadas de la encerrona trágica que Ulloa elucidara como paradigma de la mortificación y la crueldad, en víctimas del terror, particularmente sujetos que han soportado tortura, familiares o sobrevivientes, cuando el tercero de apelación ha desistido, rechazado, recusado la existencia misma del sujeto afectado y la angustia muta en su peor vertiente: la del dolor psíquico (Ulloa, F., “La crueldad”, Clase del 11/12/99 dictada en las jornadas preparatorias para la creación de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. I Seminario de Análisis Crítico de la Realidad Argentina).

* Texto extractado de un trabajo incluido en Consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado, que distribuye en estos días ed. Grama.

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