SOCIEDAD › CRONICA BAJO LA PRIMERA LLUVIA DEL HURACAN EN NUEVA YORK

Esperando a Irene

El autor vive en Brooklyn, en una zona de evacuación obligatoria donde nadie, ni el linyera, se quiso ir. Desde el novio de Lady Gaga al policía que aconseja “comprá mucha cerveza”, una viñeta de la ciudad prehuracán.

 Por Ernesto Semán

Honrada con la categoría de “Zona A”, la parte de Broo-klyn que se extiende frente al último dock activo del puerto de Nueva York tenía la orden de evacuación inmediata desde anteayer. Por razones imprecisas, la casi totalidad de los vecinos desoímos el llamado de la ciudad y decidimos no evacuar. Es un barrio de edificios de tres pisos, construidos en los ’20 y ’30 para trabajadores portuarios con paredes de cartón prensado. Hoy los ocupan una buena cantidad de latinos, desempleados, sobrevivientes del welfare, adictos y ex adictos, junto a una ola de profesionales y escritores y profesores, que alquilamos los pisos al triple de lo que valen, pero a la mitad de lo que pagaríamos en otro lado. Ahí, encerrados y con provisiones para dos guerras mundiales, esperamos a Irene. Todo con una mueca de sorna que, si el huracán confirma su trayectoria partiendo en dos el living de casa, puede transformar esto no sólo en mi nota más estúpida, sino en la última.

La suerte ya estará echada para cuando el lector tenga este texto delante. Que nadie rebaje a lágrima o reproche, ni comente sobre la necedad de quedarse en un lugar del que el presidente Barack Obama, el intendente de Nueva York Michael Bloomberg y todas las agencias de seguridad de este país dijeron que había que salir corriendo. Que mi epitafio diga: “Aquí yace Ernesto Semán, cuya última conversación en esta tierra fue con el novio de Lady Gaga”.

Luc Carl es, de verdad, el novio de Lady Gaga y el vecino ilustre de estas dos cuadras de Columbia Street frente al East River. Ayer llegaba al departamento cerca de las cuatro de la tarde. Traía varias cajas de cerveza y una bolsa de supermercado. “Yo me hundo con el barco”, anunció mientras subía a su departamento de dos ambientes y cincuenta metros cuadrados con vista a Manhattan. Llevaba la misma remera negra que tiene puesta desde hace cuatro años, el mismo pelo largo y sucio con el que conquistó a la cantante. No hay rastros de Lady G., ni los autos de seguridad impecables que irrumpen en la suciedad del barrio ni los fans ocasionales que los persiguen. La regla de oro de la cuadra es no preguntarle a Luc por su novia, lo cual es raro, porque es lo único de lo que todos quieren hablarle. “Me quedo, va a estar todo bien. Y si no, me importa un carajo.”

Al lado está Maiki, parado en la vereda y apoyando su lata de Budweiser del lado de adentro del edificio, porque en el estado de Nueva York está prohibido todo, incluyendo tomar alcohol en la vía pública. Aunque claramente Maiki lleva varias consumidas en la vía privada. “Yo no me voy ni loco. En Puerto Rico, con un huracán así salimos a jugar a la calle.” “Pero usted está en el primer piso, Maiki, el río hasta acá seguro que llega.” “Y bueno, si sube me voy yendo para arriba.” “¿Y los perros? ¿Y el loro?” “Con los perros y con el loro.”

De toda la cuadra, el más decidido a quedarse hasta último momento es Essette. A las seis de la tarde, el linyera de la cuadra seguía debajo de su paraguas multicolor, hablando solo, ignorando la lluvia. Al mediodía ya había anunciado su plan. “Me quedo hasta las ocho y ahí me voy.” El refugio que lo acoge está en Manhattan, y Essette suele ir hasta allá cruzando el puente en bicicleta o en una caminata de una hora y media.” “Si salís a las ocho te va agarrar el viento y no vas a poder cruzar.” “Pero me quiero quedar con los gatos todo el tiempo que pueda.” Essette vive en la calle, frente a las propiedades, junto a una banda de gatos liderada por Castro, un gordo peludo y negro con manchitas blancas en la cabeza. “Igual en la tormenta los vas a tener que dejar solos.” “Pero hasta entonces se van a acordar de mí.”

