SOCIEDAD

Cuatro relatos sobre el trabajo a destajo en los talleres textiles

Son cuatro inmigrantes bolivianos que denunciaron a los talleres explotadores y fueron amenazados de muerte. Un relato duro y real.

 Por Carlos Rodríguez

Ellos fueron la avanzada de las denuncias contra los talleres de costura clandestinos. Los cuatro, que mantienen sus apellidos en reserva y sus rostros semiocultos porque han recibido amenazas de muerte, forman parte del grupo de ciudadanos bolivianos –varias decenas– que se rebelaron contra la explotación a la que eran sometidos en la Argentina, la mayoría de las veces por parientes suyos, de su misma nacionalidad. “Si mi propia cuñada, mi familia, me hizo lo que me hizo, qué me podría haber pasado en otro lugar, con desconocidos”, reflexiona Fredy en diálogo con Página/12. María, con los ojos llenos de lágrimas, recuerda cuando la tía de su esposo, dueña del taller donde trabajaba todo el año, sin tener siquiera el descanso dominical, maltrató a uno de sus hijos y a la nena de una compañera. “Les cortó las pestañas al ras, con una tijera, porque habían tocado jugando una de las máquinas. Los chicos se frotaban los ojos enrojecidos e hinchados. Y no quería que los llevara al hospital.”

Historias similares contaron Hensi y Claudia, amenazada de muerte por la dueña del taller donde trabajaba: “Era una mujer gorda, grandota y me quiso pegar. ¡Vea lo flaca que soy yo! Todavía paso cerca de su casa cuando llevo a uno de mis hijos al colegio y tengo miedo, mucho miedo. Y el cónsul de Bolivia (Albaro Gonzales Quint), en vez de ayudarnos, nos mandó a toda la gente encima”. Fredy refuerza la idea: “Nos hicieron responsables a nosotros como si fuera un delito decir la verdad”.

Durante meses, o años en algunos casos, pasaban su vida dentro del taller. “A nosotros nos llevaban dos veces al mes, con los chicos, al Parque Indoamericano (el ex Interama), pero nunca nos dejaban solos. Tenían miedo de que nos quisiéramos escapar”, afirma María.

Los entrevistados confirmaron, a pesar de la desmentida del cónsul boliviano en el país, que para hacer los trámites para conseguir los documentos les cobran “cien dólares y más todavía”. Cuando se les preguntó si creen que es el costo real del trámite, todos dudaron: “Lo que a nosotros nos parece es que son algunos que se hacen los vivos y cobran de más”. La mayoría de los damnificados llegaron de La Paz, convocados por parientes o conocidos bolivianos, que hacían ropa para “coreanos, algún que otro comerciante judío y algún turco; en esos casos, eran ciudadanos argentinos que practicaban esa religión o cuyos padres habían llegado al país de Turquía”. También critican a Estación Latina, una emisora de radio de la comunidad boliviana, que hace propaganda a favor de los talleres. “Te dicen por la radio que una pareja, aunque tenga dos o tres hijos, consigue casa y trabajo. Lo que no dicen es que las reglas te las ponen ellos, los dueños del taller, y te obligan a trabajar desde las siete de la mañana a la una de la madrugada del día siguiente, por un sueldo de 100 o 300 pesos, que te lo pagan de a cinco o diez pesos. Se abusan porque no tenemos documentos y porque necesitamos trabajar.”

María tiene dos hijos y trabajó a destajo, cerca de un año, en un taller de costura que pertenecía a una familiar suya. “Llegué de La Paz, con mi marido y mis hijos. Nos trajo una tía de mi esposo, que nos prometió ganar bien, tener techo, comida, todo.” María vino con su familia y otras tres personas adultas. “No teníamos documentación para cruzar la frontera, pero ella (la tía de su esposo) se encargó de todo porque tenía trato con Migraciones y nos hizo entrar.” Las mujeres pasaron por los controles aduaneros; los hombres tuvieron que “montear”. Cruzaron por una zona montañosa e ingresaron por Tartagal, en Salta, tras dos días de travesía.

