SOCIEDAD › UNA TARDE EN LOS TALLERES DE ROBOTICA PARA CHICAS Y CHICOS DE LA VILLA 20 Y LOS PILETONES

Los robots (propios) vienen marchando

En la Villa 20 y Los Piletones, niñas y niños de entre 10 y 13 años aprenden robótica y programación en talleres organizados por una asociación civil que recurrió al crowdfunding y las alianzas estratégicas con fundaciones y posgrados universitarios.

 Por Soledad Vallejos

Adentro, el murmullo es una oleada entusiasta que sube y baja. No importa el calor, que trepa a medida que corren los minutos y van cayendo, al salir del colegio, participantes rezagados, hermanitos, amigos, alguna madre curiosa que mira desde el fondo. Afuera, sobre la Villa 20, cae una de las últimas tardes de verano y el aire huele a carbón que pelea para quedar encendido. El aroma apenas si se atreve a remolonear entre las mesas del centro comunitario, que para una veintena de chicas y chicos de entre 10 y 13 años hoy, ahora, es el centro no del mundo, sino del universo: ante ellos se despereza un robot.

A ese robot, que es una barrera con sensor de movimiento capaz de detectar obstáculos, lo armaron ellos. Lo hicieron crecer desde que eran poco más que unas piecitas sueltas en una caja; lo desarmaron cuando vieron que algo no funcionaba, lo corrigieron; lo volvieron a ensamblar. Hace un rato arreciaban los “seño, ¿qué llave uso?”, “profe, ¿así?”. Ahora, ni mu en la casa 17 de la manzana 22. La concentración está en constatar que sí, lo que hicieron es real. Está por terminar una de las clases de robótica del taller de verano, en un rato vendrán las galletitas, el jugo, las charlas de la merienda. Pero qué importa: el robot se mueve.

Como muñecas rusas

Una cosa lleva a la otra, o mejor dicho, se desprende de la otra. En la Villa 20 hay un solo ciber, y la falta de competencia, el reinado del mercado cautivo, se nota: imprimir un CV, algo esencial para chicas, chicos y no tan jóvenes que salen a buscar trabajo, puede costar 20 pesos. La señal de teléfono celular y de Internet es una ilusión, todavía más que en el resto de la ciudad. Acá, al otro lado de las vías del ferrocarril Belgrano Sur, en el polígono entre la Escuela de Policía y lo que fue el Parque de la Ciudad, en esta zona que los mapas oficiales no reconocen pero los mapas satelitales retratan al detalle, cuesta más el acceso a la tecnología que en otros barrios es cotidiano.

Madres y padres de los chicos que concurren al Centro Comunitario de AFOC, la Asociación Civil para el Fortalecimiento Comunitario, lo saben perfectamente. Por eso sus hijos llegan puntuales al lugar dos veces por semana: un día para el taller de robótica y otro día para el de programación, en el que durante el verano aprendieron a programar secuencias de dibujos animados en las netbooks del plan nacional Conectar Igualdad y el porteño, Sarmiento BA. Lo mismo pasa en el centro de Piletones. En los dos barrios, nenas y nenes reaccionan con las mismas expresiones de incredulidad y entusiasmo, aseguran la docente Noelia Lynch y la licenciada en Ciencias de la Comunicación Laura Figuereido, dos de las integrantes del Proyecto Atalaya Sur, a través del que AFOC desarrolla estos programas y también el de conectividad, en el que alumnos del posgrado en Ingeniería en Telecomunicaciones de la UTN Buenos Aires colaboran para mejorar el acceso a Internet en la villa.

“Queremos que los vecinos puedan transformarse en productores de contenido en la web, que haya apropiación individual y popular de la tecnología”, dice Figuereido, quien explica que una manera infalible de llegar a los adultos es comenzar con los niños de la familia. Por eso son ellos los que estuvieron concurriendo en enero y febrero, y lo siguen haciendo ahora, a los talleres de programación que dictan en el centro comunitario docentes de la Fundación Sadosky. “Los pibes hacen animaciones, animan dibujitos y arman algún videojuego”, explica Lynch, que, como otros integrantes de su organización, hace unos pocos meses no se imaginaba ni remotamente cerca de un robot, una pantalla con código de programación, y tuvo que capacitarse. Claro que, en realidad, la historia empieza un poco antes: cuando los talleres eran una idea y los fondos para conseguir los materiales, también.

El camino de una idea

Para un taller de programación, además de la predisposición de los docentes de la Fundación Sadosky, chicas y chicos no necesitaban más que entusiasmo y las netbooks escolares. Pero para un taller de robótica hacía falta, además de la participación de “el profe Iván” y “la seño Ornella”, algo elemental: el kit que permitiera armarlos. No era tan fácil. Lynch recuerda que, en principio, contactaron a la filial local de una gran empresa de juguetes que en su catálogo incluye kits de robótica y tecnología para aprendizaje. ¿La empresa tendría algún descuento para estos casos, algún programa de Responsabilidad Social Empresaria que se entendiera con este tipo de proyectos? Nada. En ese trance descubrieron que una empresa argentina, Robot Group, fabricaba exactamente lo que necesitaban, a menor costo, y con talleres de capacitación para los docentes. Era un avance, pero seguía faltando algo esencial: el dinero.

Lynch contó el proyecto en Twitter, más por compartir el pesar ante el obstáculo que esperando una respuesta; pocos días después, con ayuda de otros tuiteros, presentó la idea en una idea.me, la plataforma de crowdfunding que permite, lisa y llanamente, armar una vaquita entre cuantos quieran. “Robots para la inclusión”, como se llamó la idea en la web, se proponía como meta súper ambiciosa recaudar 22.500 pesos; convocó a 85 personas y reunió el 80 por ciento del total. Con eso, AFOC pudo comprar tres cajas tecnológicas (el kit que trae todos los implementos necesarios para armar distintos robots), cargadores de pilas (que son necesarias para dar energía a parte de los robotitos) y baterías para netbooks.

Hoy cada una de esas cajas está ahí, sobre las mesas que reúnen a nenas y nenes. En tres meses, otro grupo hará lo propio, y estos chicos aprenderán algo un poco más complejo.

Tercer tiempo

—¡Seño! ¿Acá falta un cuadradito? –grita una nena pizpireta desde el fondo a Ornella, la docente de Tecnología que no se mosquea ni un momento en medio del vendaval de entusiasmo infantil.

–A ver... –dice la docente, acercándose a la mesa bajita con mini sillas—. No.

–¿Y qué llave vamos a usar, seño?

–La hexagonal.

La nena busca, rebusca. Sus compañeritos de mesa miran expectantes y sin tocar, porque cada uno respeta celosamente el rol que le tocó para hoy: alguno lee las instrucciones, otro alcanza las herramientas, otro ensambla, y así. Reina la concentración, pero no el desconcierto. La manito emerge victoriosa.

–¿Esta?

La tarde se va. La carreta está lista. Pasan unos minutos y por el aire cruzan los bips cortitos, suaves, de una alarma que sube desde cada una de las mesas. Es el sonido del sensor ubicado en cada una de las barreras. Cada grupo de chicas y chicos terminó una pequeña carretilla; después, abrieron un programita en sus netbooks y lo coordinaron con el robot. Cuando acerquen la carretilla a la barrera que habían construido la semana pasada, y que ya tiene pilas, verán que el sensor detecta el obstáculo y la barrera se levanta.

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Cada tres meses, cerrará un ciclo de los talleres de robótica y programación, para sumar más chicos y más complejidad.
Imagen: Sandra Cartasso
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