SOCIEDAD › LOS QUE CONVIERTEN SU HOGAR EN UN EMPRENDIMIENTO PARA GENERAR INGRESOS

Casa tomada

Algunos organizan fiestas de cumpleaños. Otros transforman el living en restaurante. O en sala de Internet. Con la crisis y la desocupación, cada vez más familias de clase media convierten su casa en un local para el rebusque.

 Por Alejandra Dandan

Ellas son tres: una arquitecta, una publicista y una artista plástica. Tienen esposos: uno es arquitecto, otro contador y el tercero abogado. Tienen hijos: una once y las otras, cuatro cada una. Viven en Coghlan y hasta el año pasado mandaban a sus hijos a una escuela privada del barrio. Desde marzo las cosas cambiaron: dos dejaron la escuela privada por una pública. Las tres quedaron fuera del mercado de trabajo; sus maridos también. Hace unos meses pusieron un improvisado cartel en la puerta de una de las casas para anunciar que allí se hacen fiestas de cumpleaños para chicos. Y hasta fabrican el pan para bajar los gastos. Hay otros que convierten el living en un restaurante. O en una sala de Internet. Mientras los números de la crisis se agudizan en cada región del país, existe una parte de la vieja clase media urbana que aprende a subsistir dentro del universo del trabajo informal, una zona poco explorada donde usan recursos que hasta ahora eran exclusivos de los sectores populares.
“Esto quizá es lo más novedoso de esta época”, arriesga Agustín Salvia, uno de los sociólogos dedicados a la investigación en el campo de trabajo y desocupación. “Los sectores medios se están insertando en un campo de emprendimientos o pseudomicroempresas rudimentarias y artesanales que no tienen nada que ver con su capital social, cultural y humano.” Para Salvia, todo esto es algo así como una salida de emergencia, una apuesta de coyuntura un poco peligrosa: ya no se pretende más que sobrevivirle al día y en esa supervivencia se perderían –según esta lógica– los proyectos personales y colectivos de largo plazo.
El techo
–¿Yo? Arquitecta: imaginate. ¿Qué iba a hacer? ¿Mirar el techo?
Mónica Palacios tiene 48 años y hasta el año pasado llevaba adelante distintos proyectos de obras en construcción, su área. En esa época aún mantenía un cargo como adjunta de cátedra en la carrera de Arquitectura dentro de la UBA. Ese escenario se disolvió. Cuando se iba acercando la explosión de diciembre, se quedó sin el cargo en la carrera y en poco tiempo sin obras ni inversores en su actividad: “Lo que tenemos las mujeres –insiste ahora– es que no se nos caen los anillos por hacer cualquier cosa”.
A partir de entonces hizo eso: cualquier cosa. Manualidades, talleres, dio clases particulares, amasó pan, organizó fiestas infantiles y hasta trabajó de jefa entre sus hijos: “Para las fiestas los disfrazamos a todos: de lo que sea. ‘Vos tenés que hacer de oso’, les digo o hay que ponerse con los tatuajes: y el resto sale a panfletear cuando hay que tirar volantes: tenemos hijos chicos, preadolescentes y adolescentes. Imaginate. Todo el abanico para elegir”.
Mónica habla de sus hijos y los de sus socias: Gloria Fontela Vázquez, la artista plástica, y María Elena Hiriart, la publicista. Hasta hace unos años no se conocían. Hicieron contacto por azar en la escuela. Al tiempo, volvieron a reunirse cuando decidieron pensar vías alternativas para reforzar el presupuesto familiar. Una tenía en venta la casa de la esquina de Conte y Gregoria Pérez, un chalet donde había vivido la familia. Después de varios meses, la casa seguía sin venderse y el día que estaban por alquilarla se cayó la operación: “Me pareció que era una señal, como un signo –dice Mónica–: pensé que la casa tenía que servirnos para hacer alguna otra cosa”.
Primero usaron la cocina, el living y el comedor diario como taller de arte y diseño para los chicos de la escuela. Eso les sirvió: todavía tenían algo de trabajo por fuera y así equilibraban las cuentas domésticas a medida que sus maridos se iban incorporando a las filas de los nuevos desocupados del país. Hacia diciembre, aquel microproyecto entró en crisis. No había plata para cursos, ni ideas para ganarle a la recesión que luego estallaría con la devaluación: “Un taller no es prioritario a menos que sea terapéutico y todas las familias se achicaron, pero donde uno no achicaría, pensamos, es en festejarle el cumpleaños a tu hijo, eso no lo vas a dejar”.
Aunque las fiestas se están haciendo, las dudas no se esfuman: “A veces te preguntás: ¿estaré pensando todo esto para nada?”. Mónica nunca terminó de responderse. Esa es una de las preguntas que nunca abandona. Vuelve a pensarla cada vez que, por ejemplo, escucha en el teléfono la voz de otra mamá con una misma pregunta: “¿Me ayudás a pensar qué carajo puedo hacer?”. “Porque no quieren sentirse quietas; estas cosas terminan minando la voluntad, te hacen sentir miedo”, cuenta. Susto, terror de quedar afuera, pero también pánico a la mirada de afuera: “Se mezcla todo, pero tenés que dejar un poco el miedo a la exposición que siempre nos aterrorizó a la clase media: ¿qué vamos a hacer? Nos vamos a seguir quedando con nuestras casas cerradas”.

