SOCIEDAD › DESNUTRICION INFANTIL EXTREMA EN VILLA QUINTEROS, SUR DE TUCUMAN

Los chicos del país del hambre

Dalía Rocío es apenas el peor caso de desnutrición infantil en una zona de Tucumán donde esa calamidad creció más del 600 por ciento en lo que va del año. La combinación de inflación, desempleo y falta de recursos alimentarios está arrasando a familias enteras. Una grave denuncia de la asamblea local.

El cuerpo biáfrico de Dalía Rocío Manrique, una niña que en marzo tenía 1 año y 5 meses y pesaba sólo 5600 gramos, retrata la indignidad a la que llega la pobreza en la Argentina. En la misma zona de Tucumán en la que esta semana Eduardo Duhalde reinauguró la fábrica Alpargatas, la desnutrición ha hecho estragos en los chicos durante los últimos cinco meses. La calamidad llega a números siniestros en el pueblo de Villa Quinteros, donde según el último registro del Centro de Atención Primaria local, de 32 chicos de entre 2 y 6 años desnutridos en diciembre se pasó a 204: un aumento del 637 por ciento en lo que va del año. El cuerpo de Dalía, compensado después de cuidados intensivos en un hospital zonal, es utilizado en una foto que pretende sensibilizar a las comunidades eclesiásticas y ONG de Buenos Aires por la Asamblea Popular de Villa Quinteros, que ya no cree en el Estado para frenar el flagelo. En Quinteros no hay un solo plan social en funcionamiento. En la escuela Tambor de Tacuarí los niños no reciben ni mate cocido. En el dispensario la enfermera Estela Ledesma se angustia al repartir lo que no hay: “Cuando mandan llegan 400 cajas, pero necesitamos el doble, entonces uno ve cuánto pesa la criaturita y aunque duela se la tiene que negar a los que están un poquito mejor, para darle a los otros”.
La foto de Dalía Rocío está pegada en algunas iglesias de la Capital y el Gran Buenos Aires. La ha pegado junto al pedido de comida y ropa uno de los miembros de la Asamblea Popular del pueblo, el profesor Néstor Santillán, que viajó con la idea de que si no lo hacía, el Estado tucumano jamás paliaría la situación de los hambrientos. Santillán conectó a este diario con Carlos Quira, el hombre que prende y apaga las luces callejeras de Villa Quinteros, quien llevó al cronista a las casas de las madres con niños desnutridos. Página/12 ubicó luego a Estela Ledesma y al médico Mario Martínez, a cargo del Centro de Atención Primaria. Fueron ellos quienes confirmaron la denuncia de la Asamblea: si bien no todos los casos son de la gravedad del de Dalía Rocío, el progresivo y acelerado aumento de la desnutrición habla de una pauperización que ha llegado a convertir el hambre y el deterioro de los chicos en el signo más cotidiano de Quinteros.
“No quiero llorar, no quiero dar mucha lástima, por eso no me quiero explayar”, le dice una mamá a Página/12 contando cómo combate con la pobreza y los efectos que sobre sus niños causa la desnutrición. “En los chicos se nota en los ojitos, que se les ponen más grandes. En el pelito, que se les pone más duro, como amarillo. Y se les ve el vientre muy infladito, eso se nota mucho.” María Angela Robles, ella sola, intenta criar a sus cuatro niñas. Las más pequeñas son “las mellicitas” que “han estado desnutridas desde que nacieron, siempre con las defensas bajas”. La última ayuda que recibió fue el Plan Trabajar de 115 pesos que cobró en dos oportunidades. María dice que hubo un día en que el tercer pago prometido ya no llegó, que todos los días se han levantado, ella y sus hijas, rogando a Dios que les pagaran por fin. Pero no ocurrió.
María cuenta que a las mellizas les recomendaban un “remedio” para paliar la desnutrición, y una dieta. Nunca pudo conseguir ni lo uno ni lo otro. Nunca tuvo trabajo. Y la leche que suelen dar en el dispensario le ha resultado “una odisea”. Es que las colas se forman ante la salita a las cuatro de la mañana. A veces, corre un rumor por el pueblo: “Dicen que ha llegado la leche”, se siente. Y aunque nadie lo confirme, las madres vuelan a pararse por un kilo que les será entregado a la mañana después de que a sus hijos los pesen.
Ese momento es uno de los más difíciles para quienes trabajan en el CAP. “Aquí es una locura cuando llega la leche porque mandan menos cantidad de lo que tendrían que dar”, cuenta Estela Ledesma, la mujer de piernas hinchadas que trabaja hace 16 años en el dispensario y recorre a duraspenas el pueblo cada mañana intentando controlar los casos más dramáticos.
–¿Cómo hace usted con tan poco?
–Hacemos malabares, les damos un kilo de leche cada dos o tres meses. Según como manden. Ahora no estamos dando, porque no han venido desde febrero. Es duro porque uno tiene que pesarlos y según cómo estén, les corresponde o no recibir una caja. Si están más o menos bien uno se ve obligado a no darle, aunque necesite, porque hay otro que necesita más.