Como Maiki, todos hemos caminado tres cuadras hasta la comisaría para indagar cuán delirante es la idea de quedarse. El oficial que me recibe el viernes viene de responder las mismas preguntas durante varias horas. “Es obligatoria la evacuación, pero no tenés por qué irte.” “¿Eso qué significa?” “Que si no te vas no te vamos a multar, pero si te morís no nos van a hacer juicio.” Lo dice con alguna condescendencia, pero macanudamente. Al final accede a dar su recomendación experta. “No te olvides de poner cinta adhesiva en todas las ventanas, sobre todo en las que dan al río, y comprá mucha cerveza por si no podés bajar por unos días.”

Por falta de heladera y de plata y de una genuina cultura nacional, Essette es el único de la cuadra que no participa de la fingida paranoia en la que millones de neoyorquinos arrasaron entre el viernes y ayer con todo lo que encontraron en los anaqueles. En la cola del supermercado Met de Henry Street hay una señora con un carrito ensanchado, arreando con veinte cajas de agua mineral de dos litros. Habría que conversar con ella sobre cuánto tiempo piensa quedarse encerrada como para consumir cuarenta litros de agua que, de todos modos, aun sigue disponible en todas las canillas del barrio. Pero eso demoraría nuestra carrera hacia las últimas latas de atún escondidas detrás de la caja.

Desde Astoria, en Queens, donde no hay ninguna orden de evacuación ni el huracán amenaza con más que su paso, nos reporta el sociólogo Claudio Benzecry, agudo y atónito desde la puerta de un supermercado Key Food. “Acaba de salir una señora con una caja de veinticuatro rollos de papel higiénico. ¿Qué tipo de gastritis masiva y descomunal se imagina esta señora que puede traer un huracán?”

La presunta desesperación generalizada no impide ver a las caras más acomodadas del barrio cumplir con el ritual sabatino de la clase de yoga. Y ahí van, por Union Street, transpirando como negros (son todos blancos) en la humedad implacable que anticipa Irene, con sus mats y sus pantalones holgados, peregrinando en masa a esos reductos de padres frustrados y escritores frustrantes que han convertido a Brooklyn y cualquier otra ciudad del planeta en un infinito recital de Piero. No se inmutan, pero por la tarde más de uno marcha con su familia a las zonas altas del barrio.

La confrontación de estereotipos que las calles de Brooklyn presenta en las horas previas al Armagedón se resuelve online y por tv. Ahí, la voz uniforme de la desesperación le quita toda espontaneidad y le fija un ritmo fijo, perfecto: gente evacuando, gente comprando, autoridades ordenando, gente obedeciendo, está todo en orden, pero lo peor puede pasar ahora mismo, y así. El día que vuelva a pasar algo serio en esta ciudad no habrá lenguaje para nombrarlo, porque las palabras se habrán gastado en describir una lluvia fuerte o el último recital de la novia de mi vecino. Hollywood, que es un formidable aliado del espíritu misionero e imperial de la política exterior norteamericana, comparte con ésta el espejismo de impactar hacia afuera pero disciplinar hacia adentro. Sin margen para la autenticidad, las escenas de los supermercados de ayer en Brooklyn imitaban las improbables catástrofes de las miles de películas que nos han preparado para el día de hoy, proyectando sobre sí mismas una espectacularidad y una alarma de la que en verdad carecen.

En el fondo, el cálculo para resistir la orden de evacuación ofrece un mínimo de autonomía, aun si se asienta en la vagancia frente a la sola idea de dejar la casa por dos días. Al fin y al cabo, los que están haciendo sonar la alarma son los mismos que se olvidaron de avisar del terremoto de la semana pasada, y de la tormenta de nieve de la última Navidad, y más en general, los que le pifiaron cuando calcularon el desarrollo del fútbol a nivel mundial, el fin de la Guerra Fría, el tamaño de la Unión Soviética, la resistencia de los vietnamitas, y otras tantas marras en las que, uno espera, tenían mucho más invertido. ¡Ah, pero hasta un reloj parado da la hora exacta al menos dos veces al día! Visto así, quizás evacuar no estaba tan mal. Pero es una idea superflua a esta hora de la noche, en la que empieza a llover con mucha fuerza y cuando todos los medios de transporte han sido clausurados. Sobre el East River, frente a Manhattan y la Estatua de la Libertad, las casas de Columbia Street están en la primera línea para recibir a Irene. Antes de que estallen en pedazos, los ventanales a la calle ofrecen la mejor vista para la llegada del huracán. Puede que sea un espectáculo único y tan atrapante que sea imposible sacar la vista. O que involuntariamente hagamos realidad el llamado de Adriano y tratemos de entrar a la muerte con los ojos abiertos.

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Imagen: EFE
 
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