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Domingo, 31 de mayo de 2015

TEATRO › ALFREDO MARTIN Y SU OBRA TEATRAL PESSOA, ESCRITO EN SU NOMBRE

Ultimo día en la vida de un poeta

El espectáculo del teatrista gira sobre la vida y la obra del autor portugués. Entre otras cosas, aborda los famosos heterónimos de Pessoa. “Su yo es múltiple. Habitaba la ambigüedad, la contradicción y la melancolía y producía dentro de esos espacios”, dice Martín.

 Por María Daniela Yaccar

El dramaturgo, actor y director Alfredo Martín suele trabajar con materiales literarios. No elige textos simples ni historias acabadas. Hay algo exótico y rebuscado, casi siempre, en los escritores que le producen fascinación. Y, también, algo del orden de lo psicoanalítico que lo cautiva, porque es terapeuta. Pessoa, escrito en su nombre (viernes a las 22.30 en Andamio 90, Paraná 660) es un espectáculo sobre la vida y la obra del escritor portugués, que ahonda en dos aspectos principales: uno es el de los heterónimos, esos poetas que eran las múltiples voces de Fernando Pessoa, con identidades, con historia, con sus vidas propias. El otro eje es el concepto de “ficción verdadera”: “Encontrar ese lugar donde lo onírico y lo imaginado no tienen una jerarquía distinta de la realidad más concreta”, explica Martín, que también dirige Frankenstein, la criatura sin nombre y prepara el reestreno de La metamorfosis.

Podría decirse que el espectáculo aborda, a la par, vida y obra del inabarcable poeta. Se recitan fragmentos de algunos de sus escritos más famosos, como “Tabaquería”, a la vez que se narra su historia de amor con Ofélia Queiroz, e incluso quedan expuestas las facetas extravagantes del vínculo. En el espectáculo de Martín el complejo universo pessoaniano aparece envuelto en una historia con ciertos condimentos convencionales. El dramaturgo imaginó el último día en la vida del poeta. Su Pessoa está internado en una casa de salud, adonde llegan, para una celebración, algunos de sus otros “yo” (los más conocidos y, tal vez, los cruciales): Alvaro de Campos, Bernardo Soares, Ricardo Reis, Alberto Caeiro y Antonio Moura. También lo visita Ofélia. Un segundo personaje femenino es Isabel, enfermera que lo acompaña en el último trayecto de su vida.

La escenografía se hace eco de aquél concepto de “ficción verdadera”. El ensueño, el carácter abstracto que hace a los heterónimos –cuya entidad es muy extraña, ya que no son personas pero tampoco personajes– se plasma en una suerte de “arcos laberínticos” blancos que es por donde entran y salen. Debajo de ese laberinto está el cuarto, la cama, el escritorio con las bebidas que el autor no podía soltar. Y un baúl donde está metida su producción. “Con Gonzalo Córdova, nuestro escenógrafo, que es poeta, decidimos hacerle una elevación al armado, darle altura y espacio a esos contenidos poéticos, a los tránsitos de los poetas, para jugar con los dos mundos, el concreto y el abstracto, y para que se integraran”, explica el director. El elenco lo componen Marcelo Bucossi (impecable como Pessoa), Dolores de María (Isabel), Leonel Dolara (De Campos), Mariano Scovenna (Caeiro), Daniel Begino (Reis) y Lorena Szekely (Queiroz).

Para elaborar la obra, Martín trabajó con poemas de Pessoa; El libro del desasosiego; Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal; Cartas a Ofélia; cartas que el escritor envió a su biógrafo y amigo Adolfo Casais Monteiro; Sueños de sueños, de Antonio Tabucchi; y otros textos publicados en Internet. Martín destaca que fueron dos los aspectos que más le interesaron de Pessoa en este pasaje al teatro. Por un lado, los heterónimos. “Fue una aventura encontrarlos mediante un casting. Pessoa dijo cómo eran ellos e, incluso, un biógrafo los dibujó. Contábamos con una previa interesante –dice–. No se trata sólo de una escritura múltiple, también es una trama, un colectivo. Hasta Pessoa había seudónimos. El, en cambio, crea personalidades, que escriben en un estilo distinto y que tienen sus propias concepciones sobre poesía y arte. Escribió un ‘drama en gente’. Tenía una conciencia muy clara de lo teatral”, analiza. El otro eje sobre el que le interesaba trabajar es el de “ficción verdadera”. “Para Pessoa, lo onírico y la realidad más concreta habitan un mismo lugar”, sintetiza.

