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Domingo, 3 de agosto de 2014

TEATRO › RICARDO BARTIS SERA PREMIADO POR SU TRAYECTORIA

“Vivimos en un país en el que todo el mundo actúa”

El director y creador, que en la actualidad presenta La máquina idiota, confiesa que siempre se sintió un poco ajeno al mundo teatral. Por eso le causa cierta incomodidad ser galardonado en el XXIII Congreso Internacional de Teatro Iberoamericano y Argentino.

 Por María Daniela Yaccar

No hay, no parece haber, situación más “anti-bartisiana” que el homenaje o el trofeo; él es un creador ajeno y crítico de todo eso, tan preocupado por otra cosa. Y más: tan abanderado de estar al margen. Ricardo Bartis es puro teatro y todo lo que se arma alrededor parece importarle poquísimo; será porque lo otro, el teatro, le importa tanto. Esta mañana, en el Sportivo Teatral, esa rareza enclavada en un Palermo comercial y “horrible” (la definición es suya), tan top, ese ex depósito de ambulancias devenido uno de los teatros más experimentales y originales de la ciudad, Bartis toma café en la cocina y advierte la paradoja. Hay un congreso de teatro que va a homenajearlo, y eso le produce cierta incomodidad. Pero merece un reconocimiento. Sí, lo merece, es él mismo el que lo dice; y por primera vez una declaración así no destila vanidad.

Mejor que lo explique él, que de teatro podría hablar horas y horas sin cansarse y con una precisión espectacular. “Por un lado, esto tiene un costado grato y estimulante”, expresa a Página/12. “Pero todo premio entraña una contradicción: la hipótesis del derecho a recibirlo y, al mismo tiempo, el desencuentro con tu propia práctica, que es siempre inestable, confusa y atravesada por una mirada irónica, porque uno se ha inventado una máquina imaginaria de sobrevivencia. El teatro ha sido un sistema defensivo para existir, opinar, defenderse de lo real. Entonces, lo tomo con cierto humor”, contrapone.

El director de La máquina idiota, obra que continúa en cartel tras 150 funciones a sala llena, será premiado por su trayectoria en el XXIII Congreso Internacional de Teatro Iberoamericano y Argentino, que se realizará desde el lunes hasta el viernes. Lo organizan el Grupo de Estudios de Teatro Argentino e Iberoamericano (Getea) y el Centro Cultural Paco Urondo, entidades que pertenecen a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. El congreso estará dedicado al teatro de Bartis, y especialmente a una de sus producciones más destacadas, aquella que postuló la muerte de este país en la década del ’80: Postales argentinas. Las conferencias y mesas redondas lo tienen como tema, a él, a su teatro y a la sala de la calle Thames, donde, en este mismo momento, se acumula sobre el escritorio una pila de papeles con los datos de personas que pretenden formarse allí.

En Postales argentinas, el país había desaparecido. Un grupo de descendientes de emigrados argentinos en Europa daba una conferencia dentro de trescientos años. Habían sido encontrados unos manuscritos de un tal Héctor Giraldi donde antes estaba el Río de la Plata. Así, Bartis construía una metáfora: como han explicado los teóricos, lo que esta obra decía era que, tras la dictadura, después de tanto horror, no habría nunca, jamás, una Argentina como la anterior. Nada volvería a ser lo mismo. “Por Postales... siento afecto y nostalgia, porque han pasado veintiocho años, veintiséis, no sé, una locura. Es parte fundante de mí y de mi teatro, pero también es el pasado lejano. Mi realidad es La máquina idiota: eso es en lo que creo, lo que me tremola en este momento”, dice el maestro. “Postales..., en cambio, es una novia que quise mucho, pero que la recuerdo ya casi vagamente. Eso sí: todos los espectáculos son deudores de los otros. Fue muy importante aquél, extraordinariamente actuado por Pompeyo Audivert, María José (Gabin) y Carlos (Viggiano), nos permitió afirmarnos teatralmente, por la trascendencia que tuvo en el exterior. Además, nos fue muy útil: se presentaba de una manera muy contundente la decisión de discutir con un tipo de teatro.”

–¿Se refiere al texto, noción con la que sigue peleado?

