SOCIEDAD

De vacaciones al banco con balde, reposeras y la bronca a cuestas

A los Wakstein la plata de las vacaciones les quedó en el corralito. Por eso decidieron veranear allí: en una peculiar protesta se instalaron en un local del HSBC hasta con el bronceador.

 Por Mariana Carbajal

Baldecito y palita para la arena, pelota, lonas, reposeras, pantalla solar, anteojos negros, termo y mate. Los Wakstein no se olvidaron nada. Llevaron hasta caracoles. Pero en lugar de descansar en una playa –como habían planeado–, se instalaron en el interior de la sucursal Barrio Norte del HSBC, donde tienen atrapados en el “corralito” unos 70 mil pesos. “Pensábamos irnos a Villa Gesell como todos los años. Pero vinimos al único lugar que nos permite el banco: ¡al banco!”, comentó Marcelo, de 46 años, gasista, plomero y electricista. Con su esposa Susana, de 48, y sus dos hijos adolescentes, se quedaron un par de horas en el hall, cebando mate y recibiendo el apoyo de otros ahorristas embroncados, como ellos, por la restricción bancaria. “Este banco se quedó con el futuro de mis hijos, devuélvaselo”, escribieron en un cartel que acomodaron junto a sus objetos playeros. No piensan bajar los brazos. En sus cabezas, ya merodea la idea de armar con otros damnificados “la carpa verde de los dólares” frente al Palacio de Tribunales, adonde se dirigieron después de dejar el banco para cacerolear contra los supremos cortesanos y completar así su día de protesta.
Cuando en julio Marcelo Wakstein llevó los ahorros familiares al HSBC de Santa Fe, entre Larrea y Azcuénaga, recibió el título de cliente Premier, como califica el banco a los depositantes VIP. Hoy, se ríe de aquella distinción. No le sirve para nada. “Me niego a la pesificación. Tenía mis ahorros en dólares y así quiero que me los devuelvan”, repetía ayer, con vestimenta veraniega: bermuda y ojotas color negro, remera violeta y anteojos de sol. Su mujer eligió un vestido negro, muy veraniego, y no se olvidó del bikini. El dinero, contaron, es una mezcla de herencia familiar –los padres de ella tenían fábrica textil y de cueros y una confitería– y los mangos que lograron juntar a lo largo de los años de trabajo. Los guardaban para enfrentar algún contratiempo y pagar estudios de posgrado de sus hijos. “Hoy sin un master no sos nada”, opinó la mujer. Hasta hace diez años, cuando decidió cambiar de rubro, Marcelo compartía con un cuñado un comercio de ropa de cuero. Una tromboflebitis en una pierna, producto del estrés que le provocaba el negocio y que lo dejó internado durante cinco días, lo decidió a elegir una actividad más tranquila. Fue así como resolvió desempolvar un viejo título de técnico en electricidad, realizar un curso de plomería y otro que lo convirtió en gasista matriculado. Fue ampliando su cartera de clientes con contactos de amigos y familiares. “No hago publicidad, pero me va bien. Digamos que vivimos bien... hace 18 años, desde que nació mi hija, que nos hemos podido ir siempre de vacaciones”, añadió Marcelo.
“Somos una típica familia de clase media”, definió Susana. Viven en una casona de más de cien años sobre la calle Agüero, en Barrio Norte. La última vez que ella trabajó fue hace tres años. “Ahora estoy de ama de casa. Vendí máquinas registradoras, fui promotora de Máxima ..., en fin, changas, pero a mi edad es muy difícil conseguir algo”, señaló. Los dos hijos del matrimonio los acompañaron en la original expresión de protesta que ayer cumplieron en el banco. Jennifer, la mayor, de 18 años, acaba de finalizar el secundario en el Lenguas Vivas y está por empezar el curso de ingreso a la UTN para estudiar ingeniería en sistemas. El menor, Michael, de 15, pasó a segundo año en el Nicolás Avellaneda.
“La voy a pelear hasta el final.... no mejor dicho hasta el fin”, no se cansó de repetir Marcelo. Del banco rumbearon hacia Tribunales: era hora de expresar su bronca a cacerolazos contra la Corte Suprema.

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Pensaban ir a Villa Gesell, pero el corralito no los dejó. Entonces fueron al banco. “Me niego a la pesificación”, dice Wakstein.
 
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