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Domingo, 1 de julio de 2007

EL BAúL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

200 años no es nada

Hace 200 años, el miércoles 1º de julio, se reunían en Quilmes millares de soldados británicos dispuestos a tomar la ciudad de Buenos Aires. Llevaban ya tres días en suelo argentino, tras alcanzar Ensenada de Barragán en 110 embarcaciones. Una desventaja de Buenos Aires –la poca profundidad del río– convertía una operación shock en una gradualista, poniendo distancia y tiempo entre el desembarco y la entrada a la ciudad. Tres días que conmovieron a la capital virreinal, todos movilizados cavando zanjas, levantando piedras de las calles y preparando agua hirviente. Entraron el domingo 5 a la mañana y a la noche ya habían perdido la mitad de sus efectivos. En Londres, al llegar la noticia de la derrota de tan importante armada, la razón quedó del lado del ministro Castlereagh, quien dos meses antes había opinado que el interés británico era, más que incrementar sus colonias mediante invasión militar, abrir nuevos mercados para colocar sus mercancías. El fracaso, empero, fue sólo militar. La sociedad y la economía del Río de la Plata cambiaron sustancialmente con las invasiones inglesas. En pocos meses las naves mercantes inglesas desembarcaron mercaderías por más de un millón y medio de libras esterlinas. Los hacendados y acopiadores se hallaron con la posibilidad de exportar cueros y otros frutos del país. El comercio, dice Tjarks, se “enfrentó con la competencia, con la contratación directa y el juego de precios”, a diferencia de “una estructura mercantilista, de precios fijos, evolución lenta y elevados porcentajes de ganancias”. En 1809, con la apertura del comercio a las mercancías inglesas, comenzó un proceso que culminó un siglo después, de inserción del país en el mercado mundial como proveedor de materia prima agropecuaria, a cambio de manufacturas inglesas, entre ellas materiales ferroviarios e insumos durables, financiados casi invariablemente por capital inglés, lo que llevó a Lenin a calificar al país como virtual colonia inglesa. Y el país, a través de su clase dirigente se encargó eficientemente de destruir la industria y anular iniciativas para fundar una Argentina sobre bases nuevas. Otras invasiones llegarían, como las que nos señalan –ayer desde el cine y el periodismo, hoy desde la TV de cable y aire, etc.– qué indumentaria vestir, qué idiomas aprender, qué ciencia estudiar, qué comer y beber y hasta cómo hacer el amor.

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“Señora, ¿no tiene alguna ropa para darnos?” Era una nena de unos nueve años, acompañada de otras dos, la menor de seis o siete años. Tenía aspecto de andar por la calle. Eran más de las cinco y ya habían pasado los chicos del colegio. Mi madre asoció la hora de salida del colegio con la edad de las criaturas e intentó una respuesta positiva: “Mañana, cuando vuelvas del colegio, te voy a tener preparado un paquetito con ropa”. La contestación de la nena mayor la dejó helada: “Nosotras no vamos al colegio”. No volvieron. Quién sabe dónde estarán ahora, cómo zafarán del frío, qué comerán, qué será de ellas de aquí a cinco o diez años. Mucho se habla de carencias edilicias y ausencia de calefacción segura en las escuelas, pero no se escucha la menor referencia sobre quienes no pisan tales escuelas deficitarias ni ninguna otra. Los no escolares de edad escolar son la gran patrulla perdida del sistema educativo. ¿Cuántos son? Apenas cada diez años, y luego de que a las cansadas se procesa un censo, nos enteramos de cuántos habitantes, de todas las edades, nunca fueron a la escuela. Pero esos datos, ¿generan alguna acción superadora? No es de extrañar que una sociedad fundada sobre la competencia, insolidaria, descargue sobre los más débiles la peor de las violencias, como es la de condenar a un sector de la infancia a la marginalidad de por vida, mientras el Estado –obligado por su naturaleza a compensar y equilibrar las diferencias sociales– no está. El problema viene de lejos. Hace más de dos siglos, en 1795, Belgrano subrayaba el grave mal de las niñas analfabetas y proponía remedios: “Igualmente se deben poner escuelas gratuitas para las niñas, donde se les enseñase la doctrina cristiana, a leer, escribir, coser, bordar, etc. Y principalmente inspirarles el amor al trabajo, para separarlas de la ociosidad, tan perjudicial o más en las mujeres que en los hombres. Entonces las jóvenes aplicadas, usando de sus habilidades en sus casas o puestas a servir, no vagarían ociosas, ayudarían a sus padres o los descargarían del cuidado de su sustento; lejos de ser onerosa en sus casas, la multitud de hijos haría felices las familias; con el trabajo de sus manos se irían formando peculio para encontrar pretendientes a su consorcio; criadas en esta forma, serían madres de una familia útil y aplicada; ocupadas en trabajo que les sería lucroso, tendrían retiro, rubor y honestidad”.

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