–Tenía que ver con no reconocer la herencia que nos planteaba un tipo de teatro y afirmar procedimientos en los que quedaban muy poetizados los lugares de la dirección, la autoría y la actuación. Y sobre todo se fracturaba el estándar de actuación de ese momento. No nos conformábamos con ser meramente marginales y hacer un teatro de varieté, discutíamos en otro territorio. La gente que tiene una relación con el teatro desde la investigación necesita de esa idea museística que otorga el texto. Pero los espectáculos son el acontecimiento. Ningún texto tiene valor sacado de los gestos, de la intensidad, de lo que pasa escénicamente. En ese momento ya había una gran resistencia de mi parte a que se publicara, fue más la obsesión de (Jorge) Dubatti, su preocupación, la que terminó dándole ese carácter.

–¿Y qué siente cuando otros grupos llevan a escena Postales...?

–Trato de no enterarme. Las personas que quieran hacer esos objetos están pecando de ausencia de voluntad. Si quieren investigar lenguaje deberían crearlo y no tomar un texto, sobre todo uno tan nítido, que es de construcción literalmente escénica. Hay espectáculos que soportan ese traslado. No puedo ver versiones de Postales... La última vez fue hace muchísimos años y fue una experiencia tan negativa que decidí no ver nada nunca más. Porque sufría mucho. Cualquier espectáculo que yo haya hecho son las personas que lo hicieron. Siempre han estudiado o trabajado dentro del Sportivo, dependemos muchísimo de la confianza y la creencia en el lenguaje, no podríamos establecer alianzas de trabajo si no fuera así. El texto es una parte importante, como la luz o los objetos, pero no tanto como los actores. La actuación no es representativa ni ilustrativa del texto, es otra cosa, es el intento desesperado que se busca en el ensayo.

–¿Por qué, entonces, otros creadores siguen dependiendo del texto? ¿Están todos ellos equivocados?

–No, no están equivocados. Es una visión de lo teatral. Primero, porque lo escrito tiene un valor. Es la ley. Hay una preeminencia de lo escrito sobre lo corporal. Porque perdura. Lo que queda del teatro son los textos, porque los actores se mueren, los espectáculos no se ven... pero el texto no son los espectáculos. El teatro es el espectáculo en la combinación de la presencia del acontecimiento de la escena con los espectadores. Y eso se muere. Es pura ocasión, una cosa performática, momentánea, reducida. Las cosas que rinden son las que quedan, las que se pueden guardar, heredar, pasar. El texto funciona, por decirlo de una manera simpática, como un soutien que contiene la carne. La carne, que sería lo deseable, está en la escena, en el lenguaje y en los cuerpos. El teatro dominante no puede ocultar eso, porque aun en el teatro de texto, más elemental, la identificación siempre es con los actores, no con los personajes: no le van a pedir autógrafos a Otelo, al Rey Lear. Y lo que vende en situaciones simpáticamente mersas son los cuerpos de los actores, sus operaciones y separaciones. Siempre los actores han producido fascinación.

–¿Por qué?

–Porque viven una vida loca (risas), porque pueden saltar las convenciones de la realidad y crear campo imaginario. Por eso es político siempre el teatro y por eso es observado por el poder para mantenerlo como entretenimiento. El teatro occidental no va a variar mucho en diez mil años: el poder, el amor, la vida interna y la muerte son los temas del teatro. Serán los procedimientos escénicos los que irán aportando. La relación burocrática con la textualidad, la repetición mecánica, la creencia en el traslado, la puesta en escena es la lógica. Hay un teatro narrativo tradicional, hay una trama, personajes que tienen sucesos, una intriga, desarrollo, conflictos y un desenlace. Hay otro más poético, liberado de esas preocupaciones de la representación que exceden lo teatral, que es una forma de pensamiento sobre el hombre y la vida. No tiene tanto rango, tanto eco ni público. Lo alternativo no es solamente una ocupación geográfica, es intentar tener otro desarrollo de lenguaje, y también demostrar que uno puede funcionar por afuera de las reglas. No es solamente un problema de la ortodoxia económica, sino también de la ortodoxia en otras cosas. El teatro circula poéticamente como circula la filosofía. Vivimos en un país con un gran nivel de dramatismo a nivel gramáticas sociales, con mucho nivel de actuación en la vida pública. Todo el mundo actúa en este país.

