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Domingo, 24 de junio de 2007

CONSUMOS DIFERENCIADOS EN LOS EXTREMOS DE LA PIRAMIDE SOCIAL

El gordo y el flaco

En tres décadas se consolidó un modelo alimentario que reproduce la desigualdad. Los pobres ingieren más pan, fideos y papas.

 Por Diego Rubinzal

Durante la década del ’60 y principios de los ’70, los sectores sociales menos favorecidos solían –en general– tener acceso a una aceptable alimentación. Ingresos suficientes y alimentos baratos eran la combinación que les permitía llegar a una canasta de consumo razonable. Las diferencias sociales solían manifestarse en otras cuestiones, tales como la vivienda, la vestimenta, el automóvil y ciertos consumos superfluos. Esto no significaba que los alimentos consumidos por los sectores más pudientes y por los más carecientes fueran exactamente los mismos. Por el contrario, siempre existió cierta diferenciación social en la comida que se llevaba a la mesa familiar. Por ejemplo, si se piensa en la carne como componente fundamental de la dieta de aquellos años, siempre existieron determinados cortes más caros que eran consumidos por los sectores de mayor poder adquisitivo.

A pesar de esas diferencias, como señala Patricia Aguirre en su trabajo Ricos flacos y gordos pobres. La alimentación en crisis, “el análisis químico de las canastas familiares no mostraba carencia de nutrientes en ningún grupo social”. Pero esta lógica se rompió. El proceso de exclusión económica que marginó a muchos del mercado laboral y la creciente pérdida de poder adquisitivo de los salarios pusieron en crisis la seguridad alimentaria. Esta es definida por los especialistas como el derecho que tienen todas las personas a una alimentación cultural y nutricionalmente adecuada y suficiente.

La encuesta sobre el consumo de los hogares, realizada por el Indec en 1985, ya registraba una importante diferenciación: los pobres ingerían más pan, fideos y papas. Mientras, los sectores acomodados consumían una mayor proporción de carnes, lácteos, frutas y verduras. En la encuesta realizada en 1996 se observa la cristalización de dos patrones de consumo totalmente diferenciados. Según Patricia Aguirre, “en 35 años vimos romperse un modelo de consumo unificado. Y por eso vimos aparecer la comida de pobres y la comida de ricos”.

Foto: Arnaldo Pampillon

Los datos relevados por la encuesta reflejan que el precio de los alimentos condena a los pobres a la compra de aquellos que permiten una mayor sensación de saciedad: fideos, papas, pan, carnes grasas y azúcares. Los sectores de menores ingresos no solamente tienen una mala alimentación sino que también deben destinar un mayor porcentaje de sus ingresos para la compra de los alimentos. Así, de acuerdo con los resultados preliminares de la Encuesta Nacional de Gastos de Hogares 2004/5, el consumo de alimentos y bebidas (en el total del universo relevado) representa el 33,4 por ciento del presupuesto familiar. Pero en el caso del 20 por ciento de las familias que menos ingresos tienen, el porcentaje de los recursos destinados a la compra de alimentos asciende al 50 por ciento. Alta proporción del ingreso destinado a la compra de alimentos y un deficiente equilibrio dietario es consecuencia de la combinación de bajos ingresos y alimentos caros.

La recuperación del empleo y cierta recomposición salarial que se dio en los últimos años han permitido que algunos sectores sociales mejoren su situación. Sin embargo, la persistencia de altos valores en los precios de los alimentos sigue generando una barrera para el consumo de buena parte de la sociedad. Es un problema que se agudizó luego de la salida de la convertibilidad, ya que mientras el Indice de Precios al Consumidor (IPC) creció un 94 por ciento, el aumento de la Canasta Básica Alimentaria (CBA) ronda el 130.

Las retenciones y el cupo y/o prohibición de las exportaciones intentaron moderar el traslado de los altos valores internacionales de las materias primas a los precios internos. Por otra parte, el Gobierno impulsó los acuerdos sectoriales de precios y la elaboración de listas con valores “sugeridos” (realizadas por la Secretaría de Comercio Interior).

Si bien estas medidas permitieron –en sus comienzos– reducir la inercia inflacionaria, los últimos datos parecen indicar que no alcanzaron para producir los resultados esperados. El tema figura en un lugar de privilegio en las preocupaciones ciudadanas y al tope de la agenda oficial. En este sentido, pareciera ser que los funcionarios nacionales entienden que las decisiones adoptadas hasta el momento deben ser complementadas con otro tipo de medidas.

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Durante la década del ’60 y principios de los ’70, los sectores sociales menos favorecidos solían tener acceso a una aceptable alimentación.

Las diferencias sociales solían manifestarse en otras cuestiones, tales como la vivienda, la vestimenta, el automóvil y ciertos consumos superfluos.

El proceso de exclusión económica que marginó a muchos del mercado laboral y la creciente pérdida de poder adquisitivo de los salarios pusieron en crisis la seguridad alimentaria.

“En 35 años vimos romperse un modelo de consumo unificado. Y por eso vimos aparecer la comida de pobres y la comida de ricos.”

El precio de los alimentos condena a los pobres a la compra de aquellos que permiten una mayor sensación de saciedad: fideos, papas, pan, carnes grasas y azúcares.

La recuperación del empleo y cierta recomposición salarial que se dio en los últimos años han permitido que algunos sectores sociales mejoren su situación.

 
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