Doña Estela, de 52, sabe que muchas veces la ayuda “no llega adonde tiene que llegar”, conoce de punteros que no reparten todo lo que reciben, de desvíos. La Asamblea Popular ha denunciado ante Chiche Duhalde diferentes maniobras de este tipo. Pero no es que las maniobras hayan sido el motivo de la explosión de la desnutrición en Villa Quinteros. Lo sabe el médico Mario Martínez, empleado del Sistema Provincial de Salud, Siprosa, desde 1987 cuando llegó de Buenos Aires recién recibido a este punto perdido del interior. En aquel entonces todavía había huertas, gallinas, pollos, chanchos en los patios y las afueras de Quinteros. Ya entonces la pobreza era lo único que abundaba, y los únicos empleos que quedaban eran en la comuna o en la cosecha de caña o de limones. “Pero todo esto y los planes sociales ha ido disminuyendo, entonces se ha ido generando un índice de pobreza, que no sabemos si ha llegado al extremo, pero que parece acercarse”, reconoce Martínez.
La carrera del hambre
El médico es uno de los que ha podido percibir los efectos de la miseria creciente, sobre todo en la alimentación por el aumento de la desnutrición durante los últimos cinco meses. “Eran 32 niños desnutridos en diciembre, que fueron creciendo en un promedio de 40 chicos por mes –detalla–. Se lo ve en el consultorio. No hay todavía desnutriciones de tercer grado (como la de Rocío). Pero esto evidencia cómo está evolucionando la situación. Si no hay una campaña nutricional o una ayuda seria esto crecerá y se pasará a la desnutrición de grado 2, que genera secuelas irreversibles.” Martínez reconoce que desde febrero no llega leche y que además de la tardanza “el gobierno hace compras y distribución de acuerdo al mes anterior, y entonces el cálculo es con un mes de atraso”. Para colmo, con la carencia generalizada de recursos que impactó sobre el país en diciembre, la ayuda alimentaria disminuyó. Diciembre fue el último mes en que llegaron 800 cajas de leche. Desde entonces, y con tardanza, sólo 400, cuando mensualmente pasan por el consultorio de Martínez más de 900 niños, la mayoría subalimentados.
–¿Usted qué siente cuando debe negar el alimento?
Martínez permanece unos segundos en silencio.
–Quisiera que esa caja de leche se multiplicara por diez, y quisiera que haya trabajo, quisiera tantas cosas... Uno lo que quiere es que tengan una niñez normal, que tengan futuro, porque cuando el chico se desnutre y pasa por una desnutrición grave esto significa que nunca volverá a ser un chico con todas sus capacidades.
Por lo pronto los trabajadores de la salud intentan, casi a sabiendas de que es inútil con lo que hay, estabilizar a los chicos manteniéndolos en el grado 1 de desnutrición, evitando que pasen al grado 2. Al comienzo se detectan la debilidad y el decaimiento del niño, la “falta de volumen en su constitución”, la disminución del peso, el retraso en el crecimiento. Olguita Quinteros es la subdirectora de la Escuela Tambor de Tacuarí, donde estudian unos 800 chicos. “La pobreza es inmovilizante, inmoviliza a la familia entera. Los niños no son muy estimulados, son chicos que necesitan una atención especial, no han tenido posibilidades, por eso hay reiteradas inasistencias, sufren de problemas pulmonares o bronquiales, a veces no vienen porque no tienen calzado, y se nota mucho el problema en el aprendizaje”, cuenta la docente.
Junto con Dalía Rocío llegaron aquella semana al Hospital Regional de Concepción otros cinco niños con desnutriciones de grado 3, la más severa,que genera daños irreversibles y puede llevar a la muerte por la baja total de las defensas. “La recibimos con cinco kilos 600 al año ocho meses –recuerda el jefe del área de Pediatría, Raúl López–. A esa edad debería pesar entre 11 y 12 kilos. Si el niño antes de los dos años sufre una desnutrición así, tiene secuelas permanentes sobre todo en su coeficiente intelectual. Para sobrevivir ya consumió sus propios músculos, se llama una autofagia. Como las grasas en el cerebro son abundantes, por eso lo va a atacar primero.” Dalía vivió en el límite de la resistencia física.
López, acostumbrado a recibir niños desnutridos, se vio desbordado al tener que atender a chicos llegados de fuera de la zona de influencia del hospital. “Nos llamó la atención que en marzo empezaron a ingresar en estado calamitoso, desnutridos de tercer grado, algo que no era común”, cuenta. Dalía Rocío ya había pasado por otros hospitales, pero no habían podido recuperarla. Llegó con su madre embarazada, su padre desempleado y alcohólico y sus hermanos también subalimentados. “El desnutrido es un pluricarenciado, no sólo de alimento sino de afecto, de cuidado, de cultura, alguien que ha sido rechazado por la sociedad. Por eso nos compete a todos la responsabilidad”, sostiene. Hace diez días en el hospital atendió a una niña de diez años con una desnutrición de grado 2, con un 30 por ciento de déficit nutricional. Criada por unos tíos, no hubo quién se preocupara por ella hasta que su cuerpo mostró los síntomas extremos del hambre. López, puede, sin duda, definir la desnutrición:
“Ausencia de los vínculos, de las oportunidades, de la asistencia, de los nutrientes. Desnutrido podría decirse que es sinónimo de ausencia”

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Dalía Rocío hace dos meses, cuando tenía 17 y pesaba apenas 5600 gramos, en vez de 11 kilos.
 
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