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Sábado, 26 de mayo de 2012

TEATRO › OMAR PACHECO Y LOS TREINTA AÑOS DEL GRUPO TEATRO LIBRE

“Trato de no alejarme de lo que deseo construir”

Aunque participó en obras comerciales, el director, dramaturgo e investigador sigue fiel al “teatro de búsqueda”. La celebración del aniversario incluye la nueva puesta de La cuna vacía y el work in progress de La última vida, entre otras actividades.

 Por Hilda Cabrera

Con una nueva puesta de La cuna vacía, actividades y la colaboración de actores y músicos, el premiado director, dramaturgo e investigador teatral Omar Pacheco festeja los treinta años de la fundación del Grupo Teatro Libre, en su espacio La Otra Orilla (General Urquiza 174). Su dedicación al teatro, iniciada en la década del ’70, no se interrumpió siquiera en los años del exilio transcurridos en Estados Unidos, donde formó parte de la organización multidisciplinaria Exilio Hoy, ni durante su estadía en Brasil, organizando seminarios junto a ex integrantes del Grupo Arena, del dramaturgo y director brasileño Augusto Boal (autor del libro Teatro del Oprimido y pedagogo que renovó el teatro político). La cuna..., de 2006, centra la acción de actores y titiriteros en la ausencia –o supresión, como prefiere el autor– y el desempeño de la mujer en el rescate de la memoria. Las dimensiones ilusorias, los contrastes entre volúmenes, iluminados o ensombrecidos, y la música, original del bandoneonista Rodolfo Mederos, adquieren tanta significación como en sus respectivas artes los aportes de Liliana Herrero (canto grabado), Colacho Brizuela (arreglos), Gerardo Gardelín (música incidental) y Liliana Daunes (voz en off).

Creador en 1984 de Juan y los otros (reinvención del teatro de calle) y más tarde de Obsesiones y Sueños y ceremonias (1989), inquietante performance en torno de los ritos, Pacheco sigue fiel al “teatro de búsqueda”, que –dice– atraviesa periódicamente situaciones difíciles “porque no se toleran los trabajos al margen del sistema”. Si bien participó del denominado teatro comercial, con participaciones en los musicales Tanguera (2002), Nativo (2005) y Caravan (2009), sostiene que nunca se entregó. Continuó ocupándose del GTL, de las clases en su teatro, en instituciones y salas de provincias. Creador de una estética experimental basada en la energía física y vocal de los actores, y en imágenes inspiradas en la pintura y el cine, Pacheco dice asombrarse de la riqueza personal de quienes lo acompañan en el teatro: “Ante la generalizada inconsistencia de la gente, me asombran los jóvenes como Valentín Mederos (hijo del bandoneonista), que poseen una hondura y calidad artísticas nada comunes –puntualiza, en diálogo con Página/12–. La forma de pensar y relacionarse con los otros es importante para el actor. De poco sirve un actor virtuoso en lo suyo si no crece como persona. Los espectadores lo perciben, y es lindo ver, al finalizar la obra, que la gente permanece sentada hasta veinte minutos antes de salir del teatro, pensando en lo que vio y sin aplaudir”.

–Es verdad que a veces el espectador guarda un silencio respetuoso; pero no es lo habitual, porque se supone que los artistas esperan el aplauso.

–Prefiero que el público metabolice lo que le ha dejado la obra, y se dé tiempo para saber qué sintió. La cuna..., como La última vida, la obra que estamos ensayando, exige una elaboración minuciosa, como el tejido al crochet. La estrenamos el mismo año en que premiaron Del otro lado del mar con el Trinidad Guevara. Fue un encargo del director Raúl Serrano para presentar en el Centro Cultural de la Cooperación y recordar los treinta años del golpe del ’76 y los treinta años de lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Entonces, yo había agotado mi Trilogía del Horror con la creación de Memoria (1992), Cinco puertas (1997) y Cautiverio (2001), pero no había hablado de la supresión en el ámbito familiar y social. La imaginé de modo operístico, y quise contarla con actores y títeres en un espacio de elevaciones que acentuaran la magia de una atmósfera onírica.