–En la obra se ven múltiples registros actorales. Pareciera que en un nivel está el personaje de Pessoa; Ofélia e Isabel en otro; y exagerados en sus maneras, poetizándolo todo, los heterónimos.

–Hay una articulación de registros. Era interesante conservar la extracción de cada personaje. Hay algunos más del orden del sueño y de la forma y otros más intensos y afectivos. En los heterónimos se da una expansión yoica, un ego sobredimensionado. Ellos vienen a pelear un lugar en la obra de Pessoa. Hay algo del coloquio, de la discusión; está la palabra en acción, cargada en el cuerpo. Con Isabel hay cierto despertar: ella está iniciando su vida; él, despidiéndose, con un cuerpo entregado a una situación de enfermedad. Ofélia aparece de manera más concreta y corporal: viene a saldar cuentas con él, que la abandonó para abocarse a la literatura. Delante de ella, Pessoa tiene que reconocer que no se consagró. Ella viene a ver si él puede seguir amándola. Me parecía interesante el cruce entre ideas que no tienen cuerpo y los cuerpos deseantes. El consideraba al sexo como un accidente. De hecho, se dice que no tuvieron relaciones con Ofélia.

–El texto posee dos planos: el poético, que abarca algunos escritos célebres de Pessoa; y los diálogos que configuran una historia. ¿A qué se debe esta combinación?

–Queríamos que la obra tuviera un andamiaje dramático, para que alguien que no conociese a Pessoa pudiese disfrutarla. Cuando va gente joven nos sorprende cómo provocan gracia algunos de sus textos. Tuvo una habilidad para tejer más allá de la cotidianidad. Su mirada estaba diferenciada: Alvaro era el poeta decadente, una especie de dandi portugués, que quería sentirlo y disfrutarlo todo, pero no se encontraba en nada. Con él trabajaba la poesía decadentista, futurista. Alberto era un “sensacionista”, un poeta que no adjetivaba, era puramente sustantivo, mencionaba las cosas por lo que eran. Escribió “no hay mayor metafísica que no pensar en nada”. Ricardo Reis era el neoclásico, todo estaba en la métrica, lo cargaban porque escribía como un especialista de lo sublime, en diálogo con los dioses. Y Antonio Moura hizo un estudio sobre el paganismo. Pessoa bromeaba mucho con él. Según dijo, estuvieron internados juntos, cuando él se internó por depresión. Pessoa decía que tenía neurastenia histérica y que Moura tenía paranoia.

–¿Y cuál es su idea sobre Fernando Pessoa? ¿Quién es él?

–Es todos esos. En un estudio, George Steiner dice que él reemplazó al ego por una legión. Nosotros pensamos que tenemos un yo: tenemos que ser coherentes, descartamos la ambigüedad y la contradicción. En cambio, en Pessoa el yo es múltiple. Habitaba la ambigüedad, la contradicción y la melancolía y producía dentro de esos espacios. Crea una convivencia con la saudade. Psicoanalíticamente se lo estudia, como a Joyce. De Pessoa se dice que se dio varios nombres, que son procedimientos poéticos que suplen cierto trastorno. Es decir, que se revinculaba con algo que lo podría haber trastornado. Pessoa quiere decir “persona” y “nadie” al mismo tiempo. El es a través de los otros. Es maravilloso. Todo esto está en el núcleo de la clínica lacaniana.

–¿Qué patología lo hacía hablarse mediante otros, si es que se puede hablar de alguna?

–Su biografía nos deja ver que estaba deprimido por dos cuestiones: quería tener un puesto en una biblioteca, para dejar de vivir con lo justo, cosa que no consiguió. También, por la muerte de su madre. Acabó internado dos veces en Cascais. Pero no podemos hablar de patología. Unos psiquiatras hicieron estudios en España y determinaron que tenía esquizofrenia. Hasta escribieron un libro. Pero no se puede hacer un diagnóstico si la persona no está presente. Freud decía que no se puede diagnosticar a alguien por su obra, porque no puede revelar un padecimiento. Revela, en todo caso, recursos artísticos. Por eso los profesionales que editaron aquel libro fueron muy criticados.

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Alfredo Martín montó la obra en la sala Andamio 90.
Imagen: Jorge Larrosa
 
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