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Martes, 21 de febrero de 2012

TEATRO › A LOS 97 AñOS, MURIó AYER LYDIA LAMAISON

Los ojos de casi un siglo

Desde que protagonizó Cándida, de Bernard Shaw, a los 25 años, la actriz no paró de trabajar. Actuó en más de 80 obras de teatro, se destacó en cine y alcanzó el pico de popularidad con sus apariciones en televisión, fundamentalmente en la década del ’90.

 Por Hilda Cabrera

Amor y fervor por el trabajo sostenían a la actriz Lydia Lamaison, fallecida ayer, a los 97 años, después de un desmejoramiento progresivo de su salud. Ella se mostró siempre dispuesta a defender espacios culturales y solidarios. En esa actitud suya de vivir organizada había lugar para el teatro, la tevé, el cine y su labor al frente de la Casa del Teatro, entidad fundada en 1938 por la cantante lírica italiana Regina Paccini de Alvear para albergar a artistas de diferentes disciplinas que en su vejez carecen de medios suficientes para sobrevivir.

Nacida en Mendoza el 5 de agosto de 1914, Lamaison vivió desde niña en Buenos Aires: estudió magisterio, guitarra clásica con el maestro y concertista barcelonés Domingo Prat (radicado en Buenos Aires) e ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras. Pero dejó atrás la música para dedicarse a la actuación, disciplina por la que recibió numerosos premios, incluidos reconocimientos institucionales, como el de Ciudadana Ilustre de Buenos Aires (l997); y del Senado de la Nación, que la distinguió por su aporte a la cultura. De sus épocas de intérprete de guitarra, la actriz recordaba con especial afecto un recital suyo en la peña del Café Tortoni, donde fue presentada por la poeta Alfonsina Storni. Ese lugar, convertido en refugio de artistas e intelectuales, era sostenido por Storni, el pintor Benito Quinquela Martín y la narradora y poeta de vanguardia Norah Lange.

Lamaison pudo conocer en esas tertulias a gente que la sorprendía, como la actriz Milagros de la Vega y el actor Carlos Perelli. Corría el año 1935 y se afirmaba en su deseo de ser actriz. Se interesaba por el repertorio de las compañías italianas y francesas que llegaban a la Argentina y asistía a las veladas del Teatro Colón. A los 25 años protagonizó Cándida, de Bernard Shaw, en el teatro independiente Juan B. Justo (uno de los tantos que surgieron en la década del ’30), y poco después, con la compañía Blanca Podestá actuó, entre otras obras, en La vida de María Curie, pieza de 1940, del republicano exiliado Francisco Madrid, escrita en colaboración con Alejandro Casona. Allí interpretó a la adolescente Curie y ganó el premio Revelación. Recibió muchos más galardones durante su trayectoria, como el Alicia Moreau de Justo, John Lennon de la Paz, María Guerrero y Alfonsina Storni.

“La persona que no abandona el estudio se mantiene mentalmente ágil. Es como con el cuerpo. Si se lo cuida, todo va bien. Yo no podría quedarme sentada en casa todo el día”, decía a esta cronista, en oportunidad de un estreno, y no se apartaba de ese convencimiento. Eran habituales en ella las respuestas tajantes: la vida y su historia eran tal como las contaba, y no permitía preguntas indiscretas sobre lo privado ni sobre quien fuera el amor de su vida, el actor Oscar Soldati, fallecido en 1965. Su pasión era actuar y tuvo –según afirmaba– la suerte de que la convocaran. Le brillaban los ojos claros cuando mencionaba a gente querida, como Paulina Singerman, quien la llamó para actuar en el Teatro Marconi (ubicado en Balvanera). Alejandro Berruti, director artístico del Teatro Nacional de Comedia (que funcionaba en el Teatro Cervantes), le ofreció reemplazar a Maruja Gil Quesada y se multiplicaron las oportunidades. Actuó junto a Santiago Gómez Cou y Enrique de Rosas, Luisa Vehil e Iris Marga.