–¿A qué se debe esa insistencia sobre la muerte?

–Sí, es recurrente en mis trabajos, también en La última vida, pero ahí son otras. Me refiero a esas pequeñas muertes que a lo largo de la vida nos advierten sobre la existencia de la finitud. No sé si es por el paso del tiempo, pero necesito exorcizarlas desde un lugar no relacionado con lo oscuro y ominoso; y como siempre, desde roles simbólicos y no desde personajes, partiendo de temas esenciales y no coyunturales. Las pequeñas muertes me generan angustia y temor exacerbado. Las asocio con la pérdida de la inocencia y las reflexiones sobre lo que tengo y hago. En el teatro, por ejemplo, trato de no alejarme de lo que deseo construir, y pido que me critiquen cuando me desvío de lo trazado. El grupo es importante para mí. El GTL está conformado por jóvenes y gente no tan joven que sostiene sus ideas en un espacio físico donde es posible ser coherente con la propia formación. Sé que en otros ámbitos puedo confrontar de la mejor manera y dirigir un musical, como lo hice, pero no quiero apartarme de lo creado.

–¿Cómo es la experiencia con el GTL en el exterior?

–En algunas ciudades hallé más comprensión que en Buenos Aires. La gente del Festival Internacional Eurokas, de Zagreb (Croacia), siempre pide obras; al Fitei, de Portugal, llevamos también Cinco puertas, y nos presentamos en numerosos festivales, como el Spoletto, de Italia. Nuestros espectáculos interesan también en algunas provincias argentinas y a elencos, como el de Arboles, un grupo de Posadas, Misiones, que me invitó a dictar un seminario. Los viajes por las provincias me renuevan, por la pasión y la fe que la gente pone en su trabajo. En la enseñanza soy exigente, pero entiendo que no debo tener una actitud muy crítica. Le creo al que me dice que quiere trabajar, después decidirá él mismo. En general, comprendo la situación de los jóvenes. Empecé de niño en esto. Fue un proyecto de mi madre, patético para mí. Hice cine, radio, televisión. Mi madre era cantante y le gustaba ese mundo. Mi padre, Antonio Pacheco, era concertista de guitarra clásica. Sé observar la disciplina en el teatro, donde estuve siempre.

–¿Cuál es la primera etapa de esa disciplina?

–En el entrenamiento, lo primero que hago es destruir el esquema previo que traen los alumnos. Ellos ingresan con el hábito de la escuela y el personaje armado con una cantidad de herramientas que les son ajenas. En esa etapa aparece la resistencia o, por el contrario, la fascinación al descubrir lo que tenían adentro y desconocían. En esa experiencia surge el potencial actor que será parte de la tribu.

–¿Qué ofrece la tribu teatral?

–Oxígeno y un espacio donde no hay posibilidad de engaño o trampa. En el teatro, cada uno saca lo que tiene, que no es bueno ni malo. Lo importante es que no busque ocultar ni crear un estereotipo. Descubrir eso refuerza la autoestima. El problema es que la sociedad no admite esa sensibilidad. Entonces queda resistir, saber que otros piensan de esa manera y tomar conciencia de que la vida es corta. Soy un convencido de que si ponemos pasión en nuestro trabajo, no habrá quien nos tuerza el brazo. Otra cosa es cuando la pasión está puesta en la plata. Esto no quiere decir que no aspiremos a un buen pasar. Mi deuda con los actores y actrices que me siguen es que puedan lograr un sustento, que vivan de este trabajo, pero no justificando lo injustificable. El mundo de los codazos no es para mí.

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“Soy un convencido de que si ponemos pasión en nuestro trabajo, no habrá quien nos tuerza el brazo”, afirma Omar Pacheco.
Imagen: Arnaldo Pampillón
 
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