La mujer trabajaba como “ayudante de taller”. Tenía que abastecer de materiales a todos y además era la encargada de hacer la comida para todos. Le pagaban 100 pesos mensuales, que recibía con cuentagotas. “Me daba cinco o diez pesos de vez en cuando. Tenía que pedirle siempre.” Uno de sus hijos era lactante. “Me atrasaba en el trabajo porque tenía que darle la teta. Lo tenía abandonado por falta de tiempo. Ella era muy mala, nos trataba mal, especialmente a mí. Me decía que mi hijo era muy ‘chinchoso’, muy molesto y a cada rato me decía que tenía que echarle agua helada para que se callara.” El remordimiento le hace saltar las lágrimas: “Dos veces le tiré agua fría a mi hijo, le hice caso”. María no puede emitir palabra. La paciencia se colmó una tarde, cuando uno de sus hijos y otra niña que vivía en el taller se pusieron a jugar con una de las máquinas. “Yo no vi lo que había pasado, estaba trabajando en otro sitio. Los vi salir de la pieza fregándose los ojos y lloriqueando. Mi hijo era chico, casi no hablaba, pero la otra nena se hizo entender: ‘Nos agarró la tía gorda, nos agarró la tía gorda’, decía.” La dueña del taller, con una tijera, les había cortado las pestañas al ras, como castigo, para que “no vuelvan a tocar nada”. De tanto frotarse los ojos, los chicos los tenían hinchados y rojos. En el taller se trabajaba hasta el sábado al mediodía y se descansaba el domingo. Menos María, que era la cocinera y nunca tenía franco. “Los domingos cocinaba para la tía de mi esposo.”

Fredy vino hace un año y dos meses, con su esposa y tres hijos. “Nos vinimos porque nos lo pintaron bonito. Los paisanos míos bolivianos nos decían que íbamos a ganar bien, que íbamos a estar de lo mejor. Empecé a trabajar en el taller de una cuñada mía, en la avenida Eva Perón, pero me pagó muy mal. Me trató muy mal. No me pagaba y eso que yo trabajaba desde las ocho de la mañana a las 12 de la noche.” Estuvieron unos días en una casa provista por su cuñada, pero los desalojaron por falta de pago. Luego fueron a la casa de una mujer que “tenía a mi esposa esclavizada, porque para pagar el alquiler tenía que limpiar, cocinar. No tenía horario, la llamaban incluso a las dos o tres de la mañana, porque el lugar era como una pensión”. Fredy dejó el trabajo y se peleó con su cuñada.

“Me habían prometido 400 pesos por mes, que después fueron 300 y no me pagaban, me debían un montón de dinero. Lo recibía en gotas. Yo necesitaba hacerme atender en el hospital porque tengo un problema de columna que se agravó trabajando en el taller.” Con él trabajaban otras seis personas. El año que estuvo, una sola vez vio llegar a los inspectores municipales. “A nosotros nos escondieron en la terraza. No sé cómo se las arreglaron para que no los clausuraran, porque el lugar era un desastre.”

A Hensi, de 22 años, lo trajeron “en el carnaval del año pasado”. Se vino con su esposa y con la hija de su mujer. Vinieron por los avisos que aparecieron en una galería de La Paz. “Fuimos a un taller de Flores. Me prometieron que iba a empezar con un sueldo de 400 pesos, pero después me dieron 300 y nunca me lo pagaron completo. A mi mujer le pagaban 300, pero además tenía que cocinar para todos. Todo el viaje desde Bolivia lo hicimos sin comer nada, porque no teníamos ni un peso. Cuando llegó el momento de pagarnos el primer sueldo, nos lo descontaron porque dijeron que nos habían dado de comer en el viaje.”

Claudia vino hace un año y trabajó en un taller sobre Eva Perón. Tiene tres hijos con los que tenía que vivir en el taller, sin moverse de allí. Como el resto de los denunciantes, ahora trabajan en emprendimientos nucleados en el centro comunitario La Alameda. Claudia está en la Cooperativa 20 de Diciembre, donde trabaja ocho horas a lo sumo y cobra más que antes. “En el taller donde estaba me pagaban entre 300 y 400 pesos, pero de a poco. Decían que a ellos (los mayoristas) no les pagaban a tiempo.” El dueño del taller era un boliviano que trabajaba para un comerciante coreano que vendía camisas, blusas, polleras.

En ese lugar trabajó apenas dos meses. “Nos fuimos porque no podíamos salir de la pieza. Los chicos no podían ir al colegio y tampoco podíamos ir al médico porque nos decían que el trabajo se retrasaba.” Ella sabe el nombre completo del dueño y ya lo dijo ante la Justicia. Ahora prefiere guardar silencio porque “ya he recibido amenazas y es por miedo más que todo, que no hablo de eso. Es muy feo todo lo que nos están haciendo por haber dicho la verdad de lo que nos pasó”.

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Los cuatro testigos en peligro. Son bolivianos y fueron explotados por sus connacionales.
Imagen: Leandro Teysseire
 
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