La gente
–¿La gente, sabés qué cree la gente? Que tengo nenes chiquitos.
Eso sucede lejos de Coghlan y fuera de la Capital, cuando los vecinos de Graciela Everling pasan por la vereda de su casa, también convertida en lugar de fiestas infantiles, pero en Lomas de Zamora. “Se me ocurrió porque trabajo de hecho no conseguía; es más, me engancharon, ¿viste esas agencias que buscás en el diario? Tenía que pagar, ibas y no existían más. Después estaba el tema de la edad.” La edad de Graciela es 48 años: “Para una cosa tenés demasiados años y para otras, no tenés nada”. Cuando se divorció, además de los años, tenía algunas materias cursadas en Trabajo Social y uno de esos caserones preparados para los tiempos de la familia grande.
Ni su propuesta ni la de Coghlan se pensaron a largo plazo. No hubo grandes inversiones, ni accionistas. No se pensaron como cooperativas de trabajo y nadie intentó darles, hasta el presente, ninguna estética formal. Esa opción hubiese implicado trámites, inscripción, permisos legales, cuestiones que en estas épocas a nadie se le ocurre evaluar.
Pero esa idea de salir a flote de ese modo tiene sus costos. No sólo limita, por ejemplo, la posibilidad de hacer publicidad o difundir el servicio. También hace que los sectores medios hipotequen hasta uno de sus iconos sagrados: la propiedad privada, doméstica, el templo de la vida familiar. Esto es lo singular de este proceso que comienza a aparecer en las calles porteñas y se intuye en algunas zonas residenciales del conurbano. Las propuestas incluyen en algunas ocasiones hasta un living convertido en sala pública de Internet, o una noche de familia desdibujada por la compañía inamovible de esas decenas de invitados a un cumpleaños donde los dueños de casa salen disfrazados de mayordomos de valet.
Hace algunos años, Mingo Agnese, otro de los emprendedores, hubiese escapado ante un escenario familiar así:
–Más que nada es medio raro. Lo más denso es ponerte a arreglar la casa después: lo ideal es llamar a una mina, pero por ahora lo estamos haciendo nosotros. Mi vieja quiere pasar el trapo para dejar la casa brillante, ella es así. Para bancar la casa y morfar, otra no nos queda: era medio al pedo tenerla vacía; mis viejos tienen su cuarto, tal vez les jode más el comedor con los personajes pegados en la pared, pero es como que se acostumbran. Cuando está la gente, no se dan tanta cuenta: ellos laburan. Mi vieja está en la cocina ayudando con los platos y mi viejo, en el lavadero con el tema de los platos y las bebidas.
Los Agnese son también de Lomas de Zamora. Y desde octubre del año pasado volvieron a ocupar la casa familiar. La recesión en los últimos años de la convertibilidad los fue dejando sin trabajo y al cabo de untiempo habían optado por poner en alquiler o en venta la casa familiar. Esperaron unos meses, se amucharon en un lugar más chico y, cuando vieron que sus nuevos inquilinos entraban en default y los compradores definitivos nunca aparecían, decidieron la operación retorno. Una buena idea y un préstamo familiar hicieron el resto.
“Los sectores populares reaccionaron antes, pero con recursos que les son conocidos: desde hace cuatro o cinco años salieron a ocupar espacio en la calle frente al desempleo. Aparecieron en forma masiva en los trenes, frente al basurero, en un campo de trabajo precarizado. Desde allí crean nichos de empleo como proveedores en rubros que el mercado formal no tiene cómo reemplazar. La clase media no tenía capital cultural y social para entrar a estos nichos”, analiza ahora Salvia, que en este momento integra dos proyectos de investigación dentro del instituto Gino Germani de la UBA y otro monitoreado en la Universidad Católica.
Una de las características centrales de este ensayo que hacen los sectores medios en el campo del mercado informal es la idea de futuro: han abandonado la construcción de un proyecto y dejado de esperar algún tipo de movilidad social. “Hasta ahora eran los sectores populares los que veían en el mundo del trabajo sólo una herramienta de supervivencia y no de movilidad social. Sus iniciativas se diseñan como un recurso de emergencia y se piensan en forma transitoria para responder a una conyuntura y no a un proyecto social o profesional.” Y es hacia allí adonde se dirigen ahora los viejos sectores medios. Accionan ante la emergencia. Generan ideas para sobrevivirles al día y a las estadísticas de un país desquiciado por las tasas corrosivas de la desocupación.
–¿Invadida? –piensa en voz alta Graciela–. Sí claro, al principio me sentía así, pero ya es como que, bueno, es un modo de vida nuevo. Usan la pieza mía para cuando cambian los bebés. Eso es permanente: el año pasado mi cumpleaños no lo pude festejar hasta las once y media de la noche, y ya no pudo venir nadie. Está dentro de las reglas de juego: básicamente -dice–: sacrifiqué mi casa.

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La pieza del nene, el mejor lugar para instalar los juegos de los cumpleaños infantiles.
 
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