Y se afincó en la escena sin dejar de entusiasmarse por la televisión y el cine. Se consideran hitos en tevé Filomena Marturano (1963), de Eduardo Filippo, dirigida por Nino Olazábal, en el ciclo Teatro en el teatro, y sus participaciones en los unitarios El teatro universal, de María Herminia Avellaneda; Nosotros y los miedos; Alta comedia y Situación límite. Fue la abuela no precisamente dulce en las telenovelas Zíngara, con Andrea del Boca; Nano y Celeste siempre Celeste. Se la vio en Provócame (tira con Chayanne y Araceli González); De Corazón (1997) y Muñeca brava (1998 y ’99), con Facundo Arana y Natalia Oreiro. A los 86 años grababa hasta 14 horas diarias. Compuso a la villana Victoria Ezcurra, en el ciclo Los médicos de hoy; actuó en Jesús, el heredero (2004), con Joaquín Furriel y Malena Solda; y en la telenovela Mujeres de nadie. En cine, participó en Alas de mi patria; La hora de las sorpresas; Una novia en apuros y muchas más. Fue convocada por realizadores notables, como Leopoldo Torre Nilsson, quien la dirigió en La caída, trabajo por el que fue premiada, y donde actuó junto a Elsa Daniel y Lautaro Murúa; Fin de fiesta y Un guapo del 900 (1960). Allí era Natividad, la madre dominadora de Ecuménico López, interpretado por Alfredo Alcón. La distinguieron por Voy a hablar de la esperanza (1965), de Carlos Borcosque (padre), protagonizada por Alcón, Raúl Rossi e Inda Ledesma. Y hubo más: En mi casa mando yo; La fiaca; En retirada; Pasajeros de una pesadilla; y Ciudad del sol, de Carlos Galletini. Entre los últimos trabajos en cine figura su participación en La puta y la ballena (2004), coproducción española-argentina, dirigida por Luis Puenzo, en el papel de una prostituta que fue dueña de los primeros prostíbulos patagónicos; y Mentiras piadosas, de Diego Sabanés, con Marilú Marini.

Memoriosa, incorporaba a la charla a los que seguía admirando: a Federico García Lorca, Quinquela Martín, Ulises Petit de Murat, Pablo Neruda, Jean Paul Sartre..., y no olvidaba mencionar a su amiga del alma, Hilda Bernard, a quien –contaba– conoció en 1942. Agradecía haber sido dirigida por Armando Discépolo (“muy exigente”); Enrique de Rosas –con quien trabajó en el Teatro Nacional Cervantes, junto a Luisa Vehil, Miguel Faust Rocha y Orestes Caviglia– y en épocas más recientes, mencionaba a los directores Agustín Alezzo, Hugo Urquijo y Santiago Doria. Trabajó en más de 80 obras, entre otras la premiada Perdidos en Yonkers, con Soledad Silveyra y dirección de China Zorrilla. Allí era una madre abuela despótica que practicaba el rigor luego de una trágica experiencia con los nazis vivida en su Berlín natal. En Gracia y Gloria, de Tom Ziegler, junto a Marta Bianchi y dirigida por Julio Baccaro, era Gracia, una granjera de 90 años, lúcida y pícara que reivindicaba en el final de sus días su derecho a la soledad. Protagonizó El libro de Ruth, de Mario Diament, donde Santiago Doria dirigía a un elenco integrado por Lidia Catalano, Alejandra Darín y Melina Petriella; y Comer entre comidas, de Donald Margulies, dirigida por Hugo Urquijo, en Andamio ’90.

En ese mismo espacio, compartió la escena con Alejandra Boero en El cerco de Leningrado, del valenciano José Sanchís Sinisterra, un montaje de humor disparatado, donde Osvaldo Bonet condujo en una primera etapa a Boero y María Rosa Gallo; y luego, por una caída de Gallo, a Boero y Lydia Lamaison. Fue también ella quien hizo una lectura de esta obra, en 2010, conmemorando los 20 años de Andamio, junto a Lidia Catalano y Miriam Martino (relatora), dirigidas por Marcelo Moncarz.

Incansable, actuó en Parecen ángeles (2003), con Dora Baret. Una obra estrenada en el Centro Cultural Borges, llevada en gira a Rosario y Mar del Plata y presentada en Madrid, donde compuso a una abuela bravía pero sensible al humor y a la ternura. “He hecho mujeres de carácter débil que necesitan ser protegidas –decía a esta cronista–, pero el público recuerda sobre todo a las más bravas.” Un convencimiento que acompañaba con una frase proverbial en ella: “Mientras tenga memoria y salud seguiré trabajando”. Y así lo hizo esta señora respetada y querida, menuda y elegante con su sombrerito o boina; una actriz cuya voz seca no acallaba matices ni contrastes, ni sus ojos verdes abandonaban el brillo pícaro y escrutador de quienes saben ver más allá de las palabras.

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