–¿Y en otros no? ¿Qué hace diferente a la Argentina en este sentido?

–Tenemos una naturaleza, sobre todo esta ciudad, de gran teatralidad, en el sentido de que estamos muy acostumbrados a decir una cosa pero pensar otra. En toda conversación circulan niveles de otro orden. Cualquier taxista se puede convertir en un personaje beckettiano acá, el discurso está muy atravesado, es una condición de lo teatral que una cosa signifique más de una cosa. Nos hemos acostumbrado a disimular mucho, como nos han golpeado tanto... También es parte de un ejercicio la actuación de cierta aceptación de reglas sociales y al mismo tiempo un pensamiento en oposición a eso. Por otro lado, hay una calidad dentro del teatro argentino singularísima: hay una gran cantidad de buenos actores y actrices, que es desproporcionada en relación con dramaturgos y con directores. También es cierto que cuando la actuación reina de manera soberana y los espectáculos son atractivos, estimulantes e interesantes, todas las discusiones se tornan banales. Derrumban cualquier reflexión teórica. Me siento ajeno a la práctica de la gente que estudia los fenómenos teatrales, pienso que no se puede teorizar sobre una práctica, hay que desarrollarla y en sí misma genera campo teórico.

–¿Qué está pasando con La máquina idiota? Han hecho muchas funciones con una gran recepción del público.

–Nosotros pensamos que tenemos que lograr que el espectáculo sea inolvidable para el que lo viene a ver. Ese es el público que se va a comprometer. No es la totalidad, no hay que ser ingenuos: el público también viene al Sportivo porque hay que venir, no es un público que va a hacer la revolución. En ese aspecto también estamos capturados: el público que viene al Sportivo puede ir la semana que viene a La Plaza.

–O sea: ya no existe el público militante.

–En una época hubo, estaba bueno y te comprometía más, porque había una demanda de un vínculo con ese espectador. El tema del espectador es inherente al teatro, no pasa en ningún otro arte. Los espectadores son personas dispuestas a vivir la experiencia durante una hora y pico, de estar presentes en el acontecimiento que se va a crear. Entonces, por más que ahora esté tipificada y no sorprenda, es una experiencia rarísima, casi metafísica, porque... ¿para qué voy a ver unas personas que son supuestamente parecidas a mí, pero que por un procedimiento específico ocupan un lugar rarísimo, sacrificial, extraño, en un ritual generalmente nocturno, que alude a algo de lo humano pero que no es exactamente lo humano? La verdad, es raro, pero, claro, aceptada la convención, se le quita todo misterio, toda singularidad.

–Se sabe poco sobre sus comienzos, sobre lo que lo movió en el momento en que decidió encarar esta actividad...

–Pertenezco a una generación en la que el imperativo estaba en la política. El horror y lo siniestro de la dictadura, esa vivencia de tanta hostilidad en el plano de lo real, me permitió meterme muy comprometidamente con una actividad interna, encerrarme para hacer teatro, producir y pensar. Siempre lo vinculé de una manera no intelectual sino vivencial, como una forma resistente. No por el tema, el tema no es lo que se dice en el teatro, el tema profundo son los procedimientos, la sumatoria de los elementos vinculados con velocidades, ritmos, energías, potencias, más las palabras, el sentido, las ideas. Siempre sentí que éste era un territorio personal de opinión, que podía tratar de dar cuenta de algunas cosas, mientras que en el plano de lo real me superaban, no las entendía. En cambio, en el plano de la escena, podía no resolverlas, pero sí darles alguna forma en mí. Y todo muy casual, siempre me sentí un poco ajeno al mundo del teatro. Por eso es paradójico el premio. Lo acepto porque hace cuarenta años que hago teatro y lo hago bien. Pero, al mismo tiempo, me acompaña una sensación de que va a venir alguien, me va a agarrar de la oreja y me va a sacar del aula, y me va a decir: “Vos no sos de acá”.

* La máquina idiota se presenta los viernes y sábados a las 22 y los domingos a las 20 en Thames 1426.

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“Ningún texto tiene valor sacado de los gestos, de la intensidad, de lo que pasa escénicamente”, afirma Bartis.
Imagen: Rafael Yohai
 
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