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Jueves, 24 de septiembre de 2009

TEATRO › VIDé/LA CINTA FIJA PROPONE OTRA MIRADA SOBRE LOS PORQUé DEL DICTADOR

“Hay unos cuantos videlitas sueltos”

La obra teatral de Vicente Muleiro es dirigida por Norman Briski y protagonizada por Marcelo D’Andrea y Marcelo Mazzarello. Videla emerge de la trama como un mal tipo, obviamente, pero influido por la historia y la sociedad que lo moldeó.

 Por Facundo García

El milico absolutamente malo, sin complejidades, fue uno de los lugares comunes para que la volátil clase media lavara su conciencia ante los horrores de la dictadura. “Fueron ellos”, parecieron decir el cine y el teatro cada vez que mostraban esa sucesión de bigotazos y anteojos oscuros. Las vueltas de la historia desgastaron el truco y así la decadencia de esa figura ideal coincidió con la certeza de que faltaba mucho que pensar acerca del tema, a la vez que se empezaban a agotar las viejas maneras de encararlo. Por eso Vidé/La cinta fija es una obra oportuna. Creada por el escritor y periodista Vicente Muleiro, dirigida por Norman Briski y protagonizada por Marcelo D’Andrea y Marcelo Mazzarello, la pieza que se presenta todos los jueves a las 20 en el Anexo del Centro Cultural Caras y Caretas (Venezuela 330) desgrana la subjetividad de Jorge Rafael Videla en una aventura teatral que, como sugieren sus responsables, habilita una amplísima gama de lecturas.

“Extraño afán de matadores. Quieren morir ‘bien’”, reflexiona el grupo a modo de introducción. El general Vidé (D’Andrea) entrena para ser un buen muerto ante la patria y ante sí mismo. Quiere lo que les retaceó a tantos: despedirse de la vida con tranquilidad, identificado y reconocido. En el intento lo acompaña Biondi (Mazzarello), un ser multifacético y gracioso que traerá al primer plano las distintas posturas que la sociedad tomó ante el plan de aniquilación. Mazzarello se ataja: “Varios han cuestionado la presencia del humor en un asunto tan jodido, pero creo que cuando uno se pone a estudiar en profundidad un tema trágico, tarde o temprano va a necesitar un chiste. Poner un cómico enfrente de Videla para sacarle cosas ha resultado muy enriquecedor”, explica.

La hilaridad es sólo un ingrediente. El título, sin ir más lejos, contiene un juego que no siempre se adivina a golpe de vista, y el propio autor se encarga de asumir esa paleta de abordajes posibles. “Escribí el texto hace unos tres años. Supuse que nadie se iba a animar a subirlo a un escenario, así que me di libertad absoluta en cada detalle”, cuenta.

–Hay una suerte de enfoque canónico para tratar a la dictadura y sus adyacencias. ¿Cómo es esto de retratar a Videla desde otro punto de vista?

Muleiro: –El antecedente fundamental fue el libro El dictador, una investigación que hice junto a María Seoane. En ese laburo nos encontramos con un individuo que no se correspondía con los preconceptos que uno puede tener sobre los déspotas latinoamericanos. El mantenía esa actitud pietista, contrita, con un repertorio anímico sumamente estrecho. Evidentemente, había que interpretarlo desde otro lado.

Mazzarello: –A su vez, el ángulo que usamos se va modificando progresivamente. Hay cosas de una obra que el autor pone, pero empiezan a crecer con cada función y al final pertenecen un poco a todos. Cuando (Carlos) Gorostiza nos vio, por ejemplo, dijo que en un momento se había sentido mal porque el personaje protagónico no consigue sosiego. A él se sumaron otros. Son aristas que estamos investigando...

–¿Piedad para Videla?

D’Andrea: –Más que piedad, una especie de intento por entender cómo funciona, sin enmarcarlo grotescamente para que quede condenado de antemano. Personalmente, me conecté con su conciencia a partir de haber padecido una educación católica tradicional cercana a la que debe haber tenido él; una formación en la que la realidad era blanca o negra, sin medias tintas.

El general inaugura la acción trotando sobre una cinta fija. Huyendo sin huir, o yendo hacia la nada. Muleiro contextualiza: “Luego de El dictador, me había quedado dando vueltas una imagen. Era, justamente, la de Videla ejercitándose en esas máquinas para correr, costumbre que le había descubierto uno de nuestros colaboradores. Con el tiempo me di cuenta de que se trataba de una situación muy teatral”.

–El acto de correr sin desplazarse, que inicialmente resulta trivial, da pie al buceo por una identidad atormentada, que tiene responsabilidades, aunque simultáneamente es usada para lavar las culpas de los otros.

Muleiro: –Una característica fundamental es el peso que Videla le da al lenguaje. Tiene un bocho hueco, donde las palabras caen y se quedan adheridas. Eso lo hizo sumamente funcional para que los sectores de poder lo usaran y destriparan la sociedad a gusto. De ahí lo interesante de estudiar su perspectiva. Por suerte, Norman Briski percibió este proceso de cosificación del lenguaje y decidió enfatizarlo (ver aparte).

Mazzarello: –Precisamente, a mí me toca interpretar a aquellos que llenaban esa cabeza. El cura, la maestra, los militares. Sus discursos son terribles, y mientras los ensayaba me di cuenta de que eran muy similares a los que escuchábamos en la escuela hasta ayer nomás. Hoy se mantienen: mi sobrina, que va a la primaria, vino hace poco con su cuaderno de tareas y le habían hecho hacer una especie de crucigrama sobre Rosas. En el ejercicio, cada palabra correspondía a una acusación. Con la erre, “traidor”, con la o, “engaño”, y así. No había salvedades, ni matiz. O sea que hay que estar atentos, las visiones binarias persisten.

La obra deja en claro que, si se observa con cuidado, la famosa bandera de la “paz” que enarbolan periódicamente los sectores más retrógrados despliega su reverso sangriento. Muleiro: “En la concepción videlista, la paz es un ente orgánico manejado por los que saben. No es una postura sanmartiniana, es más bien su degradación. Videla saca su célebre frase ‘una paz digna de ser vivida’ de la arenga que hace San Martín en la batalla de Chacabuco. Aunque San Martín no dijo ‘una paz’ sino ‘una patria digna de ser vivida’, que no es lo mismo. Entonces esa paz que Videla defiende es una mentira. Se corresponde con un orden carnicero”.

Ni demonio ni –mucho menos– santo, el general que pinta Vidé... traslada al espectador hacia terrenos poco explorados. Despojado del aura maldita en que supieron encapsularlo los “correctos”, el militar emerge como sujeto influido por la historia. Y no deja de ser un mal tipo, pero es uno inmerso en una estructura de poder que lo moldeó y que sigue influyendo sobre quienes lo han reemplazado en el panteón de la derecha nacional. “Creemos que el espectáculo puede funcionar no sólo para ver hacia atrás, sino para lanzar una advertencia, en la medida en que nuestra sociedad dos por tres se recalienta y reaviva el cuño asesino de sus sectores de poder”, avisa Muleiro, antes de concluir con un llamado de atención: “Y ojo, que ahora tenemos unos cuantos videlitas sueltos”.

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Muleiro enfrenta al dictador con un cómico, algo “muy enriquecedor”.
 
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